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en posición de cigüeña, o sea, con una pierna de apoyo, la otra f lexionada para rascarme los picores del pantalón, y el cuello todo estirado para verlo mejor. Novio con traje negro y, en lugar de corbata, una especie de corbatín corto, zapatos negros nuevos acharolados de los que resuenan al caminar, rígidos y que solo se usan ese día especial; y, en la solapa, un adorno con una f lorecita blanca; cabeza repeinada y cara de tonto a más no poder, aunque se hablaba de las muchas tierras que poseía, lo cual hacía que todos lo mirasen bien. Por otro lado, la novia deslumbrante, «de buenas hechuras», según el señor del puro, con un vestido vaporoso y voluminoso «blanco roto», decían las señoras, aunque por mucho que miraba no le vi al traje rasgaduras ni sietes; sobre la cabeza y colgando hacia atrás, un velo inmenso como una colif lor con la estela del cometa Halley, que permitía ver su sonrisa y poco más.

      —¡Qué valor! ¡Y viene de blanco!, ¡con lo que lleva en lo alto esta escopeta! —dijo indignada la vieja bruja malencarada vestida de negro y con una medallita de oro del Corazón de Jesús como único (y paradójico) adorno.

      No entendí por qué el color del traje de la novia no podía ser blanco o por qué tendría que portar una escopeta: eran otros de tantos misterios de los mayores que me mantenían en la nebulosa de mi ignorancia. Los padres de la novia, muy sonrientes, saludaban a todo el mundo; ella, con sonrisa encantadora, y él, con chanzas y carcajadas. Los padres del novio, más discretos, se limitaron a ser saludados y a recibir enhorabuenas, y se apreciaban más risas en quienes les saludaban que en ellos.

      Pasaron los novios a mi lado, dejando él un rastro a Varón Dandy y ella, a otra cosa más almizclera que no pude clasificar en mi breve catálogo de colonias, perfumes y sustancias olorosas. Entraron en la iglesia entre los murmullos y voces del personal, y todos detrás a coger sitio. Al entrar, ya estaba la vieja de Blancanieves puesta en el primer banco; el párroco la invitó gentilmente a irse a otro banco, pues el primero estaba reservado a los familiares de los contrayentes, y se fue no sin antes protestar por tener que dejar su sitio de todos los días y que le venía mejor para comulgar. Se vino para atrás y justamente a mi lado fue a parar aquella mala visión.

      —¡Deja sitio, niño! —Me dijo con voz reseca, desagradable y aliento de ajos mal conjurados. Sus ropas olían a otro aroma aún más rancio entre humo, sardinas y sudor del paleolítico. Estaba refunfuñando todo el tiempo: que si el cura era un rojo, que si la novia de blanco, y otras apreciaciones negativas; pensé que aquella señora tenía manía a los colores o algo así. Durante la misa, me reprendió como diez veces porque me rascaba en la entrepierna, por causa del pantalón, que ya me estaba pareciendo, más que molón, un incordio—. ¡Sinvergüenza, deja de tocarte los cojones! ¿Eso os enseñan en la escuela? ¿Es que no dais la dotrina4?

      De inmediato, un tortazo se vino, no a posar, sino a explotar en mi cogote, proveniente de mi padre, que me miró con hostil expresión. A mi espalda, risas en voz baja de dos niñas repelentes con faldita rosa, que habían presenciado la escena para mayor desgracia mía. Las risas f lojas siguieron de modo reiterativo y persistente hasta el final de la misa y a mí maldita la gracia que me hacían. Una de las niñitas lo vio todo con un solo ojo, pues tenía gafas redondas y una de las lentes, blanca y opaca: le faltaría un ojo o algo así, pero el otro ojo lo vio todo. Yo las miraba de medio lado de vez en cuando y era como si les hiciera cosquillas, porque volvían a su hilaridad y yo me ponía colorado.

      De repente, todos de pie: había llegado el momento cumbre de la celebración. Cesaron hasta las risas de las dos repílforas5 que tenía detrás. El sacerdote invitó a manifestar su consentimiento a los contrayentes y el novio lo hizo con voz temblorosa y tenue; ella, con gran alegría y seguridad, dijo el sí, quiero. Luego, el emocionante acto de la entrega de alianzas: yo miraba con ojos como platos todo aquel rito y pompa que nunca había presenciado.

      —Re-recibe esta alianza en… señal de mi amor y fi-fidelidad a-a ti —dijo el contrayente nervioso, sin duda embargado por la emoción del momento.

