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la suerte de vivir una época en la que la tecnología no se había apoderado de nosotros y la imaginación nos hacía alargar todo lo que podíamos las tardes de verano.

      Fútbol, baloncesto, balonmano… Nunca, nunca jamás en aquellos años, se me pasó por la cabeza que pudiera dedicarme al deporte de alto nivel. Lo que sí sabía era que me hacía feliz. La paradoja de la felicidad. Cuanto más la sentimos, menos conscientes somos de ello, y cuando nos apartamos de ella —normalmente al crecer y llenarnos de otras preocupaciones—, es cuando la queremos conseguir y más complicado se vuelve. Esa espiral eterna.

      A los once años gané mi primera carrera. La primera de muchas, pensarás. Es lo que uno cree cuando se trata de un atleta profesional, pero en un triunfo caben muchas derrotas. Como en la vida. Es la primera lección que, una vez aprendida, te hace crecer y ser fuerte. Te da la perspectiva vital imprescindible.

Quien vive en el éxito constante, se destruye con más facilidad.

      Durante aquellos años correr fue un juego, una manera de ponerme la capa de Superman y volar dentro del rol que adquiría entre los chicos, como niño que era. Muy curioso. Los años felices, los días felices, explorando un mundo sin saberlo, porque no lo sabía.

      Jugaba a correr y crecía. Era un muchacho con cuatro hermanos, en una familia en la que el deporte no se vivía en casa. Era un hogar de fumadores en el que nunca se respiró el amor por el ejercicio. Ahora me resulta más sorprendente todavía todo lo que vino después.

      Mi padre murió hace dos años y aún recuerdo que hubo un tiempo en el que le costó asimilar mi pasión por el atletismo, la entrega absoluta, sin límite en ocasiones, porque lo cierto es que en mi caso se volvió una obsesión. Cuando quiero algo soy exageradamente disciplinado porque lo quiero todo, no me vale con una parte, y eso tiene sus consecuencias. Recuerdo también que cuando llovía no me dejaba salir a entrenar. Tengo muchas anécdotas como esta que ahora rememoro con cariño. En la última etapa de su vida fue cuando más valoró todos mis esfuerzos, cuando de verdad puso en valor lo que significa ser un deportista de alto nivel, quizá cuando entendió esos años en los que yo me dediqué a entrenar, a cuidarme… Me agrada que ahora parte de la familia tenga gusto por correr. Y ni te cuento mis hijos, aunque los dejo libres. No puede ser de otra manera.

      Llegué al deporte tarde, pero de la misma forma que mis padres no lo impulsaron, tampoco lo frustraron. Esa fue la clave. Y cuando llegó mi momento, ese talento estaba íntegramente por explorar.

      Me acerqué a lo que después sería mi primer sueño por la parte académica, porque estudié INEF, y allí se me abrió un universo que me atrajo como un imán. Había una fuerza imperiosa que se hizo conmigo. Me deslumbró lo que vi; cómo se preparaban aquellos deportistas, el mundo que todavía no me pertenecía, pero que día a día tuve más claro que era el que quería para mí.

      Habían pasado siete años desde aquella primera carrera ganada. Mis amigos andaban explorando otros ambientes, tomando sus copitas, corriéndose sus juergas, alargando las noches… Mi camino era otro, aunque no tenía claro qué sería lo que vendría después.

      Según avanzaba la carrera se fueron descompensando los tiempos que dedicaba a cada cosa. Saqué la licenciatura, sí, pero cada vez empleaba más horas a entrenar y menos a los estudios. Y así empezó todo.

      Vinieron después años compitiendo como deportista de alto nivel. En ellos, e incluso antes, la vida se fue encargando de marcarme a fuego. En mi caso me fue delimitando las experiencias vitales con los números, como si los hubiera ido tejiendo por fascículos, atando los cabos a etapas muy determinadas a unas emociones y a unas experiencias que definirían claramente mi carrera y mi vida.

      Empezó todo por el once. Es el número que me hace viajar a mi infancia, a aquellos tiempos en los que correr era jugar, el despertar de los sentidos, jugar era divertirse y disfrutar del tiempo libre, que era una eternidad.

