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añadida de descubrir si Ida Mae seguía llevando tupé. ¿Cuánta laca era necesaria para conseguir levantarse el pelo de aquella manera? Kari sabía que Ida Mae sólo iba a la peluquería una vez a la semana, pero su peinado se mantenía intacto como el primer día. Sonriendo ante el recuerdo del peinado de Ida Mae, Kari abrió la puerta y entró. Se detuvo, esperando los gritos de bienvenida y los abrazos.

      No pasó nada.

      Kari frunció el ceño. Miró a su alrededor. Ida Mae estaba en su lugar habitual como cajera, el primer mostrador de la izquierda. Pero la mujer no estaba hablando. Ni siquiera sonreía. Tenía sus pequeños ojos muy abiertos, llenos de pánico, e hizo un extraño gesto con la mano.

      Antes de que Kari pudiera descubrir lo que significaba, algo duro y frío se apretó contra su mejilla.

      —Vaya, mirad esto. Tenemos otra cliente, chicos. Al menos, ésta es joven y guapa. Lo que se dice un bollito.

      Kari se quedó helada. En la calle hacía casi cuarenta grados, pero allí dentro la temperatura parecía bajo cero.

      Muy despacio, se giró hacia el hombre que sostenía una pistola. Era bajito y llevaba un pasamontañas. ¿Qué diablos estaba pasando?

      —Estamos robando el banco —informó el hombre, como si le hubiera leído el pensamiento.

      Kari se sorprendió ante la osadía de aquel hombre, hasta que se dio cuenta de que había tres ladrones más. Dos de ellos mantenían a los clientes y a casi todos los empleados juntos en un extremo del banco, mientras que el otro estaba al otro lado del mostrador, guardando en una bolsa el dinero que Ida Mae le daba.

      —Vamos, deja el bolso en el suelo —dijo el hombre que sostenía la pistola—. Luego comienza a caminar hacia donde están las otras mujeres. Haz lo que te digo y nadie saldrá herido.

      —Uh, yo… no llevo bolso —consiguió articular Kari, que había ido al banco llevando sólo el cheque y su permiso de conducir. Ambos estaban en el bolsillo de atrás de su pantalón.

      —Eso parece. Pues ve hacia allá —replicó el atracador.

      No podía estar pasando, se dijo Kari, mientras caminaba hacia el grupo de clientes amontonados en la otra punta del banco.

      Estaba a punto de llegar hasta ellos cuando la puerta trasera del banco se abrió.

      —Vaya, diablos —dijo una voz—. Creo que alguien va mal de tiempo aquí. ¿Seré yo o vosotros?

      Varias mujeres gritaron. Uno de los enmascarados agarró a una anciana y le apretó la pistola en la cabeza:

      —Ni un paso más —gritó—. Quieto o la vieja muere.

      Keri no tuvo tiempo de reaccionar. El hombre que la había apuntado al principio la agarró del brazo. De nuevo, la apuntó con la pistola. Y la sostuvo del cuello con un brazo que parecía de acero.

      —Me parece que tenemos un problema —aseguró el pistolero que sostenía a Kari—. Sheriff, es mejor que retrocedas muy despacio y nadie saldrá herido.

      El sheriff lanzó un largo suspiro:

      —Me gustaría poder hacer eso. Pero no puedo. ¿Quieres saber por qué?

      Kari sintió como si la hubieran sumergido en un universo alternativo. Aquello no podía estar sucediendo. Estaba aterrorizada y, de pronto, Gage Reynolds, volvía a cruzarse en su camino. Justo en medio de aquella locura.

      Hacía ocho años, había sido un joven oficial, alto y atractivo con su uniforme color caqui. Aún era tan atractivo como para hacer pecar a un ángel. Además, por la insignia que llevaba en su camisa, parecía haberse convertido en sheriff. Pero, para pertenecer a las fuerzas del orden, no parecía muy interesado en el robo que estaba teniendo lugar delante de sus narices.

