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él parecía tener una oficina propia y sentirse a gusto. Sería un trabajo formal, o sería formal él, o la época, porque estaba con camisa, perfectamente planchada, y corbata. El saco lo habría colgado en algún lugar, quizás con una percha para que no se arrugara. No había pensado en su padre como en alguien tan prolijo y bien vestido. La camisa era blanca y le quedaba justa, ni floja ni muy ajustada. Su padre era ancho, corpulento, sin ser gordo. El bien hechito, decía su abuela al referirse a él. Luego había otra fotografía. De un tiempo en que su hermano y ella ya habían nacido, en la casa en la que se mudaron los cuatro, al fondo del jardín de sus abuelos. Su padre estaba tirado en la cama, en piyama, con barba de varios días y el pelo entrecano despeinado. Había varios libros desparramados sobre las sábanas y él leía uno con la mirada fija, con una concentración que a Carolina le pareció llena de preocupación. Estaba flaco y demacrado. Recordó algo que le había contado su madre. Con la intervención de la Facultad en el 74 a los dos los echaron de su cargo de profesores por su militancia política. A él también lo echaron de su trabajo en el Estado por lo mismo. Su madre se puso a trabajar en el negocio de su abuelo, pero él —le había dicho su madre— estaba completamente marcado y no tenía dónde trabajar. A fines de ese mismo año murió de una enfermedad que lo mató de manera fulminante. En esa foto se notaba un descuido y un desaliño. Probablemente la habría sacado su madre a la vuelta del trabajo, quizás con admiración y respeto por su estudio, pero a Carolina le parecía la imagen de alguien desesperado, y le daba tristeza. Su padre se pasaría largos tiempos en la cama, leyendo, cuando su hermano y ella eran muy pequeños. Al acercarla, pudo reconocer la tapa de uno de los libros que había sobre la cama porque ella lo tenía guardado en su biblioteca (sin haberlo abierto ni una sola vez, conservado con cuidado y reverencia, pero ajeno): Los Grundrisse. La última foto era de ella con su padre. Era la única que tenía con él, según su madre, porque era quien las sacaba. Se la pasaba sacándote fotos, le encantaba, repetía sin la mínima variación; pero lo cierto es que no había muchas. De su hermano había algunas más pero tampoco muchas más. Con tantas mudanzas se perdieron, le había explicado su madre. Esa fotografía con su padre era lo más significativo que tenía de él, pedazos de vida congelada, de un pasado intacto y enigmático. La tomó y la miró detenidamente. Ella tendría dos años. Meses, días después él había muerto. Su padre está recostado en una reposera y ella está parada, tomada de su pierna, mirándolo. La manera en la que lo mira muestra un amor que nunca había visto reflejado en una imagen suya. Sus ojos claros brillan y tiene una sonrisa sincera, feliz, desbordante. Y su mano pequeña y dorada, quemada por el sol —de esos tiempos en que no se les ponía tanto protector a los niños—, toma su rodilla. Hasta ahí se retrataba un momento de felicidad, pero lo que siempre la había perturbado en esa foto era la expresión de su padre. Nunca se había detenido a mirarla en profundidad, más bien le echaba una mirada rápida y especialmente enfocada en ella, pero ahora la veía con valor y con claridad. Su padre estaba con una mueca de fastidio, de dolor casi. Tenía la cabeza ladeada hacia su brazo como quien se está rascando o sacando algo que le molesta. No la estaba mirando a ella. Carolina no estaba segura de que él hubiera notado todo el amor en su mirada. Su padre miraba más allá, a ningún lugar determinado, con la mirada perdida, abismada, como si hubiera dejado de estar presente. La niña que era ella en ese momento no parecía haberlo notado. Su felicidad era total y colmaba su zona de la foto, la volvía resplandeciente, llena de luz y concreta, casi tan concreta como su carita sonriente, pero poco a poco se iba ensombreciendo a medida que se acercaba a su padre. Una densidad inquietante lo rodeaba, nada de la luz que irradiaba ella permanecía ni penetraba en la oscura imagen de él y su mueca de dolor. Era como un montaje de dos momentos distintos, sin relación uno con el otro. La dejó con una angustia que se asomaba y que le hizo sentir miedo. Trató de consolarse diciéndose que nunca se sabe, de pronto se la ha pasado muy bien en compañía de alguien, pero justo queda plasmado un momento que hace pensar que todo fue un fiasco. Se dijo que quizás él no estaba tan mal, que había podido disfrutar esa tarde soleada con ella, que se había contagiado de su felicidad, pero la foto reflejaba un momento que hacía pensar que nada había podido atravesar el vacío y la tristeza que tenían tomado, junto con la enfermedad, a su padre.

