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propios tejidos que abrigaban mis pensamientos debían ser desenredados, porque luego se convertirían en una telaraña poco amistosa para mí y para los y las demás. Las metáforas fueron la mejor aguja para desenredar mis enredos existenciales y desclandestinizar mis vivencias masculinas. Confieso que muchas de ellas me han salvado y me han permitido iniciar la deconstrucción de mi masculinidad. Casi todas las encontré en mis recorridos académicos y, sobre todo, en mis lecturas espontáneas. Por ello, en este libro les comparto parte de este itinerario.

      Estudié literatura y decidí dar vueltas por las letras. Ellas me han llevado hacia mundos maravillosamente erigidos por bondadosas almas humanas. Mundos llenos de espacios, de personajes, de acciones con y sin sentido, con narraciones que han sido espejo de mi experiencia, como también ventanas de las experiencias ajenas.

      En el mundo literario, pude ver que el ser masculino parece tener un peso que no se logra sobrellevar y que se autoimpone. También es el que comete la mayoría de los crímenes y parece no querer controlar su violencia. Incluso, en los más antiguos registros literarios occidentales, se perciben varones que luchan unos a otros, por medio de la intimidación, para obtener algo que no les da paz. Además de violentar se violentan. Quizás esa historia literaria de la masculinidad amenazante debe ser leída con ojos críticos y no pensar que quien más mata es el que triunfa, el más fuerte es el más valeroso o que el que más logros tiene es el más feliz.

      Luego de recorrer los caminos literarios, me sumergí en el mundo de la Teología. Este universo es diverso y amorfo. Diverso, porque cuenta con seres que, al parecer, no tienen ojos, pero que al leer la Biblia les aparecen de forma asombrosa. Allí leen las sagradas letras y, luego, cuando se apartan del libro, dejan de ver. Sus ojos se vuelven hacia sí mismos. A estos personajes teológicos les cuesta mirar hacia fuera, hacia lo ajeno. Solo realizan monólogos y cancelan a los que no piensan como, literalmente, se expresa el libro. También hay seres que tienen ojos enfrente y en la parte trasera de sus cabezas; otros intentan mirar todo a la vez y les cuesta alinear lo que ven afuera y lo que ven en el libro, pero hacen el intento. Incluso, en este mundo teológico, hay seres alados que no son ángeles, pero que, constantemente, intentan establecer la paz entre los seres humanos y el cielo. Se les ve pocas veces, pero mientras más distraído uno está se hacen presentes.

      En el territorio de la Teología, he conocido mundos creados, personajes con luces y sombras, y miles de relatos ficcionales y no ficcionales que tomaron estatus de doctrina normativa para algunas comunidades. En la Teología me descubrí ateo religioso. Es decir, un peregrino que duda mientras trata de estar religado a la utopía (¿?) de la igualdad y la dignidad de todas las criaturas. En este peregrinaje teológico, pude notar que existe una teología masculina y androcéntrica. Un corpus de doctrinas, historias, poesía y un sinfín de cartas que ponen al varón en un lugar muy cercano a Dios. Incluso, muchas veces lo confunden con él. En algunos escritos se afirma que el varón es la mismísima imagen de la gloria de Dios, pero que no puede sobrellevar su peso.

      Este varón no tenía definición en el principio, sino que era un ser que debía pensarse, armarse y autoconocerse. Sin embargo, las sagradas letras humanas comenzaron a darle forma. Una forma que no le es cómoda, una forma que se impone y que maltrata a las demás formas. La teología masculina es una de las matrices principales de lo que se ha llamado el kyriarcado (el gobierno hegemónico del kyrios o señor), anterior al patriarcado. Este ha forjado el imaginario colectivo de la cultura occidental y ha generado un peso invisible que el varón lucha por sostener a toda costa.

      Un reflejo de este recorrido lo encontré en las Ciencias de la familia. Me crucé en su sendero por casualidad, porque era muy similar al anterior territorio. Después, entendí por qué la familia —y no «las familias»— ha sido un elemento esencial para la proyección de la matriz patriarcal. Es más, ha sido una de sus bases fundamentales para propagar el control y el castigo de quienes osaran no rendirse a sus pies. En este mundo de «la familia», pude ver que no todo es paz y calma. Más más allá de vestirse de vínculos, los cuales necesitamos todos los mortales, usa su aparente inocencia para instalar paradigmas casi imperceptibles, pero muy dañinos.

