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tiempos era muy habitual que en nuestro barrio abrieran el coche para robar el radiocasete, aunque lo que más nos entristecía era comprobar que se habían llevado la mercancía musical. Mis hermanos, desde la adolescencia, fueron equipándolo con mejores altavoces para que pudiéramos disfrutar en toda su plenitud de las nítidas voces del Loreño, Juanito Valderrama o la Niña de Antequera. Aprenderse los cantes de todos ellos rodeado de sacos de garbanzos, lentejas, habichuelas o de botellas de aceite era algo realmente nutritivo. Por eso, cuando hablo del concepto de desplazamiento en el campo de lo artístico, parece como si estuviera oliendo el aroma del embutido aún fresco comprado en el matadero del pueblo o la intensa ráfaga de humo del cigarro que fumaba mi padre al conducir con la ventana abierta y el pecho descubierto, mientras cantiñeaba melodías de fantasmas que me acompañarían por siempre.

      Gracias, querido público

      Mi primera guitarra la recibí a los ocho años de edad. Fue un regalo sorpresa de mis padres, aunque la sorpresa la recibirían ellos años más tarde. A pesar de que en mi casa no eran muy dados a obsequios que no tuvieran una fecha en el calendario, al verme tocar la escoba o darme golpes en la barriga a modo de guitarrista, entendieron que algo se escondía en aquel niño que sufría de mamitis.

      A la vuelta de un viaje del pueblo la compraron en un taller sin nombre en la cuesta de Gomérez, en Granada. Últimamente he paseado sus aceras en busca de aquella tienda como el que escarba buscando sus raíces como alimento para la memoria, nostalgia de otra vida. Probablemente fuese obra de un lutier cualquiera, aunque ningún hombre que se digne a construir un instrumento para un niño debe ser tildado de hombre cualquiera.

      Me encanta ver a mi madre recordar con una sonrisa el asombro y la perplejidad que velaron mi rostro cuando me hicieron entrega de la guitarra. Iba dentro de una funda estampada al estilo de una falda escocesa. Aún puedo escuchar el sonido tan característico de cuando se saca una guitarra de una funda de tela. También así sentir su olor. Era un perfume que me recordaba al de la guitarra que mi tío Antonio tocaba en todas las Nochebuenas que celebrábamos en familia. Los colores de la funda de mi pequeña guitarra eran muy similares a los de la guitarra de mi tío. Fue como abrazar a un bebé, hijo de otro instrumento. Así recuerdo que me acerqué a ella, con el cuidado con el que se acuna a un recién nacido para no hacerle ningún daño. Pasaron varios días entre el extrañamiento de contar con un nuevo mueble musical en casa y el sueño que suponía que alguna vez mis manos pudieran hacerlo sonar. Me pasaba horas tocando solamente la nota mi del bordón como si de una pieza minimalista se tratara. Después de sumergirme en este estado durante días, encontré un juego que cubrió mis expectativas artísticas. Consistía en sentarme en el balcón del quinto piso en el que vivíamos e imaginarme que la gente que pasaba por la calle venía a verme y a escucharme. Al finalizar cada concierto daba las gracias al público asistente.

      Voz de segunda

      Ingresé como voz de primera en el coro del colegio en el que estudiaba. Las componentes eran todas chicas menos yo. Mi registro aflamencado me permitía llegar a tonos muy agudos, aunque la profesora me reñía porque no respetaba la partitura ni el sonido angelical y blanco que ella pretendía conseguir de nuestras voces intoxicadas. Pasado el tiempo, me destronaron a la línea de voces de segunda. Lo viví como mi primera derrota artística, pero como toda primera derrota vendría acompañada de una segunda oportunidad, y el coro escolar y su estructura tenían guardada una para mí. Consistía en un concurso infantil para centros escolares de la cam (Caja de Ahorros del Mediterráneo) que organizaba el Corte Inglés en Alicante. Al ser época navideña, se pensó que un buen golpe de efecto populista para un jurado compuesto por seres estéticamente convencionales era cantar «Los Campanilleros» para voz solista flamenca acompañada por una inocente guitarra española y un coro de niñas con voces prostituidas. Al finalizar nuestra participación, algunas madres me ofrecieron el noviazgo de alguna de sus hijas, desde la ceguera que produce la emoción de toda pasión. El premio fue un bocadillo de companaje y un bote de Fanta de naranja. Por supuesto, el primer premio no estaba pensado para que lo ganara un colegio de segunda, como mi voz.

