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de noche, solo y hambriento, y, sin embargo, no tenía miedo. Mira: ha echado ya a un lado a uno de mis hijos. ¡Y ese carnicero cojo lo habría querido matar y luego escaparse al Waingunga, mientras los campesinos, en venganza, vendrían aquí a maldecir nuestras guaridas! ¡Guardarlo! ¡Por supuesto que lo guardaré! Acuéstate quietecito, renacuajo. Ya llegará el día, Mowgli (porque Mowgli, la rana, le llamaré de ahora en adelante), en que no sea él cazado por Shere Khan, sino quien le cace a él.

       –Pero ¿qué va a decir la manada? –exclamó papá Lobo.

       La Ley de la Selva, prescribe terminantemente que cualquier lobo, al casarse, puede retirarse de la manada a la que pertenece; pero que a penas los cachorros puedan mantenerse en pie debe llevarlos al Consejo de la manada, con el fin de que los demás lobos puedan identificarlos. Después de esto los cachorros quedan en libertad, y mientras éstos no hayan matado el primer ciervo, no hay excusa para que un lobo mayor mate a alguno de ellos. En esos casos, el asesino es castigado con la pena de muerte.

       Esperó papá Lobo a que sus cachorros pudieran correr un poco, y entonces los tomó junto con Mowgli y con mamá Loba y se los llevó al Consejo de la Peña. Akela, el enorme y gris Lobo Solitario, estaba echado sobre su roca y más abajo se sentaban unos cuarenta lobos de todos los tamaños y colores. El Lobo Solitario los guiaba a todos desde hacia un año.

       Poco se habló en la reunión de la Peña. Los pequeños lobos eran observados cuidadosamente por el resto de la manada, mientras desde su roca Akela gritaba: “Ya saben lo que dice la Ley, ya lo saben. ¡Miren bien, lobos!” Y las ansiosas madres repetían: “¡Miren! ¡Miren bien, lobos!”

       Al fin (y en aquel momento se le erizaron a mamá Loba todos los pelos del cuello), papá Lobo empujó a “Mowgli, la rana”, como le llamaban, hacia el centro, donde se sentó, riendo y jugando con unas piedras que brillaban con la luz de la luna.

       Akela, sin levantar la cabeza que tenía puesta sobre las patas, continuó con su monótono grito: “¡Miren bien!” Sorpresivamente un sordo rugido se elevó por detrás de las rocas; era la voz de Shere Khan, que gritaba a su vez:

       –El cachorro es mío, dénmelo. ¿Qué tiene que ver el Pueblo Libre con un cachorro humano?

       Akela no movía ni las orejas. No hizo más que decir:

       –¡Miren bien, lobos! ¿Qué tiene que ver el Pueblo Libre con los mandatos de cualquiera que no sea el mismo Pueblo? ¡Mírenlo bien!

       Se alzó un coro de gruñidos, y un lobo joven, de unos cuatro años, tomó la pregunta de Shere Khan, dirigiéndose otra vez a Akela:

       –¿Qué tiene que ver el Pueblo Libre con un cachorro humano?

       Ahora bien: la Ley de la Selva prescribe que en caso de que en la manada se disputa el derecho de admisión de un cachorro, deben defenderlo, por lo menos, dos de los miembros de ésta, que no sean su padre o su madre.

       –¿Quién habla a favor de este cachorro? –preguntó Akela–. ¿Quién, que pertenezca al Pueblo Libre, habla a favor suyo?

       Nadie contestó, y mamá Loba se preparó para lo que ya sabía ella que sería su última pelea, si al terreno de la lucha era necesario llegar.

       Entonces, Baloo, el soñoliento oso pardo que enseña a los pequeños lobos la Ley de la Selva, el único animal de otra especie a quien se le permite tomar parte en el Consejo de la manada, el viejo Baloo que puede ir y venir por donde se le antoje, se levantó en dos patas y gruñó:

       –¿El cachorro humano?... –dijo–. Yo hablo a favor del cachorro. Ningún mal puede hacernos. No tengo el don de la palabra, pero digo la verdad. Déjenlo correr con la manada, y considérenlo como uno de tantos. Yo mismo lo enseñaré.

       –Necesitamos ahora que hable otro –dijo Akela–. Baloo lo ha hecho ya, y él es el maestro de nuestros pequeños lobos. ¿Quién toma la palabra además de él?

