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ni se juega ni se canta ni se ríe.

      —¡Y en cuanto acabes, a la cama! —Fue lo único que me dijo.

      Me fui a la cama y, debajo de las sábanas, estuve aún un buen rato riéndome a mi aire con el recuerdo de la manta, el enano Fernandopón y los huevos.

      Unos días después, yo daba vueltas aburrido por la casa, cosa natural cuando solo tienes dos juguetes y uno de ellos es un coche roto y el otro un balón desinf lado. De repente, reparé en algo nuevo en mi escenario habitual: vi encima del taquillón del pasillo un pequeño sobre, haciendo compañía a un cenicero de cristal de esos que nunca usa el fumador habitual del lugar (o sea, mi padre) y a una estatuilla de porcelana que representaba a una japonesita en kimono, cuya cabeza estaba pegada al resto con cola, ya que había sufrido una caída inducida por un manotazo del que esto narra. Apoyado en esa chica oriental (que en lo tocante a su nacionalidad y vecindario nunca hice averiguación más profunda), se hallaba el sobre en cuestión, que era como los del correo: blanco, pero más pequeño; y no tenía adherido el sempiterno sello azul de Franco de tres pesetas. Sin embargo, sí venían en él las señas de su destinatario: ponía «D. Jose Gutierre y familia» así, sin acentos, y lo de Gutierre sin la zeta final; todo escrito en letra temblorosa y de gran formato. Dentro del sobre se adivinaba un papel y tenía la solapa abierta. Movido más por el aburrimiento que por el afán de leer cosas de los mayores y, ¿por qué no?, también por la legitimidad que me daba el hecho de que estuviese dirigida la carta a los familiares (incluido yo) de mi padre, aunque fuese un Gutierre en vez de un Gutiérrez; abrí el sobre y me encontré con un documento de bella factura. En papel verjurado de color envejecido, con contornos irregulares y con formato díptico, se presentaba ante mí a la izquierda la imagen de dos palomitos nacarados en romántica pose de confidencia con fondo de atardecer y a la derecha, un texto en letra cursiva inglesa del siguiente tenor:

       Las familias Gómez Márquez y Ayuso Martín tienen el gusto de invitarles al enlace de sus hijos Pedro y Natividad, que se verificará, D. m., el próximo día 29 de marzo de 1975 a las seis de la tarde en la Iglesia de la Asunción. A continuación, se servirá la cena en el Restaurante Casa Camacho. Se ruega que confirmen su asistencia.

      «¡Así que lo que va a ocurrir el día 29 y que ha cabreado tanto a mi padre es que nos han invitado a una boda! —pensé—. ¿Cómo puede ser? Pero ¡si una boda debe ser como una fiesta, doble mejor que un cumpleaños, por lo menos! ¿Por qué tiene que salir mi padre con un turbante corriendo detrás del enano Fernandopón ese? ¡No entiendo nada!». Andaba yo en esas elucubraciones sin aparente salida lógica cuando apareció mi padre por la puerta de casa y, al verme con el sobre de la invitación en la mano, me dio una cálida recomendación:

      —¡¡Deja ese sobre ahí, tontaina, que no es para ti!! —Yo le contesté que sí, porque ponía en el sobre «familia». Su réplica a la mía fue más sonora: un cogotón, que vino unido a la siguiente glosa aclaratoria—. ¡¡Se refiere a tu madre, atontao’!! ¡¡Es lo que me faltaba, tener que llevar a estos tres y pagar el triple de regalo!!

      Sin más turno de intervenciones, al menos por mi parte, me fui pensativo al oráculo cocineril de mi madre, que siempre tenía más aptitudes para el diálogo, y con la venia le pregunté algo que me parecía rarísimo.

      —¡Mamá, mamá! ¿Cómo es eso que para ir a una fiesta de una boda hay que pagar mucho dinero? Cuando yo voy a un cumpleaños no me pide dinero el niño que hace la fiesta ni su madre.

      —Pues porque en las bodas la costumbre es que cada invitado pague su cubierto.

      —¿Cómo es eso? —volví a preguntar—. ¿Cada uno tiene que comprarse un tenedor y una cuchara? —Mi madre se rio de mi conclusión y me explicó que se pagaba la comida que te comías o eso entendí yo. Protesté—. Pero ¡yo quiero ir y papá no me deja porque no quiere pagar mi comida! ¿Y si rompo mi hucha y la pago con lo que haya dentro?

      A fuerza de insistir, convencí a mi madre para que me llevaran a aquella fiesta más estupenda que un cumpleaños, que no imaginaba ni cómo sería de divertida.

