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duradero en la boca.

      Los padres de Teo estaban muy preocupados.

      Que su hijo leyera estaba bien, aunque ellos no hubieran leído nada en la vida y estuvieran tan campantes (los libros de la casa o bien habían sido heredados del abuelo o se habían comprado de acuerdo con el color de los lomos para que hicieran juego con las cortinas). Se sentían un poco burros, sí, porque no podían hablar de nada con casi nadie, y cuando por televisión salían nombres de países que ni conocían, no tenían ni idea de qué sucedía y tampoco sabían si habían de alarmarse o no por las noticias. Pero una cosa era que Teo leyera y otra que no saliera de casa, que se pasara las tardes en su habitación y, lo más alarmante, ¡que ni siquiera viera televisión!

      El padre de Teo intentaba cambiar los hábitos de su hijo, pero no conseguía nunca hacer mella en su moral.

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      A veces le regalaba videojuegos con nombres tan atractivos como “Monstruos sangrientos”, “Destrución en el campo de fútbol” o “Las tortugas atómicas contra las serpientes eléctricas”.

      En el que menos se disparaban cien mil balas o había tropecientos muertos.

      Teo los miraba, sonreía, daba las gracias y seguía leyendo.

      Si llegaba a ponerlo en la videoconsola, nuevecita por falta de uso, como mucho llegaba al primer nivel o pasaba cinco minutos esforzándose, porque le daba mucha pena ver la carita que se le ponía a su padre. ¡Con la ilusión que le hacía a él que se dedicara a matar monstruos, o hinchas locos, o aguerridas serpientes eléctricas que desprendían rayos con sus escamas!

      Una vez Teo había pretendido que su padre y su madre leyeran un libro, y, astutamente, les recomendó Matilda, de Roald Dahl, por si pillaban la onda. Pero nada. Fracaso absoluto. Ella no se había dado por enterada y él mucho menos. Por supuesto que ninguno de los dos terminó la historia. Su padre llegó a decir que Matilda era rara.

      ¡Matilda rara!

      ¡Los padres de Matilda sí eran dos zoquetes de mucho cuidado! ¡Todo el mundo lo sabía!

      (Bueno, sí, todo el que hubiera leído el libro).

      Ese día Teo comprendió que para algunos adultos es ya imposible cambiar, y que su vida de no lectores está irremediablemente perdida, para siempre.

      Desde ese momento empezó a ver a sus padres como enfermos.

      No de cuerpo, sino de mente.

      Enfermos condenados a la incultura eterna, y a la privación de uno de los mayores y mejores placeres de la vida.

      Si ese día Teo hubiera sabido que “por culpa de leer”, él mismo iba a vivir la más extraordinaria e increíble experiencia de su corta historia, no lo habría creído.

      Pero así fue.

      Todo comenzó aquella tarde.

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      Aquella tarde, en lugar de regresar a casa desde el colegio por el camino de siempre, a Teo se le ocurrió cambiar.

      ¿Por qué?

      La “culpa” la tuvo Mariví Morán.

      A la hora del recreo, ella, la niña más guapa de toda la clase, le había sonreído a Teo.

      Hasta ese momento, Mariví no se había dignado a posar sus ojos en él. En tres meses de curso, ni una sola vez. Como si no existiera. Y hasta al más feo del colegio se le caía la baba por la recién llegada aquel año. La sonrisa de la morena de ojos rasgados —porque era una niña china adoptada—, convulsionó a Teo de una forma... imposible de describir. Como leer un libro y acertar el final demostrando que se es tan listo como el escritor.

      Así que al salir, conmocionado por aquella sonrisa etérea y celestial, lo que hizo fue seguir a Mariví, para ver dónde vivía, por si un día se hacía el encontradizo con ella, o por la mañana pasaba delante de su casa y así iban juntos a la escuela.

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      A las tres cuadras Mariví entró en un portal y desapareció de pronto.

      Que la niña viviera tan cerca del colegio no lo desanimó, pero desde luego tuvo que llegar a casa por un camino completamente distinto del habitual.

      Tan distinto que no reconoció nada de su entorno.

      Y se tropezó con ella.

      Se trataba de un edificio antiguo, muy antiguo, de severas paredes ennegrecidas por el paso de los años y muros como los de las iglesias, gruesos y solemnes. Tenía tres plantas y los ventanales eran inmensos, con la parte superior redonda. Teo se quedó boquiabierto cuando leyó el rótulo que presidía la puerta principal, a la que se accedía por unas escalinatas de piedra.

      BIBLIOTECA MAGNA

      Una biblioteca allí, tan cerca de su casa, sin saberlo él.

      ¿Por qué nadie se lo había dicho antes?

      ¡Allí tenía que haber miles... millones de libros!

      ¡Para toda la vida!

      No pudo resistirlo. Su padre llegaba tarde del trabajo, y su madre no tanto pero desde luego no estaría en casa hasta al menos una hora después. Tiempo suficiente para entrar y echar un rápido vistazo.

      ¡Aquello era como un parque temático de los libros!

      Subió las escalinatas despacio, con mucho respeto, igual que si escalara las Pirámides de Egipto, que sería el primer lugar al que iría cuando fuese mayor. Al cruzar aquel umbral fue como si el ruido del tráfico desapareciera y un enorme silencio lo devorara. Silencio de paz y recogimiento. Silencio de páginas escritas en la soledad de tantas y tantas horas cuantas dedicaban los escritores a sus libros.

      A Teo casi se le cayó la mandíbula.

      Se quedó en la entrada interior, bajo el marco de la acristalada puerta de madera, contemplando aquel universo infinito de volúmenes.

      Jamás habría imaginado que existía un lugar como aquel.

      Lo más asombroso era que parecía estar vacío.

      Ni siquiera en el mostrador de recepción había nadie.

      —¿Hola?

      Silencio.

      No perdió el tiempo esperando a la bibliotecaria o al bibliotecario. Ya lo saludaría al salir. Las bibliotecas eran públicas, ¿no? Si tenía que inscribirse lo haría y en paz. Primero necesitaba explorar aquel nuevo mundo.

      Cristóbal Colón seguro que se había sentido así al llegar al suyo.

      Caminó por el entramado de pasillitos umbríos sin saber dónde mirar, porque en cualquier dirección la vista se perdía entre un inmenso océano de libros. Desde el exterior había contado tres pisos, pero una vez dentro era difícil estar seguro de si había diez o más. La iluminación, pobre, difusa, convertía en misterio las sombras más alejadas. Apenas reflejos y leves resplandores señalizaban el camino a seguir. En cada cruce bastaba con mirar a derecha e izquierda, al frente o hacia atrás, para tener la sensación de encontrarse en un laberinto sin fin.

      Pero eso, lejos de aterrar o causar inquietud, producía el placer de la máxima felicidad.

      Por lo menos a él.

      Teo se acercó a uno de los estantes.

      Si

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