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hombros, rechazando el recuerdo. No le gustaba pensar en ese periodo de su vida, no quería verse de esa manera: débil, sumisa, siempre dando y nunca recibiendo. Más que culpabilidad, sentía vergüenza. Vergüenza y la obsesiva determinación de no permitir que volviera a ocurrirle algo así. Tenía sus perros, su trabajo y su compromiso de rescatar a los pastores alemanes maltratados que encontrase. No necesitaba a un hombre para validar su existencia y sentirse amada.

      Alain estrechó los ojos y clavó en los de ella una mirada penetrante.

      —Vamos —insistió. Ella se imaginó a un testigo declarando, hipnotizado por esos ojos—. Tiene que haber algo.

      —Vale —dijo lentamente, como si estuviera reflexionando—. Me culpabilizo de no haber comprado ese generador cuando tuve oportunidad.

      Alain, más intrigado que nunca, pensó que estaba evadiendo la pregunta. Cuanto más se resistía a contestar, más deseaba él descubrir qué era lo que le ocultaba.

      —Hablo en serio —dijo.

      —Yo también —contestó ella con inocencia—. Aquí la electricidad se va dos veces al año. O más. Si estuviera operando a un paciente…

      Su voz se apagó. Pensándolo bien, no tener un generador era un serio descuido. Necesitaba una fuente de energía alternativa tanto como podría necesitarla un hospital. Que sus pacientes tuvieran cuatro patas en vez de dos no cambiaba nada. En cuanto las carreteras estuvieran transitables iría a la ferretería de Everett, el pueblo más cercano, a comprar un buen generador.

      —¿Qué me dices de ti? —preguntó, para dar otro giro a la conversación.

      Alain había terminado de comer y dejó el plato en la mesa. Winchester lo miró expectante. Con un suspiro, Alain asintió y el perro fue a comerse los restos.

      —Nunca he pensado en comprar un generador —bromeó, en respuesta.

      —Pregunto de qué te sientes culpable —dijo ella, que no quería dejar que se librara así como así.

      —De nada.

      A ella le pareció una respuesta automática. Amigable, pero que establecía unos límites que no iba a permitirle cruzar.

      Aceptó que no iba a recibir más aclaraciones sobre el misterio que era Alain Dulac. Por lo visto, le gustaba tan poco como a ella que lo interrogaran sobre su vida. Kayla se felicitó por no ser tan curiosa como para insistir, pero aun así él la intrigaba.

      —Tal vez por eso Winchester la ha tomado contigo —comentó, escrutando su expresión—. Intuye un alma gemela.

      —Intuye la posibilidad de comerse las sobras —refutó Alain, moviendo la cabeza.

      Kayla miró el plato que había en la mesita de café. Estaba reluciente, sin una miga.

      —Y la intuición no le ha fallado —apuntó con una sonrisa.

      Alain siguió su mirada y se sonrojó. Winchester había limpiado el plato y volvía a mirarlo esperanzado. «Se acabó, perro. No hay más», pensó para sí.

      —Estaba muy bueno —le dijo a Kayla, esperando que no le molestara que hubiera dado al perro los últimos restos—. ¿Tú no vas a comer?

      —Suelo picotear mientras guiso —dijo ella, levantándose del brazo del sofá—. Técnicamente, ya he desayunado. ¿Quieres café? —preguntó, agarrando el plato vacío y arqueando una ceja.

      —Por favor —contestó él casi con reverencia. Pensó que, si le ofrecía café, sería porque la cocina funcionaba. Eso implicaba que podía llamar por teléfono y pedir a alguien que fuera a recogerlo para llevarlo a casa—. ¿Ha vuelto la luz?

      Ella deseó que fuera así. Pero había probado la cocina antes de empezar a hacer el desayuno y seguía sin funcionar. Negó con la cabeza.

      —¿Cómo vas a hacer café entonces? —preguntó él, escéptico.

      —Como lo hacían los vaqueros en el campo —contestó ella alegremente. Volvió la cabeza hacia él antes de ir a la cocina a por una vieja cafetera de aluminio—. ¿Nunca has ido de acampada?

      —No —contestó él, casi a la defensiva. Tenía la sensación de que esa respuesta disminuía su masculinidad ante ella.

      —Bromeas —Kayla lo miró con incredulidad.

      —¿Por qué iba a bromear sobre algo así? —se puso aún más defensivo.

      —Por nada, supongo —encogió los hombros con indiferencia. Pensaba que todo el mundo había ido de acampada en algún momento de su vida. Sin duda lo había catalogado bien, era un urbanita total—. Sobre todo los chicos de ciudad, para alejarse de todo eso.

      —¿Con «todo eso» te refieres a la electricidad y los cuartos de baño?

      Ella no se ofendió por el tono sarcástico de su voz. Se echó a reír.

      —Mi sentido de la aventura me lleva en otras direcciones —aclaró él con expresión traviesa.

      Sus ojos se encontraron un segundo. Kayla sabía exactamente a qué se refería. Si no se equivocaba, para Alain Dulac una aventura incluía a alguien del sexo opuesto y poca ropa.

      —Apuesto a que sí —murmuró para sí, intentando apagar la oleada de calidez que sintió—. ¿Solo? —preguntó en voz alta.

      —¿Disculpa? —la miró confundido.

      —El café —aclaró Kayla—. ¿Lo tomas solo?

      —Sí —afirmó él.

      —Estará enseguida —le prometió ella. Salió de la sala seguida por los perros.

      De todos menos uno, Winchester. El pequeño pastor escayolado se quedó atrás, sentado junto al sofá como si estuviera de guardia. Ladeó la cabeza y consiguió ponerla bajo la mano de Alain.

      —No eres muy sutil, ¿verdad? —rió él.

      Empezó a acariciar al perro. Un segundo después, Winchester empezó a golpear el suelo con la pata trasera derecha. Intrigado, Alain pasó de acariciar a rascar. La pata de Winchester respondió golpeando con más fuerza, como si tuviera una mente propia.

      —Creo que tu perro está a punto de ponerse a bailar —le dijo Alain a Kayla.

      Ella volvió con la cafetera en la mano, con el asa envuelta en un trapo viejo. Le sonrió, o tal vez sonriera al perro, Alain no lo sabía con seguridad.

      —Has encontrado su punto débil.

      Alain se preguntó qué haría falta para encontrar el de ella.

      —¿Eso es bueno? —preguntó. La pata golpeaba el suelo con frenesí. Casi temía que el perro se cayera de lado.

      —Muy bueno, desde el punto de vista de Winchester —miró el morro del perro—. Creo que está sonriendo.

      —Los perros no sonríen —refutó Alain, pensando que le estaba tomando el pelo.

      —Oh, sí, claro que sí —lo dijo con tanta convicción que él empezó a creer que hablaba en serio—. Si pudiera encender el ordenador, te mostraría toda una galería de perros sonrientes —dejó dos tazones en la mesita y sirvió algo que parecía asfalto líquido. Alzó una taza y se la ofreció a Alain—. Aquí tienes. Café solo.

      Sus dedos se rozaron cuando Alain aceptó la taza. Él habría jurado que sintió una chispa de electricidad entre ellos, aunque faltara en todo el resto de la casa.

      Afuera el viento había dejado de aullar, pero la lluvia seguía golpeteando contra las ventanas como si no fuera a parar nunca.

      —¿Cuánto tiempo suele durar la lluvia aquí? —preguntó Alain, señalando la ventana con la cabeza.

      —Hasta que para —Kayla ocultó su sonrisa tras el tazón de café.

      —¿Y

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