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es –había reinado un silencio, que él quebró en voz baja–. Casi lo olvidaba.

      Pero al final demostró no ser necesario; el manuscrito de Ryan lo había leído Quentin Roscoe, que lo vendió por una suma de dinero que había hecho parpadear a Kate.

      –Eres un genio –le había rodeado el cuello con los brazos, besándolo extasiada–. Ya nada puede pararnos.

      «Aunque no todo había sido fácil», reconoció. Aún recordaba el día en que Ryan le anunció que tendría que realizar una gira por los Estados Unidos para promocionar Riesgo Justificado.

      –Iré a todas las ciudades importantes –le había dicho entusiasmado–. Firmaré libros, concederé entrevistas a la radio y la televisión. Y, mientras trabajo, tú podrás salir de compras y disfrutar de las vistas.

      –¿Yo? –la sonrisa de Kate se desvaneció. Se mordió el labio–. Cariño, no puedo acompañarte.

      –¿De qué hablas? Claro que vas a venir. Está todo arreglado.

      –Entonces tendré que desarreglarlo –repuso ella con sequedad–. Después de todo, ni siquiera fui consultada.

      –A mí tampoco me consultaron –indicó Ryan con tono lóbrego–. Esto es lo que se supone que debo hacer, y he de agradecerlo. Es el tipo de oportunidad que no rechazas.

      –Por supuesto que no, y no me cabe duda de que será maravilloso –a sus oídos la voz le pareció quebradiza–. Pero yo estoy demasiado ocupada con mi trabajo como para tomarme tanto tiempo libre.

      –Louie lo entenderá… si se lo explicas.

      –No hay nada que explicar –alzó la barbilla–. Igual que tú, tengo una carrera, Ryan… y una vida. No soy un… apéndice que se puede arrastrar siguiendo tu estela.

      –En absoluto –coincidió él con demasiada cortesía–. Eres mi esposa, y busco un poco de apoyo.

      –¿Y qué debo hacer, dejarlo todo y correr detrás de ti? –Kate sacudió la cabeza–. Lo siento, Ryan, pero no funciona así –titubeó–. Quizá si me hubieras dado más tiempo…

      –Yo mismo acabo de enterarme –calló unos momentos–. Kate, te necesito a mi lado… por favor.

      –Es imposible –insistió con obstinación. Vio la expresión abatida de él al darse la vuelta y se apresuró a añadir–: Quizá la próxima vez…

      –Claro –dijo él con voz inexpresiva–. Siempre hay una próxima vez.

      Pero no la había habido. Desde entonces Ryan había realizado varias giras de promoción, pero a ella no la había incluido en ninguna, aunque podría haberlo acompañado con el consentimiento de Louie.

      –Eres una tonta –le había comentado su socia después de que Kate le contara lo sucedido–. Si Ryan fuera mío, no lo dejaría irse solo.

      –No está solo –había protestado Kate–. Lo acompañan más personas… incluido un publicista.

      –¿Hombre o mujer? –Louie la había mirado fijamente.

      –No lo sé.

      –Entonces averigualo. Yo soy una mujer soltera, pero me da la impresión de que es un tipo de información que una esposa amante debe conocer.

      –Oh, no seas ridícula –había protestado Kate con impaciencia–. Confío en Ryan –no obstante, cuando Ryan llegó a casa se oyó preguntarle–: ¿Qué tal te ha ido con el publicista?

      –¿Grant? –Ryan había meneado la cabeza–. Un buen tipo, pero creo que yo soy su primer autor. Nos ayudamos mutuamente.

      –Oh –Kate se había despreciado por sentirse aliviada.

      La cafetera silbó y, con un sobresalto, la llevó de vuelta al presente.

      «No es el tipo de viaje que quería hacer por la Avenida de los Recuerdos», reflexionó mientras se preparaba el café.

      Debió provocarlo el encuentro con Peter Henderson. Sus preguntas habían reabierto varias heridas que había pensado que estaban cicatrizadas para siempre, y eso resultaba vagamente perturbador.

      De acuerdo, no había deseado que Ryan pusiera en peligro su puesto de agente de bolsa. No podían culparla por eso. Pero nadie estaba más encantado que ella de que la apuesta hubiera dado sus frutos. «Los dos estamos haciendo lo que queremos. Tenemos una vida maravillosa y un matrimonio sólido», se dijo mientras regresaba al salón. Las cosas no podían ir mejor.

      Había algo de correo junto al teléfono, publicidad y facturas por el aspecto que presentaba. Mientras repasaba las cartas una llamó su atención. Era un sobre caro color crema, mecanografiado y dirigido escuetamente a «Kate Lassiter», con un matasellos de Londres.

      Lo abrió y extrajo la única hoja que contenía. Desplegó el papel y bebió un sorbo de café.

      No tenía ninguna dirección; nada salvo dos líneas de caligrafía marcada. Ocho palabras que saltaron de la página con una fuerza que la dejó atontada:

      Tu marido ama a otra mujer.

      Un amigo.

      Capítulo 2

      KATE se sentía embotada. Percibió un extraño rugido en los oídos, al tiempo que desde la distancia le llegaba el estrépito de loza al romperse, e hizo una mueca al notar el agua hirviendo en sus pies y piernas.

      «He dejado caer mi taza de café», pensó con distanciamiento. «Debería limpiarlo antes de que manche el suelo. Debería…»

      Pero no pudo moverse. Sólo fue capaz de leer esas ocho palabras una y otra vez, hasta que bailaron ante sus ojos, reagrupándose en extraños patrones sin sentido.

      Sintió que doblaba los dedos sobre el papel y lo estrujaba, reduciéndolo a una bola compacta que tiró con violencia hasta donde le permitieron sus fuerzas.

      Permaneció quieta un momento, limpiándose distraídamente las manos sobre la falda manchada de café; luego, con un grito ahogado, subió corriendo al cuarto de baño, donde vomitó.

      Cuando el mundo dejó de dar vueltas, se quitó la ropa y se duchó con agua casi más caliente que la que podía soportar, como si deseara purificarse de alguna contaminación física.

      Se secó y se puso unos leotardos y una túnica. Mientras se peinaba el pelo mojado le pareció contemplar a un fantasma. Un espectro de rostro blanco con ojos enormes y aturdidos.

      Bajó y se dedicó a limpiar el café vertido, y agradeció el esfuerzo físico de quitar las manchas del parqué. Tendría que enviar la alfombra color crema a limpiar.

      Entonces se paró en seco, incrédula. Su matrimonio estaba en ruinas y a ella le preocupaba una maldita alfombra.

      –No es verdad –oyó su propia voz, áspera y trémula–. No puede ser verdad, o lo habría sabido. Seguro que habría percibido algo. Sólo es alguien que nos odia, que está celoso de nuestra felicidad.

      La conclusión le puso la piel de gallina, pero con una mueca de dolor comprendió que era infinitamente preferible a cualquier otra posibilidad.

      Se puso de pie y llevó los fragmentos de porcelana al cubo de la basura. Sintió una sacudida al ver la botella de champán. Antes de ser capaz de detenerse, alzó las copas de la pila y las estudió detenidamente a la luz del sol en busca de un rastro de carmín.

      «Oh, por el amor del cielo», se recriminó. «No dejes que la maldad de alguien te vuelva paranoica».

      Dejó las copas y con meticulosidad limpió todo. Luego se preparó otra taza de café y se sentó en uno de los sofás del salón. «No quiero que esto haya sucedido», pensó. «Quiero que todo vuelva a estar como estaba…»

      En cierto sentido lamentaba haber regresado

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