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al poder obligó a muchos de ellos a adherirse a los principios del nacionalsocialismo o a cerrar sus puertas. Sería después de la Segunda Guerra Mundial cuando alcanzarían s difusión internacional.

      Siendo realistas, la reforma educativa sólo era posible al margen del sistema, y las experiencias más relevantes lo fueron como resultado de todo tipo de iniciativas, algunas de ellas privadas, otras, con el apoyo económico de las administraciones. Este fue el caso de la Bauhaus que necesitó de la ayuda económica de la administración, tanto en Weimar como en Dessau, para su apertura y mantenimiento, pero que nunca llegó a integrarse en el sistema educativo alemán.

      La Deutsche Hoschschule für Politik

      No resulta extraño que en aquel ambiente favorable apareciera en 1920 una institución privada, la Deutsche Hoschschule für Politik, con un ánimo completamente distinto al que imperaba en las universidades oficiales. La escuela estaba orientada a la enseñanza de las ciencias políticas desde una perspectiva menos institucional e impartía seminarios y clases abiertas al margen de la enseñanza oficial. (Gay, 1984, 48). Comenzó siendo una escuela nocturna y nunca dejó de atraer a quienes no habían disfrutado de una educación superior: trabajadores miembros de los sindicatos, empleados y periodistas, así como diplomáticos y estudiantes de países extranjeros. Como recordaba Gay, tan solo “un tercio de los estudiantes de la Hoschschule für Politik eran graduados del Gymnasium”, es decir, estaban en posesión del codiciado Abitur que certificaba la superación de la enseñanza secundaria. La parte restante sólo había pasado por las escuelas secundarias libres, las Volksschulen, cuyo menor nivel educativo cerraba todo acceso a la enseñanza universitaria (Gay, 1984, 49). Durante sus primeros años Theodor Heuss, quien más tarde fuera presidente de la República Federal, desempeñó el cargo de director de estudios de la Deutsche Hoschschule für Politik. En su afán de independencia, la institución fue capaz de resistir el ofrecimiento del magnate Alfred Hugenberg para financiar la escuela a cambio de controlar la gestión y su programa de estudios. Finalmente, en 1933 Josef Goebbels se haría cargo de la institución que dejaría de tener el papel relevante que desempeñó en los años de Weimar.

      El Institut für Sozialforschung de Fráncfort

      En cambio, el Institut für Sozialforschung, que con los años se conocería como Escuela de Fráncfort, tuvo un desarrollo algo más complejo. Aunque había nacido en circunstancias parecidas a las de la Deutsche Hoschschule für Politik, el instituto, “fundado en 1923 con abundantes aportaciones privadas, y afiliado a la universidad de Fráncfort, no comenzó realmente a funcionar hasta 1924, cuando el veterano socialista Carl Grünberg se hizo cargo de la dirección” (Gay, 1984, 50). En 1930 Mark Horkheimer lo sustituiría por entender que Grünberg partidario de posturas más radicales en un tiempo que se aventuraba muy conflictivo.

      El Instituto estaba integrado por personas de la izquierda radical más interesadas en la teoría que en la acción política. Max Horkheimer y Thedor Adorno fueron quizá sus miembros más destacados. Herbert Marcuse, Erich Fromm, Paul Felix Lazarsfeld o Walter Benjamin se situaban en una posición secundaria. Todos ellos se consideraban representantes de un marxismo humanista que formaba parte de la tradición ilustrada europea que recogía influencias tan diversas como las de Max Weber o las de Sigmund Freud. En muchos casos, su lenguaje era poco accesible aunque, como señala Laqueur, la lengua alemana tiene una tendencia natural a la vaguedad y la falta de precisión, aspectos que pueden encontrarse en todos ellos, incluso en Benjamin que pudiera ser el más literario. Con la llegada del nacionalsocialismo, sus miembros tuvieron que exiliarse, en la mayoría de los casos, a Estados Unidos. Sabido es que Walter Benjamin se suicidó en la localidad española de Port Bou ante la posibilidad de ser entregado a las autoridades militares alemanas.

      La denominada Escuela de Fráncfort sobrevivió (integrada en la Universidad de Columbia) en Estados Unidos donde alcanzó relevancia y recibió apoyos de la administración norteamericana. Ello le permitió volver a la República Federal en 1953 y constituir uno de los pilares de la nueva cultura alemana de la postguerra e influir en el pensamiento político europeo en el final del siglo pasado.