       Una sombra negra se deslizó hacia el círculo. Era Bagheera, la pantera negra.

       –¡Akela –dijo como susurrando– y ustedes, Pueblo Libre! Yo no tengo derecho a mezclarme en su asamblea; pero la Ley de la Selva dice que si surge alguna duda respecto a un nuevo cachorro, que no sea relativa a alguna muerte, su vida se puede comprar a un precio estipulado. Y la Ley no dice quién puede o no pagar este precio. ¿Estoy en lo cierto?

       –¡Bien, bien! –exclamaron los lobos más jóvenes, hambrientos siempre–. ¡Que se oiga a Bagheera! El cachorro puede comprarse por un precio estipulado. La Ley lo dice.

       –Como sé que no tengo derecho a hablar aquí, les pido permiso para hacerlo.

       –¡Habla, pues! –gritaron a la vez unas veinte voces.

       –Matar a un cachorro desnudo es una vergüenza. Por otra parte, les puede ser muy útil en la caza cuando sea mayor. Baloo ha hablado ya en su defensa. Ahora yo además les ofrezco un toro, gordo y recién cazado, si aceptan al cachorro humano, de acuerdo con lo que dice la Ley. ¿Alguna objeción?

       Se levantó un clamor de docenas de voces que decían:

       –¡Qué importa!, ya se morirá cuando lleguen las lluvias del invierno. Ya le abrasarán vivo los rayos del sol. ¿En qué puede perjudicarnos una rana desnuda como ésta? Aceptémoslo.

       Y entonces se oyó el profundo gruñido de Akela, que advertía:

       –¡Mírenlo bien, mírenlo bien, lobos!

       Tan entretenido estaba Mowgli en jugar con las piedras, que no se daba cuenta de que uno a uno se le iban acercando para mirarlo atentamente. Al fin descendieron todos del cerro, en busca del toro muerto, excepto Akela, Bagheera, Baloo y los lobos que adoptaron a Mowgli.

       Shere Khan rugía aún entre las sombras de la noche, rabioso por no haber logrado que le entregaran a Mowgli.

       –¡Sí! ¡Ruge, ruge cuanto quieras! –le dijo Bagheera en sus propias barbas–: o yo no sé nada de lo que son los hombres, o llegará el día en que esa cosa que está ahí tan desnuda te hará rugir en un tono muy distinto.

       –Lo hemos hecho bien –observó Akela–. Los hombres y sus cachorros saben mucho. Con el tiempo podría ayudarnos. –Y añadió dirigiéndose a papá Lobo–: Llévatelo y adiéstralo, enseñándole la pertenencia al Pueblo Libre.

       Y así fue como Mowgli entró a formar parte de la manada de los lobos de Seeonee, siendo un toro el rescate pagado por su vida y Baloo su defensor.

      * * *

       Alrededor de diez años más tarde Mowgli todavía llevaba una vida alegre y entretenida entre los lobos. Papá Lobo le enseñó su oficio y todo lo que en la selva había, hasta que cada crujido bajo la hierba; cada soplo del tibio aire de la noche; cada nota lanzada por el búho sobre su cabeza; cada ruido que producen los murciélagos, arañando, al descansar por un momento en un árbol; cada rumor que causa un pez al saltar en una balsa, significaron para él tanto como el trabajo de la oficina significa para el hombre de negocios. Ocupó también su puesto en el Consejo de la Peña, al reunirse la manada, y allí descubrió que mirando fijamente a un lobo le obligaba a bajar los ojos, lo que después hacía incluso por mera diversión. Otras veces arrancaba de la piel de sus amigos largas espinas que se les clavaban en ella. Descendía también por la ladera del cerro, en plena noche, hasta llegar a las tierras de cultivo, y miraba curiosamente a los campesinos en sus chozas; pero desconfiaba de ellos, porque Bagheera le había enseñado lo que eran las trampas. En cuanto tuvo edad suficiente para hacerse cargo de las cosas, Bagheera le enseñó que se abstuviera de poner mano en cabeza alguna de ganado, porque su propia vida había sido rescatada mediante la entrega de un toro.

       Una o dos veces le dijo mamá Loba que desconfiara de Shere Khan, y que un día u otro tendría que matarlo; pero a diferencia de lo que hubiera hecho un pequeño lobo recordando ese consejo a cada momento, Mowgli, como niño que era, lo olvidó por completo...

       Continuamente Shere Khan le salía al paso, porque como Akela estaba

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