      En este terreno, las arenas son movedizas, los valores son contradictorios y se usa el nombre de un dios masculino al que llaman «lo natural» para mantener el orden o su poder. Esto, para ellos, los hombres sin expresiones, es lo mismo. Este orden se impregna en los cuerpos, las almas y las emociones de todos aquellos que no representan la masculinidad normativa: blanca, cristiana, de clase media, heterosexual, etc. Me costó salir de este pantano existencial, porque era tentador y socialmente privilegiado, pero pude salir saltando.

      Luego de varios años sumergido allí, salté hacia las subjetividades. Aquí existen los rostros humanos y comencé a rodar por las calles de la Psicología, las avenidas de la Filosofía, los pasadizos de la Antropología y varias direcciones más.

      En cada parada, traté de observar todo, siempre curioso y abierto a lo desconocido e incómodo. Así que, con la fuerza de la sospecha (que te deja sin miedo), decidí embarcarme en el buque de los Estudios de género. Cuando estaba en el puerto, una anciana de ojos honestos me preguntó si estaba seguro de subirme a la embarcación. Después de dialogar con ella por unos instantes que no olvidaré jamás, supe que debía embarcarme. La anciana me había dado la confianza que necesitaba.

      Y aquí estoy, en medio de las aguas, escribiendo un libro sobre una sencilla metáfora de la masculinidad inventada. Un texto en el que intento evidenciarla como la he visto en todos estos recorridos que he realizado, y donde reflexiono sobre cómo hoy debo ponerla en duda. Este libro es parte del viaje que he seguido en estos diversos mundos, algunos ficticios, otros no tanto.

      Esta vez pondré el foco en la masculinidad inventada desde diferentes caminos que forman una diversa intersección. Estos son la Literatura, la Teología, los estudios sociales sobre la familia y, por supuesto, desde la perspectiva de género. En cada parada, dudaré del varón homologado, lo criticaré, lo expondré y lo reinterpretaré y, al hacerlo, lo haré en mí. Trataré de jugar con metáforas cotidianas que nos dejarán ver —desde una pequeñísima ventana por la cual puede verse el mundo— que no se nace varón, que no se nace macho. La masculinidad es una invención malograda, con una intención nefasta; por ello, necesitamos reinventarla para que juntos podamos seguir el viaje.

      NATURALIZACIÓN, EL INICIO DE LA INVENCIÓN

      Viajar es salir de un espacio conocido hacia un nuevo lugar. Esto genera movernos de la comodidad y abrirnos a nuevos horizontes. Me encanta viajar, aunque confieso que me genera pereza tener que preparar todo lo que implica. Valijas, mapas, lugares donde parar y excursiones. Todo eso me fastidia. Y trato de simplificarlo, pero, lamentablemente, tengo que involucrarme. Los viajes han sido siempre parte de la fascinación del ser humano. La partida del hogar es una metáfora de crecimiento, descubrimiento y muchas aventuras. Los viajes internos también implican grandes movilizaciones, pero no todos se animan a viajar por sus entrañas.

      Viajar por las sendas de la masculinidad es algo complejo. No es un viaje lineal. No es una ecuación fácil. Hay millones de entramados, entrecruces y caminos por recorrer para entender algo de lo que se ha construido sobre las bases de nuestro ser. Este viaje al interior de la masculinidad requiere flexibilidad para introducirnos en cuestiones incómodas como nuestras propias contradicciones, las tensiones que genera ser críticos con nuestras conductas, navegar en nuestras formas de pensar y buscar repensarnos. Requiere humildad para darnos cuenta de que hemos sido parte de un círculo asignado de hábitos, un troquel de pensamientos violentos y un mapa discursivo que busca sostener mensajes de poder sobre los demás seres.

      Joseph Campbell, en su obra El héroe de las mil caras (1949), utilizó la metáfora del viaje para definir el patrón de la cultura grecorromana en la formación del héroe, del hombre. El viaje que propone Campbell —y también Carl Jung— no es un viaje externo, sino interno. Un viaje a lo profundo de nuestra entrañas, a la subjetividad más recóndita, al hueco existencial más subterráneo. Allí donde yacen cómodos ciertos significados, hábitos y roles, pensamientos y discursos, creencias e ideas del mundo. Allí donde han depositado los sentidos de nuestra masculinidad y que nos han provocado consecuencias y comportamientos que creímos, hasta hoy, como naturales. Como el héroe

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