      Gage se quitó el sombrero lleno de polvo y lo sacudió contra su muslo. Su cabello oscuro estaba brillante, igual que sus ojos.

      —No me obligues a matarla —advirtió el pistolero, con tono bajo.

      —¿Sabes a quién tienes ahí, hijo? —preguntó Gage, como si no se hubiera dado cuenta de lo que estaba sucediendo en el banco—. Ésa es Kari Asbury.

      —Atrás, sheriff.

      El atracador presionó la pistola con más fuerza en la mejilla de Kari y ella hizo una mueca de dolor. Gage pareció no darse cuenta.

      —Ella es la que se escapó.

      Kari podía oler el sudor del atracador. Adivinó que el hombre no había planeado tener que enfrentarse a las fuerzas del orden y aquel imprevisto no era nada halagueño. ¿En qué diablos estaba pensando Gage?

      —Así es —continuó el sheriff, dejando su sombrero en una mesa—. Hace ocho años, esa hermosa señorita me dejó plantado en el altar.

      A pesar de tener una pistola en la mejilla, Kari hizo un gesto de indignación:

      —Yo no te dejé plantado en el altar. Ni siquiera estábamos prometidos.

      —Quizá. Pero sabías que iba a pedírtelo y huiste. Es casi lo mismo. ¿No crees? —preguntó Gage, mirando al atracador.

      —Si no le habías pedido en matrimonio, entonces no te dejó en el altar —contestó el pistolero tras unos segundos.

      —Es cierto. Pero me eligió para acompañarla a su fiesta de graduación.

      Kari no podía creerlo. Exceptuando el funeral de su abuela hacía siete años, no había visto a Gage desde su graduación en el instituto. Sabía que Possum Landing era un lugar pequeño y que podían encontrarse, pero no había esperado que fuera de aquella manera.

      —No fue tan sencillo —explicó ella, incapaz de creer que le estaba obligando a defenderse delante de un atracador.

      —¿Te fuiste del pueblo sin avisar, si o no? No dejaste nada más que una nota, Kari. Jugaste con mi corazón como si fuera una pelota de fútbol.

      —Eso no estuvo bien —comentó el atracador, mirándola.

      —Tenía sólo dieciocho años, ¿de acuerdo? Me disculpé en la nota.

      —Nunca me he recuperado —afirmó Gage, con expresión de dolor. Buscó dentro del bolsillo de su camisa y sacó un paquete de chicles—. Delante de ti tienes a un hombre destrozado.

      Kari no sabía cuál era el juego de Gage, pero deseó que lo jugara con cualquier otra persona.

      Su confusión se transformó en una sentimiento de ultraje cuando Gage tomó un chicle para él y ofreció el paquete al atracador. Lo próximo que haría sería irse a tomar una cerveza con él.

      Gage observó la rabia que encendía los ojos de Kari. Si pudiera lanzar fuego, él estaría ardiendo como un muñeco de madera. En otras circunstancias, aquello le habría preocupado, pero no en ese momento.

      El atracador negó con un movimiento de la pistola. Pero lo importante había sido el gesto. Gage había establecido una conexión con el pistolero.

      —Se escapó a Nueva York —prosiguió Gage, metiéndose de nuevo el paquete de chicles en el bolsillo—. Quería ser modelo.

      El atracador observó a Kari:

      —Es guapa. Pero si está aquí es porque no consiguió triunfar.

      —Supongo que no. Tanto dolor y sufrimiento para nada —replicó Gage y suspiró.

      Kari se puso tensa, pero no dijo nada. Gage necesitaba que ella cooperara unos segundos más. Sus instintos lo apremiaban para que la liberara del pistolero, pero se obligó a relajarse y mantener la concentración. Había más personas que proteger además de Kari. Entre empleados del banco y clientes, había más de quince personas inocentes allí dentro. Quince personas sin preparación y cuatro tipos con pistolas. No le gustaban los hechos.

      Utilizando su visión periférica, Gage comprobó los progresos del equipo

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