      Ya te he dicho que once fue la edad con la que gané mi primera carrera sobre asfalto y once fue con el dorsal que corrí. Quizá ahí ya se me metió dentro y muy hondo el veneno de la competición, pero todavía no lo sabía. Aún no tenía la menor idea de lo que serían sueños cumplidos y frustraciones, ni una dedicación tan exclusiva a lo que en principio comenzó de esa manera tan casual, tan innata, a ese darte cuenta de que te ponías a correr y dejabas a los demás atrás. Esa íntima diversión de verte ganador jugando.

      Era feliz de forma espontánea, natural, cuando la felicidad no necesita ser procesada porque la tienes en tus manos, de una manera lúdica, corriendo y en diferentes deportes mientras iba descubriendo, poco a poco, ese talento que latía a pesar de que le quedaba tiempo para florecer.

      Te he comentado que el cambio de mentalidad me llegó cuando empecé a estudiar INEF. Lo deportivo le ganó la partida a lo académico y la balanza se dio la vuelta. Aquello fue un flechazo. Jamás pensé que lo iba a ver con tanta claridad. Fue mi toma de contacto con el Centro de Alto Rendimiento y digamos que, de alguna manera, entró en mi vida el número veintisiete —justo el número de capítulos que tiene este libro. No podía ser de otra forma—.

      En la prueba que más he encajado ha sido en la de diez mil metros. En ella es donde he encontrado mi gran talento. Soy un corredor de veinticinco vueltas a una pista de cuatrocientos metros. Es donde más cómodo me he sentido y donde he sido capaz de mostrar todo mi potencial. Una prueba que he dominado tanto que me he convertido en el atleta de raza blanca que más veces ha bajado de los veintiocho minutos. Algo que es tremendo, dado que hoy en día casi ningún deportista español consigue esa proeza.

      Siempre me ha gustado aceptar retos, y en 2002 me propusieron echar una carrera a un autobús de la EMT —por supuesto, de la línea 27—. Y es curioso porque, aun habiendo sido campeón de Europa de diez mil, ahora soy más conocido por haber ganado a un autobús que por haber sido corredor.

      El veintisiete se convirtió en otro tatuaje de mi vida, aunque no lo llevara impreso en la piel. Este número no solo eran los minutos que transcurrían en las carreras de diez mil, sino el broche de atreverme a hacer la carrera con el autobús, de alguna manera el afán de intentar compartir mi mundo con la gente y una forma de transmitir el amor por el deporte, de intentar llevarlo a la calle y recomendarlo como modelo de vida sana.

      Mi vida continúa hasta el cuarenta y dos. Dejé de ser corredor de diez mil y me hice corredor de maratón. Cuarenta y dos kilómetros y ciento noventa y cinco metros. Curiosamente me retiré con cuarenta y dos años. ¿Y dónde me retiré o dónde se supone que me retiro? En la maratón de Nueva York. ¿Y qué dorsal me dieron? El número cuarenta y dos. ¿Y con cuántas internacionalidades me retiro? Ahí está: con cuarenta y dos.

      Mira que he sufrido unas cuantas perrerías a lo largo de mi carrera: campeonatos a los que no he ido, ocasiones en las que no he podido acudir porque estaba lesionado… ¡Y me tengo que retirar justo con cuarenta y dos internacionalidades! Así que este número se ha convertido a la fuerza en otro afín a mí.

      En la Cope, que es una emisora referente, llevo once años trabajando en un programa, Km42, y forma parte también de esas huellas que tengo en la piel. Terminó mi vida en el más alto nivel, aunque luego te contaré con más exactitud cómo, porque una cosa es lo que tú planteas y otra lo que el destino tiene reservado para ti.

      Una vez que cerré esa etapa, la más costosa de mi vida, a la que me dediqué al doscientos por cien, comprendí que detrás de esa había otras. Solo había que tener la capacidad, la ilusión y las ganas de seguir descubriéndolas. Seguir avanzando en ese proceso de aprendizaje constante que es la vida, que nos hace darnos cuenta de que, cuando nos creemos que lo tenemos todo aprendido, hay que volver a empezar. Y al revés, cuando todo acaba, hay un hilo del que tirar para comenzar de nuevo.

      Lo cierto es que soy una persona que me muevo por datos, lo cronometro absolutamente todo. Los lugares donde corro los tengo marcados a la perfección y sé dónde está el kilómetro uno, el kilómetro dos… Me pasa lo mismo en cualquier ciudad a la que voy. Tengo en mi cabeza los kilómetros que hay de distancia, el tiempo que tardo en llegar a un punto determinado. Todo lo establezco con estas coordenadas, y ante la pregunta

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