      La falseta

      Dice la Wikipedia que una falseta es una melodía corta interpretada por el guitarrista entre versos cantados o para acompañar a bailarines. Para mí una falseta es el comienzo de una responsabilidad, de un compromiso, del esfuerzo y sacrificio que supone dedicarse a una pasión. Es encontrar otra realidad más allá de la educación concertada. Es una compañera que hace descansar mi canto. Es el lenguaje que permite que me relacione con una guitarra. Un puente que une versos de historias diferentes. Es la droga que me hizo emplear mucho tiempo en descifrar sus vicisitudes técnicas. Es la que me aficionó al cante. En el tiempo que empleaba en ella encontraba algo más de mí mismo. Es la que me mantuvo pegado a un mueble que sonaba como yo anhelaba. Es la que hace que el fin del proceso de aprendizaje técnico tenga siempre su misterio. Es la que me permite dejarme las uñas largas sin que me avergüence que me llamen marica. Era la que me animaba a seguir tocando la guitarra como modo de superación personal. La que me ayudaba a conversar con los guitarristas de los tablaos cuando me encontraba solo. Es la que me reconcilia con el flamenco cuando el cante me aburre, que es casi siempre. La que me ha enseñado a saber un poco sobre las diferentes maderas de una guitarra y su memoria. Ha puesto de manifiesto el tamaño de mis manos. Es también la que me ha dado más dolores de espalda o me ha obligado a maldecir mi mala coordinación. También ha hecho que mis manos tengan algunos callos o alguna que otra deformación. Me ha enseñado que la música nunca es igual, por mucho que uno quiera, nunca es igual. He aprendido a hacer caricias con el mismo cariño del que limpia la lápida de un ser querido. A entender que las cosas tienen una medida, pero que los patrones están para saltárselos.

      Cantando a la buena gente

      Ahora,

      para mis compañeras,

      estos placeres voy a celebrar,

      con un hermoso canto.

      Safo

      Os voy a cantar la canción «Verde laurel», del cantante Alejandro Conde, les dije a mis compañeros de clase. Era la primera vez que me atrevía a entonarme con la guitarra fuera de la protección que me ofrecía la estructura del coro que habíamos formado meses antes en clase de música. Allí, solo, me senté en una de las mesas verde pálido que llenaban las aulas del colegio. Una aula, aquella, cuyas dimensiones se multiplicaron por dos a causa de mi habitual miedo escénico. Mi profesora María, la directora del colegio, se encontraba a mi lado, muy sorprendida y emocionada por el privilegio histórico que le suponía descubrir a un alumno prodigio para el cante. Con el paso de los años he podido comprender que todo asombro es comprensible y respetable, ya que viene precedido de reconocer un desconocimiento de lo otro, el reconocimiento de una falta. Y desde el silencio que crea la expectación de lo desconocido, cogí mi guitarra como el que porta un escudo y unas flechas para enfrentase a un peligro y me dispuse a cantar para mis compañeros de curso. Una audiencia que rompió a aplaudir con la fuerza de la gratitud que supone la ruptura de una rutina escolar vacía de emociones. Desde la simpatía que genera en muchas ocasiones lo extraño, algunos de ellos me invitaron a que me animara a cantar en la fiesta de fin de curso que tendría lugar meses después en el patio del colegio. Acepté sin caer en la cuenta de que el concierto sería delante de todo el alumnado y sus familiares. Hasta ese instante, no recuerdo haber actuado delante de un público tan numeroso. Mi repertorio de aquella tarde se compuso de unas sevillanas del cantaor José Galán y de unos fandangos de Antoñito Chacón pertenecientes a su disco A la buena gente.

      En mal estado

      Antes de querer ser cantaor quise ser guitarrista de acompañamiento al cante. Este anhelo no suponía una tarea fácil en el erial de la cultura ilicitana, por eso aprovechaba para acompañar a mi padre siempre que éste se animaba a cantar en alguna fiesta familiar. En una fiesta privada que se dio en el ya extinguido restaurante Los Extremeños, situado en la calle del Carmen, en el centro de Elche, conocí a un señor mayor que fabricaba calzado y era aficionado al cante flamenco al que empecé a acompañar. Se dedicaba a cantar en muchas fiestas privadas y en algunas celebraciones populares de los pueblos colindantes del campo de Elche, donde tenía muchos amigos de la Vega Baja alicantina que se dedicaban al cultivo. Muchas de las fiestas

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