      Mi vecina de oscuro hizo su comentario, apenas audible, pero sí oloroso por el pestazo a ajo que dejaba en el aire:

      —¡Tontilán, pasmao’! ¿Adónde vas a poner la era?6

      Y, de inmediato, la respuesta de la novia, más acelerada que segura:

      —Recibe esta alianza en señal de mi amor y felici… ¡Ja, ja, ja, ja, ja! Fidelidad a ti —respondió la novia riéndose de su propio lapsus, traicionada tal vez por su subconsciente.

      Murmullo creciente en la iglesia: la vieja bruja de negro masculló al momento su apostilla con otro atentado por halitosis:

      —¡Encima se ríe la tía asquerosa! ¡Ya puedes estar contenta, ya, buscanovios! ¡Qué falta de respeto, en la casa del Señor! ¿Qué va a ser esto cuando muera el Caudillo?

      La misa iba tocando a su fin con una cola interminable para comulgar. La bruja de Blancanieves, a pesar de haber sido desplazada al ostracismo de la fila trasera en que yo me hallaba, se valió de maña para ser la primera en «recibir al Señor», como ella decía. Para cuando volvió a recitar sus letanías desgastadas y sazonadas de ajos vetustos, yo ya estaba agarrando la puerta, pues me apetecía más ver la salida de los novios que seguir viendo y oliendo aquello. Todos gritaban y vitoreaban; había lluvia de arroz y también de maíz y garbanzos expelidos por algún invitado más palustre. Besos, abrazos, enhorabuenas y alegría eran la tónica general; como si todos celebrasen la desaparición de la vieja funesta, a quien no volví a ver más y que se iría a su casa después de la misa, a buen seguro, por no estar conforme con los colores del traje de la novia.

      Siguiendo a los novios, todos fuimos caminando en procesión al Restaurante Casa Camacho, que se haya cercano a la parroquia de la Asunción. Al llegar, me asomé al bar, lleno de humo, de señores en la barra y con dos camareros moviéndose febrilmente tras ella; voces, cervezas, risas, vino, pinchos de tortilla, cigarros. Mi padre se unió a la parroquia de la barra con grandes voces y mi madre se quedó fuera charlando con otras señoras de similar tipo y calidad. En vista de que pedir allí dentro una Fanta era cosa de ciencia ficción, me fui a la calle, al sol. Pensé que, a diferencia de los cumpleaños, allí no se sentaban los invitados a la mesa y te daban unas patatas fritas, sino que solo comían y bebían los señores mientras los demás esperaban fuera. La verdad, prefería los cumpleaños.

      Estaba en la calle aburrido cuando se me plantaron delante las dos niñas de la falda rosa. Viéndolas ahora de frente, reparé en que una tenía en un brazo una calcomanía de Heidi, y la otra, una de Niebla. Los vestidos eran iguales, por lo que pensé que serían hermanas o algo así. La de un solo ojo se dirigió a mí:

      —¿Y por qué te han pegado? ¡Anda que no ha sonado bien la torta! Ha picado, ¿eh?

      —¿Tú eres idiota o solo tuerta? —le respondí con muy mal estilo, entrando al trapo como un toro de buen trapío.

      —¡Mamá, mamá! —Salieron las dos corriendo hacia el grupo de señoras en el que estaba mi madre—. ¡Ese niño malo me ha llamado idiota y tuerta!

      —¡Y no le hemos hecho nada! —testificó en su favor la hermanita de dos ojos.

      La madre me miró con mirada de fusilamiento y la mía, con cara de ahorcamiento al amanecer. Al momento, vino hacia mí y me dio un guantazo, además de voces y amenazas diversas. Aquellas dos malhadadas niñas, detrás y en su barrera, presenciaban con cara de satisfacción la ejecución de aquella suerte taurina.

      —¡Déjalo, déjalo! —decía la mamaíta de las dos pequeñas felonas con boca de media risa—. ¡Son cosas de niños!

      Pensaba para mí que estar todo el día recibiendo mamporros e insultos era cosa de niños, pero no de algunas niñas que lo merecerían por triplicado, y empecé a soñar despierto, con saña, en una escena muy edificante: aquellas dos criaturas recibiendo escobazos en el culo a discreción. Estaba en aquellos amenos pensamientos cuando me devolvió a la realidad una voz de alguien que, al parecer, tenía mucha hambre.

      —¡A cenar! ¡Ya era hora, coño!

      Un

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