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hablar –dijo ella con frialdad.

      Él asintió. Tenía razón. El sexo ya los había distraído del asunto antes.

      –Anna, tú te criaste en este apartamento –suspiró–. Hemos pasado toda nuestra vida de casados aquí. Hemos criado a nuestros tres bebés aquí y ahora nos estamos quedando sin espacio.

      Sus palabras contenían una helada finalidad, como si aquella parcela de su vida se hubiera acabado y Anna sintió un escalofrío de aprensión por la espina dorsal. Tragó saliva para pasar el nudo que tenía en la garganta.

      –Estoy escuchándote, Todd.

      –Eso está bien.

      Las lágrimas empezaron a asomarle a los ojos.

      –Y tú estás admitiendo por primera vez lo que los dos ya sabíamos: que te atrapé en el matrimonio al quedarme embarazada. Si nunca me hubieras conocido, no te hubieras encontrado en esta «terrible» situación y hubieras podido seguir adelante y casarte con tu amada Elisabeta.

      Los ojos grises se entrecerraron como dos cuchillas de acero.

      –Por favor, no digas cosas de las que puedas arrepentirte después, Anna.

      –En ese caso, será mejor que no diga nada de nada.

      Todd abrió los labios para replicar, pero el sonoro timbre de la puerta anunció la llegada de las trillizas y decidió abandonar la discusión. De momento.

      Cuando Anna iba a pasar por delante de él, hizo un intento conciliador de tomarla en sus brazos, pero ella se apartó todavía dolida por las implicaciones de lo que acababa de decirle.

      –Sólo piensa en todo lo que te he dicho, Anna –dijo mientras el volumen del timbre iba en aumento–. Eso es lo único que te pido. ¿Lo harás por mí?

      Puesto así, ¿cómo podía negarse?

      Anna se atrevió a echar un rápido vistazo al espejo al pasar. ¡Estaba absolutamente horrible! Tenía el pelo revuelto y las mejillas sonrosadas. ¡Y ahora se daba cuenta de que se había puesto los pantalones al revés! Aunque no era probable que las niñas lo notaran. Agarró la goma y se recogió la coleta.

      Todd abrió la puerta principal y apareció un torbellino de uniformes verdes y rizos rubios flotantes cuando las niñas entraron y empezaron a hablar con excitación todas a la vez como habían hecho siempre desde que habían aprendido a hablar.

      –Mami, Hannah Phipps, la que escribe esos libros de caballos, va a visitar nuestro colegio después de Navidad y yo le voy a regalar un ramo de flores.

      –Mami, me han dado el papel de la bruja malvada para la obra de teatro del verano y tengo que darte una lista de lo que necesito para el disfraz… ¡Pero la he perdido!

      –Mami, hice un trabajo de latín extra, sólo por diversión y estaba todo bien y la señora McFadden está muy contenta conmigo.

      –¡Eso es triste!

      –No es triste. La señora McFadden dice que probablemente conseguiré la beca.

      La boca de Anna se suavizó de orgullo amoroso al mirar a sus tres hijas idénticas de aspecto, pero tan diferentes de carácter. Habían heredado su piel pálida y pecosa y sus ojos de color azul cobalto, pero mientras que el pelo de Anna era liso, el de ellas era una masa de rizos incontrolables. Eran altas para su edad y tenían un cuerpo atlético como el de Todd.

      –¡Hola, preciosas! –se iluminó al abrazar a cada una con fuerza por turno–. ¡Qué listas son mis niñas!

      Natalia, Natasha y Valentina eran conocidas como Tally, Tasha y Tina. Tally y Tasha habían nacido al terminar el día trece de febrero, pero su hermana no se había unido a ellas hasta dos minutos después de media noche del día de San Valentín. Así que no le habían bautizado como Nerissa, el nombre que querían sus abuelos, pero todo el mundo que la conocía había decidido que Tina le iba mejor a su personalidad cariñosa de lo que le hubiera ido Nerissa.

      –Papi, ¿Por qué has vuelto de trabajar tan pronto? –preguntó Tasha con curiosidad, sus inteligentes ojos deslizándose con interés de su padre a su madre.

      –Digamos que he tomado la tarde libre –explicó vagamente Todd.

      Anna hizo un esfuerzo por no sonreír y el enfado se le desvaneció por completo. Raramente, por no decir nunca, había visto a su marido sin palabras.

      –Ah, ya entiendo. ¿Y por qué tienes la camisa al revés? –preguntó Tasha con inocencia.

      –Eh… zumo y galletas para tres chicas agotadas de trabajar, ¿de acuerdo?

      –¡Oh, sí, por favor, papá! –gritaron las tres al unísono.

      –¿Y para ti cariño? –le preguntó a Anna.

      Sus ojos se encontraron por encima de las tres cabezas rubias y la inconfundible determinación en la mirada de su marido le hizo a Anna temer que aquella conversación continuaría.

      –Té, por favor –dijo con calma agradecida de ganar tiempo.

      Todd se fue a la cocina mientras Anna acompañaba a sus hijas a la parte trasera y veía los regalos que le traían de sus clases de arte.

      Y aunque se esforzó por no pensar en él, sus propias palabras la acosaban al comprender que por primera vez en su vida había tenido el valor de decir la verdad durante aquella disputa con Todd.

      Nunca había pretendido hacerlo, pero los hechos eran los hechos y sí, había atrapado a Todd Travers en un matrimonio que él nunca había planeado…

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