      Sábado día 29 a mediodía: nervios en la comida. Después de unas arduas negociaciones, mi madre convenció a mi padre de que al menos yo fuera a la boda por ser el mayor. Mis hermanos se quedarían con la abuela, pues eran pequeños para tener conocimiento de aquel evento y por aquello de que el regalo no sería tan gravoso.

      —En cuanto hagas la digestión, te voy a bañar —dijo mi madre—, porque hueles a indio.

      Siguiendo los consejos sanitario-preventivos de aquellos años, a las dos horas de comer, siendo el baño en caliente y en bañera, mi madre me hizo desvestir y entrar en la misma. El agua salía de dos modos posibles: ardiendo o fría. Cuando mi madre consideró que estaba lista, entré dentro de lo que a mí me parecía agua de escaldar cochinos. Me regañaba, amenazándome con quedarme en casa, para que me estuviese quieto y me pudiese enjabonar; yo no paraba quieto, el agua estaba ardiendo. Pero lo mejor vino cuando me echó encima el champú para el pelo: era una ampolla de aquellas de forma romboidal de champú Sindo que se abría cortando un pico con una tijera y que contenía un líquido amarillo que no hacía espuma, pero que escocía en los ojos como una ortiga; me ardía y me picaba todo, y no hacía más que bailar el baile de San Vito3. Luego, vino el enjuague final con un agua bastante más fría, ya que, como suele pasar, la bombona de butano se estaba agotando en ese preciso instante y no había tiempo de ir a cambiarla o, lo que más se podría esperar, porque no había otra bombona en casa. Me sacó mi madre fuera de la bañera entre insultos por lo que, a su parecer, era una injustificada coreografía de niño que se pone nervioso ante la novedad de ir de boda. Al salir, como el día estaba frío y yo venía de las aguas calientes y frías que quedan descritas, me entró un temblor tremendo y con él más bailes y aspavientos. En ese momento, apareció mi padre por la puerta del servicio, atraído por las voces de mi madre, y viendo que no paraba de menearme, me hizo entrar en calma de un capón que me quitó radicalmente las sensaciones de ardor, de frío y de picor, quedando todo eclipsado por un nuevo dolor, esa vez de cabeza, que anulaba el efecto de todo lo anterior.

      Encima de mi cama, me encontré la ropa de fiesta habitual: una camisa de manga larga a cuadritos de tergal, nada menos, muy moderna; pero lo mejor era el pantalón: para esa temporada, y dado que yo tenía ya seis años, me habían comprado mi primer pantalón largo, un cheviot gris con pateras a la última moda, de elefante. Cuando me los puse parecía mayor y casi no se me veían los zapatos; eso era genial porque odiaba los zapatos que tenía: una especie de mocasines indios marrones, feísimos, con unos cordones de esos encerados y tiesos que no se podían atar y para cuya compra nadie había pedido mi opinión. Por la falta de costumbre, al ponerme los pantalones, sin embargo, sentí un gran picor en las piernas, un picor que no se iba y que me obligó a estar toda la tarde rascándome las pantorrillas. Salí de mi habitación vestido y, al verme mi padre rascándome una pierna con la otra, creyó que seguía haciendo el tonto y bailando.

      —¡Tira para la calle! ¡Y como te vea haciendo más el tonto te dejo en casa! ¡Se ha lucido tu madre con la idea de que vengas! ¡Qué tarde vas a dar! ¡Cuanto más grande, más ganso!

      Salí pitando; mi padre iba detrás, imponiendo respeto con su traje de pata de gallo a la moda, chaqueta estrecha de hombros y pantalón de campana, corbata de diseño superancha y corta con unas rayas oblicuas azules sobre fondo verde, y camisa blanca. Mi madre iba con un elegante traje rojo de una pieza y, sobre la solapa, un broche dorado con una especie de piedras semipreciosas que simulaban ser un escarabajo, una mariquita o algo así. Fuimos caminando hasta la cercana iglesia. En la puerta, mucha gente sonriente, todos vestidos con sus mejores galas: algún señor con puro y señoras con unos ridículos bolsos en los que no cabía casi nada; había, no obstante, algunas abuelas razonables con sus bolsos negros de grandes dimensiones de aquellos en los que cabe la compra, y, además, una vieja vestida de negro con una cara como la de la bruja de Blancanieves, o al menos eso a mí me recordaba.

      De repente, todos se vuelven y miran a un punto: llegaban los novios caminando por la calle juntos y con el séquito de toda la familia más próxima. En esa calle, puertas

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