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el cariño que derrochaba con sus hijos espirituales, y en particular el que me manifestó siempre durante los 23 años en que le traté. En una ocasión me lo dijo expresamente: «Tú irás diciendo a todo el mundo cómo os quería el Padre». En estas pocas páginas desearía mostrar su corazón enamorado, afectuoso y fuerte a la vez. Y también su amor a la libertad y su buen humor, dos características que quería dejarnos en herencia, junto con su amor a la Virgen María.

      Mi trato con él fue especialmente intenso en el estudio de arquitectos, donde trabajé durante muchos años en Roma y, fuera de Roma, en varios lugares en los que pasé con él algunos días.

      Serán sobre todo los viajes el hilo conductor de esta historia, aunque antes de subir al coche, naturalmente, tendré que dar unas pinceladas sobre mí mismo: sobre mi vida, mi carné de conducir, cómo conocí el Opus Dei, etc. Una última advertencia: las palabras que recojo de san Josemaría y de otras personas no son textuales, solo son fieles a mis flacos recuerdos.

      MI HERMANO MELLIZO Y YO

      EL 16 DE AGOSTO DE 1932, en la calle Alcalá Galiano de Madrid, frente a la casa donde en 1930 había nacido la sección femenina del Opus Dei, nacimos mi hermano mellizo y yo. Mis padres, Adolfo y Flora, ya tenían tres hijos, por lo que nosotros nos incorporamos como cuarto y quinto.

      Cuando José Ignacio y yo estábamos a punto de cumplir cuatro años estalló la guerra civil en España. El 18 de julio de 1936 mi madre y mi hermano mayor, Alberto, estaban todavía en Madrid, mientras que mi padre y los cuatro pequeños (Ana Mary, de trece años, Adolfo, de cinco, y nosotros) estábamos ya de veraneo en Deva (Guipúzcoa). Durante los tres años de guerra la familia quedó dividida. Nuestra hermana, que era piadosa y responsable, se encargó de educarnos como una verdadera madre. Cuando tiempo después se casó, tuvo solamente trece hijos.

      Estuvimos en Deva algún tiempo, hasta que pudimos atravesar la frontera de Francia. Luego nos embarcamos en dirección a Santander, en un crucero inglés lleno de refugiados. Recuerdo —quizá es mi primer recuerdo— el mareo que pasé durante el viaje, recostado debajo de un cañón. Meses después, nos trasladamos a Vitoria, donde me operaron de amígdalas. Ese debe de ser mi segundo recuerdo: caminando por la calle Dato, hecho fosfatina.

      Acabó la guerra y por fin nos reunimos en Madrid toda la familia. Vivíamos en el 5.º piso de la casa de Fernando el Santo, 25. Mi madre puso su taller de costura cerca de casa: en el Paseo de la Castellana, 9, 1.º. Creo que no he dicho que mi madre, Flora Villarreal, era modista. Bueno, tal vez modista sea una forma algo modesta de designar su profesión. Su tarjeta de visita era todavía más modesta: en ella solo ponía su nombre y la palabra “Costura”. Cosía como los ángeles y tenía un taller de alta costura en el que llegaron a trabajar unas cien personas, y al que acudían para vestirse muchas celebrities de la época. También a mi mellizo y a mí nos hacía ropa, aunque se le daba mucho mejor vestir a señoras.

      Los estudios elementales los hicimos en el colegio de Areneros, de los jesuitas. Los mellizos ocupábamos el mismo pupitre. Como mi hermano era un poco manazas para el dibujo, yo hacía rápidamente su lámina y seguidamente me entretenía haciendo la mía. El resultado era lo contrario de lo que yo esperaba: a él le daban un sobresaliente y a mí un simple aprobado.

      Carmen Consuegra, amiga de mi madre y madrina de mi hermano mellizo, nos llevó una vez a casa de un vecino suyo, hombre grueso con bigote a lo Pancho Villa, y al presentarnos dijo que yo dibujaba muy bien. Él me preguntó si era capaz de hacerle un retrato. Me dejó papel y lápiz y le hice una caricatura. Le hizo gracia y quiso saber el precio. «Un duro», le respondí sin pensarlo dos veces. Me dio las cinco pesetas (de las de entonces) sin replicar, como pensando: «Chaval, eres más caro de lo que imaginaba».

      Años después, durante los trayectos en coche con Josemaría Escrivá, yo contaba estas y otras pequeñeces de mis años mozos. Me escuchaba con atención y mantenía esos detalles en su memoria.

