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hay algunos recursos… y sin duda habría que añadir algunos más).

      Esa herencia banal comunica, sin duda alguna, con la caracterización del amor como voluntad, de la que he hablado en mi anterior respuesta. El amor en general –si no trasmutado en “amor intelectual”, lo cual siempre viene a ser quizá lo mismo que subordinar el amor a una comprensión o a un saber– siempre está, sin duda, demasiado vinculado, para la filosofía, con la pasión, la pasividad, el abandono. Por eso también se deja aproximar mejor como amor de Dios (esta vez en el único sentido del genitivo objetivo) mismo, más o menos entendido como amor intelectual. En Dios amo precisamente mi comprensión de su ininteligibilidad. O mi incomprensión de su suprema inteligibilidad. A este respecto, el amor al prójimo siempre corre el peligro, para los filósofos, de caer totalmente fuera de cualquier orden de inteligibilidad. Esto vale, por poner un ejemplo aquí, no indiferente, para Hannah Arendt al desconfiar del carácter fusional del amor cristiano y de la fraternidad crística representada como la unión de un cuerpo.

      Heidegger, por lo tanto, no innova a ese respecto. Lo cual no impide que la Gemeinschaft de la que habla, no por no ser un cuerpo, deje de ser menos fusional a su manera, y no solo no claudica en modo alguno frente a la representación orgánica, sino que quizás extrapola su virtualidad unitaria.

      Evidentemente, la llamada al amor cristiano nunca ha producido en el plano político –entendido en el sentido más amplio– nada que no sea, en el mejor de los casos, buenas obras, siempre de naturaleza privada y, en el peor, una manipulación interesada de los intereses de unas capas o de unas clases sociales bien determinadas. Eso no es sino demasiado conocido. Queda, no obstante, una especie de testimonio, contemporáneo de Heidegger, que quiero mencionar. El de Freud. No más cristiano, sí me atrevo a decir, que Heidegger, pero judío, y no solamente “judío de saber”, diría yo en referencia a Milner. Freud declaró en El malestar en la cultura que, frente a la violencia moderna, el amor cristiano es “la medida de defensa más fuerte contra la agresividad”. Ciertamente, se trata también de un mandamiento imposible de seguir y se revela como un procedimiento desastroso –“anti-psíquico”– del Superyo colectivo. Me parece que hay que retener ese testimonio, bastante inesperado.

      En efecto, no resulta indiferente que Freud, que fecha ese imperativo como “el más reciente” producido por el Superyo, tenga en mente ese cara a cara entre una violencia que se ha tornado inconmensurable con respecto a todas las anteriores (aunque estamos tan solo recién terminada la primera de las guerras, así llamadas, mundiales…) y una exigencia ética inconmensurable con respecto a las disposiciones humanas. Eso significa, en el espíritu de Freud, que ahí se da una aporía de la que no ve cómo escapar.

      Me gustaría remitir esta aporía al momento de su nacimiento. ¿Acaso ese momento no es aquel en el que precisamente comienza a tornarse posible una violencia en un principio no técnicamente desmedida, pero sí –lo cual es más importante– desenfrenada, de las pertenencias y de las estructuras de identificación comunes que estaban desmoronándose profundamente en el mundo romano? ¿Acaso ese momento no es también lo que Marx denominó un “pre-capitalismo” en el que la riqueza se libera (querríamos decir “se sacude”) de sus funciones sagradas, ostentosas y atesoradoras para convertirse en instrumento y finalidad de un poder ajeno a lo sagrado? ¿Acaso el judeo-cristianismo no porta, en su centro, una condena de la riqueza, en lo cual, por lo demás, le ha precedido la filosofía?

      La condena moral de la riqueza y la llamada al amor de todos no dejan de tener relación entre sí, y también con la separación entre poder terrenal y poder celestial, la cual implica una diferencia respecto a la violencia respectiva de los dos poderes.

      Con Heidegger, todo sucedería como si hubiese en cierto modo que ir en el mismo sentido –en conformidad por lo demás, en lo esencial, con toda la tradición filosófica (a condición de no detenerse demasiado en el asunto de la riqueza) pero sin retener nada del amor al prójimo. Pero ¿acaso ese amor no es, en resumidas cuentas, la respuesta a la liberación de todas las estructuras de pertenencia (siempre sagradas, políticas y económicas al mismo tiempo) y al advenimiento, tendencialmente fuera de cualquier “pueblo”, de los individuos a la vez aislados e indistintos y, por eso mismo, expuestos a una violencia nueva, de igual manera que son designados, al mismo tiempo, como sujetos de un derecho que, de entrada y por principio, no está encargado de concederles más valor (más sentido) que precisamente el de sujeto de derecho (sui juris)?

