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«Hijo mío ¿qué haces?». «Estoy con este proyecto, pero no me sale…». «Baja a mi habitación con papel y lápiz». Cuando entré en su dormitorio, vi que estaba enfermo, metido en la cama. Mientras dibujaba un garabato y dos trazos verticales, dijo: «Es muy sencillo: pones la imagen en el centro y las columnas a los lados. Y nada más». Así lo hicimos y quedó muy bien. Una vez más, me convencí de que san Josemaría veía en el espacio lo que nos encargaba, antes de que lo dibujásemos. Era un gran arquitecto, aunque no tuviese el título, y esa cualidad se haría más evidente años más tarde, con motivo de la construcción de la sede definitiva del Colegio Romano de la Santa Cruz, a las afueras de Roma.

      Venía a menudo al estudio y seguía con interés nuestro trabajo. Un día, al pasar junto a mi tablero, dibujó con trazo ingenuo y gracioso varios patos en el plano sobre el que trabajaba. Le gustaban los patos porque aprenden a nadar al nacer, echándose al agua, sin más: del mismo modo, decía, nosotros debemos aprender a ser apóstoles hablando sin más de Dios a los que tenemos cerca. Guardamos ese plano, y después otros igualmente enriquecidos con sus autógrafos. Yo, en particular, fui coleccionando muchos durante aquellos meses. Un día, después de que Jesús Gazapo me insinuara que yo era un acaparador egoísta, los dejé sobre mi mesa, y naturalmente me los fueron “robando”.

      Poco después, pedimos permiso a san Josemaría para hacer una reja con figuras de patos, recreando aquellos dibujos suyos. Como yo me marché mientras se llevó a cabo aquel proyecto, tuvo el detalle de enviarme una foto de la reja, ya terminada.

      A veces teníamos tertulia con él en el Arco dei Venti, un espacio entre dos edificios, al aire libre y rematado por un arco, que debía su nombre a que por allí corría el viento. Yo solía darme prisa para llegar de los primeros y ponerme en un buen sitio. En una ocasión, según llegué le pedí que escribiera algo en mi agenda de bolsillo. Él la abrió, llamándome “majadero” por mi audacia, y en una página dibujó la cabeza de un cerdito. Se lo agradecí y me gustó el trazo: sabía que dibujaba patos y patas, pero supe entonces que también dibujaba cerdos con muy pocos trazos. Cuando estaba terminando la tertulia, me pidió de nuevo la agenda y en otra página añadió: «Jesu, Jesu, esto mihi semper Jesus. Roma, 11-VIII-1955». (Jesús, Jesús, sé para mí siempre Jesús). Mientras me devolvía la agenda, me pidió perdón y susurró: «Pobre hijo». Yo había quedado encantado con mi cerdito, pero él tal vez pensó que podía haberme ofendido, y quiso dejarme una jaculatoria, que conservo como recuerdo.

      Poco antes de las Navidades de 1955 operaron con urgencia de una úlcera de estómago a Ignacio Salord, un alumno del Colegio Romano. Inesperadamente falleció. Todos los que allí vivíamos estábamos desolados, pero ¡qué disgusto se llevó san Josemaría! Se dirigía al Señor protestando filialmente: «¿Por qué te lo has llevado? Podía haber trabajado tanto…». Después venía la aceptación rendida de la voluntad de Dios: «Hágase, cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la justísima y amabilísima Voluntad de Dios sobre todas las cosas. Amén. Amén». Vino al estudio para dictarnos un telegrama para su familia de sangre, y percibí aún más el enorme cariño que nos tenía a cada uno de sus hijos y de sus hijas.

      COSAS PEQUEÑAS POR AMOR

      EN LAS TERTULIAS CON TODOS, que eran muy frecuentes, siempre tenía algún detalle conmigo: me preguntaba algo, o me hacía un guiño, o me despeinaba si estaba cerca. Pensé que me tenía un cariño especial hasta que descubrí que los demás también recibían siempre detalles de particular afecto. Nos quería de verdad a todos y a cada uno, como si fuera el único.