      Arte, vanguardia y academia

      Lo que caracterizó a Alemania, esencialmente a Berlín, fue la actividad de los grupos de vanguardia durante los años de Weimar. El ambiente que acompañó a la revolución fue de esperanza e ilusión, no sólo en la política sino también en la cultura. El 14 de noviembre de 1918, pocos días después de la abolición de la monarquía, Hannah Hoch escribía en una postal dirigida a su hermana: “Tenemos paz y nuevos cimientos para la quebrantada Europa” (Aliaga, 2004).

      Tras la conmoción de la derrota, en medio de los sucesos revolucionarios que conmocionaron la capital del Reich, los intelectuales y los artistas vivían, en palabras de Forgágs, una especie de narcotización hecha de pobreza y autocomplacencia a base de sueños poco realistas. Berlín fue el centro de un renacimiento cultural donde los movimientos de vanguardia se convirtieron en el eje de la interacción cultural y política. En opinión de György Lukács se vivía en una suerte de euforia irracional:

      “Había una creencia muy extendida de que estábamos en el comienzo de una gran ola revolucionaria que inundaría Europa en pocos años. Trabajábamos con la ilusión de que en poco tiempo seríamos capaces de acabar con los últimos restos del capitalismo” (Forgágs, 1995, 19).

      Un aspecto relevante para las artes en su conjunto es que Weimar hizo que a muchos creadores de vanguardia pudieran conseguir puestos de trabajo en los centros académicos. Ese fue el caso de Paul Klee y otros miembros de la Bauhaus, pero también de artistas expresionistas como Otto Dix o Mac Beckmann. Al disponer de seguridad económica, pudieron dedicarse plenamente a sus actividades creativas de una manera más libre que los artistas de generaciones anteriores. Esta nueva situación no fue siempre bien entendida. Ise Gropius (la esposa del fundador de la Bauhaus), recordaba las opiniones de su marido ante las actitudes de algunos de sus docentes (esencialmente Klee y Kandinsky) en esta situación de seguridad económica. En una carta enviada a Carola Gledion-Welclcer, Ise Gropius explicaba que, en opinión de su marido, “la Bauhaus […] no se creó para dar independencia económica a unos pocos pintores y permitir que se dedicaran por completo a su arte” (Forgágs, 1995, 135). En su opinión, esa seguridad les permitía eludir cualquier compromiso con la institución que los sostenía económicamente.

      La escuela necesitaba un activismo que iba más allá de las meras obligaciones académicas. Para una institución tan dependiente de los recursos públicos como la Bauhaus, la relación con las administraciones era un asunto crucial. Estaba obligada a poner en marcha iniciativas de promoción que no siempre eran coherentes con los propósitos educativos de la escuela.

      Por otra parte, mientras los comunistas rusos fueron durante un tiempo tolerantes con la vanguardia (situación que empezaría a cambiar con la llegada de Stalin), a los socialdemócratas del SPD, enraizados en la tradición del reformismo obrero, las manifestaciones de la vanguardia les resultaban incomprensibles, y a lo más que llegaban era a la tolerancia. Sin embargo, esa relación más distante de los socialistas alemanes ante las innovaciones culturales evitó que intentasen dirigir o controlar la actividad de muchas instituciones a las que apoyaban. Mientras en la Unión Soviética el partido comunista se convirtió en emisor y controlador de cultura, el SPD se mantuvo al margen de un debate que, en general, no entendía. Sin embargo, a pesar de esa distancia, los socialdemócratas (y los demócratas del DDP) fueron la única garantía de que la Bauhaus y otras iniciativas similares pudieran desarrollar sus actividades sin grandes riesgos.

      El Arbeitsrat für Kunst

      Por otro lado, las artes no pudieron rehuir el compromiso político a que obligaron los movimientos revolucionarios. En aquellos primeros años de la revolución se formó el Arbeitsrat für Kunst (el Consejo de los Trabajadores del Arte) un movimiento vinculado a la arquitectura expresionista representada por Bruno Taut y Erich Mendelsohn, pero al que se unirían Walter Gropius en su condición de miembro de la Deutscher Werkbund y algunos pintores como Lyonel Feininger, Emil Nolde o Max Pechstein. Las pretensiones del consejo, ante todo políticas, eran un reflejo de algunas instituciones similares que habían aparecido en Rusia después de la revolución. En un texto fundacional, los firmantes decían:

      “El

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