      Como todos los meses, tenía que pasar a dejar su factura por la oficina del instituto para que le pagaran el sueldo. Cuando habló para combinar, la secretaria le puso muchos reparos para que fuera a la mañana, horario que a ella le convenía. Le dijo que iba a haber una reunión y que iba a ser un quilombo y estaría muy ocupada. Le pidió que fuera a las cinco de la tarde en punto porque había muchas cosas ese día. Carolina tuvo la impresión de que quizás el instituto había mostrado una cara amable al principio porque ella era novata, pero que una vez que transcurría el tiempo y ella se volvía empleada regular no había por qué seguir dándole un trato especial y se mostraba tal cual era: un instituto muy acostumbrado a trabajar con empresas multinacionales, organizadas en torno a la jerarquía, el trabajo duro de sus empleados y la eficiencia. Tocó el timbre exactamente cuando dieron las cinco. Le abrió la puerta Mariela con cara indiferente. Se imaginó que estaría cansada luego de esa jornada tan agotadora y empezó a sentirse incómoda, como si molestara. Entonces se puso a sacar el talonario de facturas mientras caminaba, para no robarle mucho tiempo.

      —Tranqui —le dijo Mariela al verla—. No lo saques todavía. Ahí en la oficina lo hacemos.

      La condujo a una puerta cerrada, que abrió despacio, y la empujó levemente para que entrara.

      —¡Sorpresa! —Escuchó que decían mientras se le venían encima—. ¡Feliz cumpleaños!

      Estaban Estela Saavedra, las otras empleadas administrativas, sus compañeras profesoras y la directora del instituto. Carolina se echó hacia atrás, con confusión, sin atinar a responder. Las chicas se quedaron por un momento desconcertadas también y se callaron. Algunas fruncieron levemente el ceño y otras levantaron las cejas. Estela se acercó a ella y dijo, con una sonrisa:

      —Hoy es tu cumpleaños. ¡Feliz cumpleaños!

      Carolina comprendió que era 24 de agosto. Y se apresuró a reaccionar.

      —Sí, claro, qué sorpresa, ¿cómo se acordaron? —Y puso cara de agradable asombro, tratando de ocultar el miedo que sentía. El corazón le latía con fuerza.

      —Siempre nos acordamos de los cumpleaños de nuestras queridas profesoras —dijo la directora, recomponiendo la cara, ahora que todo parecía seguir un cauce esperado.

      Le extendieron una bolsa con un regalo.

      —Para vos, de todas nosotras —dijo Estela.

      Y como Carolina se quedaba petrificada con la bolsa en la mano, le sugirió de manera amable pero firme:

      —Abrilo.

      Carolina se puso a abrirlo con torpeza y sin demasiada energía. El papel permanecía cerrado como si fuera de amianto. Se puso nerviosa y desgarró el paquete tirando con todas sus fuerzas. Adentro había una blusita de colores, estampada con flores rojas muy pequeñas.

      —Chicas —empezó a decir tartamudeando—, qué lindo. Es muy linda. Muchas gracias.

      —¿Te gusta, en serio? —preguntó Mariela.

      —¡Claro que sí! Es hermosa. —Y se acercó a cada una para darle un abrazo y un beso—. Se los agradezco mucho. Qué gran sorpresa.

      —Sí, te vimos que no te lo esperabas para nada —dijo Estela con una sonrisa.

      —Sí, para nada —asintió Carolina con vergüenza.

      En la mesa había unos sándwiches y en el centro una torta. A los costados había vasos de plástico con botellas de jugo y gaseosa al lado.

      —Bueno, comamos, no sean tímidas —dijo la directora.

      Todas se abalanzaron y tomaron sándwiches. Carolina tomó uno con timidez. Su mano se acercaba a la bandeja con extremada lentitud, en un gesto corporal de pedir permiso y disculpas al mismo tiempo.

      —¿De qué signo sos? —preguntó una profesora, mientras masticaba el sándwich.

      —¡Virgo! —exclamó Carolina, con alivio—. Muy ordenadas y trabajadoras

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