      ¿Qué requiere el amor cristiano sino considerar un valor (un sentido) ni económico ni jurídico de cada cual? En cuanto miembro del cuerpo divino, ciertamente, pero ese cuerpo no es un cuerpo orgánico. Es un cuerpo místico, lo cual significa que sus miembros no son miembros, sino que cada uno tiene una autonomía plena. Incluso la doctrina católica más oficial lo afirma. Es, por el contrario, de un desconocimiento del “espíritu del cristianismo” (si puede decirse) de donde ha procedido quizás el poner en cuarentena el “amor cristiano”. No se trataría sino de un fenómeno local dentro de un inmenso auto-desconomiento –doblado de una autodeconstrucción– del cristianismo, es decir de Occidente. A pesar de todo, somos la única civilización (o cultura), por una parte, que se ha mundializado y, por otra parte, la única también que se detesta y se condena. Heidegger es quizás el crisol más significativo de esa doble alquimia.

      Si desconoce el cristianismo, que conoce muy bien, es en la medida en que de entrada aparta de este la cuestión o el sentido del “prójimo”: este no es para nada alguien próximo que sustituye a los del clan, del pueblo, etc., es aquel cuya proximidad procede del amor y no lo precede. La proximidad que precede es la del clan, de la pertenencia; la que sucede, si puede decirse, es la que hay que inventar, suscitar, incluso crear. Heidegger comprende muy bien cómo el cuidado-para el otro ha de aproximar al otro a su existencia más propia: pero no ve que eso solo es posible a partir de una proximidad que hay que inventar entre el otro y yo.

      A partir de ahí, ya no puedo hablar más de Heidegger, o solo puedo hacerlo en una dirección que, como entreveo, no puede conducir sino a poner en tela de juicio la “cuestión del ser” misma, ¡quizá!

      Voy a intentar decirte, en pocas palabras, cómo. Esa proximidad solo tiene sentido como una paleonimia (según el término de Derrida) de la proximidad de aquellos que están próximos en régimen de pertenencia: los próximos de la tribu, por contentarnos con una sola palabra. El judaísmo, como se sabe, gira en torno a eso: de la tribu –de las doce tribus (esa multiplicidad interna no resulta indiferente)– a una diáspora en la cual tanto Israel en cuanto conjunto como las tribus en cuanto tales encuentran otra condición de existencia: en algunos casos, la pertenencia puede perderse o transformarse (de nuevo Derrida, “pertenencia sin pertenencia”, pero también Freud y tantos otros) y, en otros casos, Israel y/o una determinada tribu vive en medio de otros conjuntos (que, por añadidura, los persiguen, pero ese es otro capítulo) con los que se dan muchas relaciones de todo tipo. Una de las transformaciones –la más señalada– produce un Israel distinto y nuevo, que se denomina cristiano y que se constituye componiéndose el intelecto a la griega y la gestión a la romana.

      Todo el ámbito de la existencia profana se autonomiza –sociedad, economía, derecho, autoridad, poder, técnicas, cultura. La tribu sagrada solo es una esfera en el seno del conjunto profano. Eso cambia todo el régimen de la proximidad. En realidad, hay que inventar otra proximidad: se intentará hacerlo con todo tipo de vínculos, con frecuencia de tipo sagrado, por supuesto, pero, pronto resultará evidente, que éstos tan solo imitan lo sagrado. Después se inventará al “hombre”, con sus “derechos” y con todas sus capacidades de saber y de poder autónomas. La razón, puesto que se le dará ese nombre, produce comunicación, ciertamente, pero no proximidad si esta requiere calor…

      Y ya llegamos a ello: el amor cristiano trataba de suscitar un calor que el mundo romano notaba que se había perdido. Heidegger –de hecho, ya vuelvo a él–, mejor que cualquier otro, sintió –nunca mejor dicho– la exigencia del afecto (del sentimiento, de la Stimmung). Pero su sentimiento primordial es la angustia o el pavor (Entstehen en los Beiträge) puesto que se trata ante todo de la nada frente a la cual existimos. ¿Y si existiésemos también frente a otros existentes…?

      Entonces quizás entenderíamos que hay otro afecto primordial,

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