      Por ejemplo, en uno de nuestros viajes mencioné que una noche, durante la cena y como de costumbre, pasamos el plato para que nuestra madre nos sirviera la sopa. Inmediatamente se dio cuenta de que aquello olía a naftalina. Vino Catalina, la cocinera, que no supo explicarse aquel olor. Ante el temor de que hubiese caído en el puchero una bola de alcanfor, decidieron recoger todos los platos, pero al llegar al mío vieron que yo ya me había tomado la sopa... «¿A qué sabía la sopa, hijo mío?». «A naftalina». Gracias a Dios, digerí perfectamente, sin ningún problema. Sin embargo, el prestigio de mi paladar quedó malparado. Desde que conté a san Josemaría este suceso, ya no podía opinar si lo que estábamos comiendo era rico o no. Él me decía: «¿Qué sabrás de gustos, con tu paladar estragado?».

      Una vez íbamos los gemelos en tren con nuestro tío Aurelio, que era cheposo y se ganaba la vida tocando en una pequeña orquesta de jazz. En una estación se bajó y compró unos pasteles en la cantina, para darnos algo de merienda. Hay que decir que mi hermano era melindroso y habitualmente me ofrecía lo que ya había mordido y no le había gustado. Esta vez, en cuanto probó el pastel puso cara de asco y me lo pasó, pero yo le dije: «No lo quiero, tíralo por la ventanilla». Dicho y hecho: ante el estupor de mi tío, el pastel voló… Nuestro Padre, cuando años después se lo conté en una de las travesías, comentó, pensando en mi pobre tío: «¡Qué falta de caridad!».

      LA LEY DEL LITRO

      EN LA PRIMAVERA DE 1951, cuando tenía 18 años, fui con mi hermano Adolfo a una academia que estaba cerca de la plaza de Alonso Martínez, para aprender a conducir y preparar el examen. Nos matriculamos, nos citaron para el día siguiente y nos dieron un folleto con las instrucciones elementales del manejo del coche.

      Fuimos a la primera clase. El instructor, un madrileño muy castizo, nos estaba esperando. «¿Están preparados?», preguntó. «Sí, señor». Me puse al volante y fui ejecutando todo lo que me indicaba: «Punto muerto. Ponga en marcha. Pise el embrague. Primera. Quite el freno. Pie en el acelerador…». En pocos minutos estábamos circulando por las calles de Madrid. Adolfo, desde el asiento de atrás, observaba todo con admiración. Después fue su turno, y quedó de manifiesto que no se había preocupado de leer el folletito...

      Las frases castizas de nuestro instructor nos hacían mucha gracia. Un día intenté sortear una piedra que había en medio de la calzada pero la pillé de lleno. «¡Menuda puntería!», comentó. Otra vez, soné el claxon para advertir a una señora que cruzaba la calle del peligro que corría. «Al peatón no se le concede nada», sentenció.

      Aprobé el examen y me dieron el carné. Estaba fechado el 10 de julio de 1951. Muy poco después, en el Hillman Commer de mi padre, llevé de paseo a mi madre y a algún hermano a la Sierra de Guadarrama. A la vuelta, en la bajada del Puerto de los Leones, concretamente en la Recta Madrid, de notable pendiente, puse en práctica el doble embrague. Se asustaron mucho con el ruido de reducción de las marchas a gran velocidad. Al final de la cuesta me hicieron parar, y mi madre dijo que aquello había sido una imprudencia y que se lo contaría a mi padre. Pero mi padre, en esta ocasión, tomó partido por mí: «Eso del doble embrague es de maestros», dijo.

      Mi hermano José Ignacio y yo salimos otro día con nuestra madre en el coche. Poco después, el coche se paró. «¿Qué pasa?», preguntó alarmada. Nos habíamos quedado sin gasolina. «Os daría una bofetada». Se cumplía lo que solía decir mi padre: «Usáis el coche como si fuese una bicicleta: nunca ponéis gasolina, ni miráis la presión de las ruedas, ni el nivel del aceite…».

      San Josemaría decía que sus hijos jóvenes, no muy previsores y siempre escasos de dinero, solían manejar los coches de acuerdo con la “ley del litro”: usan los coches con poca gasolina y conducen apurados hasta el surtidor más próximo. Cuando les preguntan «¿cuánto ponemos?», responden «un litro», porque no llevan dinero para más.

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