      Nos enseñaba de modo gráfico que, si nos manteníamos en presencia de Dios, por ejemplo, abriríamos y cerraríamos las puertas con suavidad. Pues bien, un día estaba con él en una sala que llamábamos “Mapas”, por su decoración, cuando uno pasó y dio un portazo. Yo hice un ademán de protesta por el susto, y él me corrigió, con su mirada cariñosa y el dedo índice levantado. Sin pronunciar una sola palabra, su expresión lo decía todo: «No debemos juzgar a los demás». También me enseñó a no enfadarme por esas cosas pequeñas, sino a ser positivo, a rezar y a corregir, en su caso, a quien lo necesitase.

      Ya que hablamos de correcciones, contaré otra que me hizo san Josemaría, sin palabras y con su cariño habitual. Un día vino al estudio y me entregó su cortauñas para que me limpiase las uñas en el lavabo. Dijo una frase italiana que yo desconocía: Si chiama Pietro e torna indietro. A la semana siguiente, volvió con el cortauñas: levantando las cejas y con una sonrisa, me lo pasó de nuevo, porque mis uñas volvían a estar de luto. No dijo una sola palabra. Esa segunda vez aprendí.

      De su ejemplo aprendíamos mucho. Un día, a las nueve de la mañana, subía con él en el ascensor y me preguntó: «¿Cuántos actos de amor de Dios has hecho esta mañana?». Sin dejarme contestar, me animó a que hiciese muchos durante todo el día. Era evidente que él, a esas horas, ya le había dicho muchas veces a Dios que le amaba.

      Después del verano de 1956, san Josemaría me indicó que volviera a Madrid para que continuase la carrera. «Porque si sigues aquí −me dijo− serás albañil en vez de arquitecto». Mientras el tren se alejaba de la estación Termini, yo cantaba a pleno pulmón, solo en mi departamento: Arrivederci Roma! Tenía conciencia de haber dejado el corazón en Villa Tevere, pero un presentimiento me decía: ¡Volveré!

      TALLERES DE ARTE GRANDA

      EL INICIO DE TALLERES DE ARTE GRANDA, una fábrica de objetos para el culto divino, se remonta al siglo XIX. Fue un sacerdote piadoso, Félix Granda, con la ayuda de su hermana Cándida y de otros parientes, quien puso en marcha la empresa. Cuando san Josemaría los conoció ya era una gran empresa, con mucha gente trabajando en carpintería, orfebrería, fundición, baños electrolíticos, esmaltes, etc. Tenía también una gran sala de exposición de estatuas policromadas, altares y retablos, y un almacén de modelos de yeso de las piezas fabricadas a lo largo de los años.

      Nuestro Padre tenía amistad con los hermanos. Iba a Talleres de vez en cuando, porque guardaba allí joyas y material valioso que le iban regalando, y que servirían en el futuro para realizar vasos sagrados y sagrarios. Sobre una mesa con tapete de terciopelo negro, colocaba con Cándida las piedras que iba consiguiendo, para enriquecer alguno de los objetos que deseaba comprar. Se lo oí contar alguna vez que hablé con él sobre mi trabajo.

      En cierta ocasión, san Josemaría llevó a arreglar el cáliz que usaba habitualmente. Cándida dijo que le parecía que era de oro y él contestó que seguramente no era así, pues lo había comprado muy barato. Lo desmontaron y vieron que, en el interior, grabada con un punzón, se leía la palabra LATÓN. Esta anécdota le sirvió muchas veces a san Josemaría para sacar consecuencias sobrenaturales sobre sí mismo: quizá, con la gracia de Dios, podría a veces parecer de oro a los ojos de los demás, pero la realidad era bien distinta.

      Durante aquellos años, san Josemaría rezó con ilusión para que aquella empresa tuviera continuidad y siguiera fabricando arte sacro digno, que diera gloria de Dios. El Señor escuchó su petición y la empresa continúa hoy en pie, pese a los altibajos de un sector sin duda difícil.

      En 1956 comencé a trabajar en Talleres de Arte Granda como jefe de la sección de proyectos de la producción artística. Un día, hablando allí con Valentín, el jefe del personal, con largos años de experiencia en la fábrica, le sugerí una nueva solución en algún detalle constructivo de uno de los objetos. Me miró con admiración y dijo: «¿Sabe usted que no ha dicho ningún disparate?». Sus palabras expresan a la vez mi inexperiencia y la simpática delicadeza de mi interlocutor.

      Talleres realizó con perfección el sagrario del oratorio de Pentecostés —del Centro

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