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es necesario que la recibas.

      —¡Fuera de aquí, fuera! —le gritó ella, como si esas exclamaciones le fuesen arrancadas por un dolor corporal.

      Mientras pensaba en su esposa, Oblonsky pudo haber estado tranquilo, imaginando que todo se iba a arreglar, según le dijera Mateo, en tanto que tomaba el café y leía el periódico. Pero al observar la cara de Dolly, cansada y dolorida, al escuchar su acento resignado y desesperado, las lágrimas brotaron de sus ojos, se le cortó la respiración y se le oprimió la garganta.

      —¡Oh, mi Dios, Dolly, qué hice! —susurró. Ya no pudo decir más, porque tenía la voz ahogada por un sollozo.

      Ella le miró después de cerrar el armario.

      —Dolly, ¿qué te puedo decir? Únicamente una cosa: que me perdones... ¿No crees que los nueve años que llevamos casados merecen que echemos al olvido los instantes de...?

      Bajando la cabeza, Dolly escuchó lo que él iba a decirle, como si ella misma le suplicara que la convenciese.

      —¿... los instantes de ofuscación? —continuó él.

      E iba a seguir, pero al escuchar esa expresión, la boca de su esposa se contrajo nuevamente, como bajo el efecto de un dolor corporal, y el músculo de su mejilla tembló otra vez.

      —¡Fuera, fuera de aquí —gritó con voz aún más ensordecedora— y no hable de sus ofuscaciones ni de sus bajezas!

      Y ella misma trató de salir, pero se tuvo que apoyar, desfallecida, en el respaldo de una silla. La cara de su esposo parecía haberse hinchado; tenía los labios inflados y los ojos cubiertos de lágrimas.

      —¡Dolly! —susurraba, llorando—. Debes pensar en los niños... ¿Qué culpa tienen los pobrecitos? Yo sí tengo la culpa y estoy preparado para aceptar el castigo que merezca. No hallo palabras con qué expresar lo mal que he actuado. ¡Dolly, perdóname!

      Dolly tomó asiento. Oblonsky escuchaba su respiración, pesada y fatigosa, y se sintió invadido de una compasión infinita por su esposa. Ella quiso comenzar a hablar en varias ocasiones; pero no pudo. Oblonsky esperaba.

      —Tú únicamente te acuerdas de los niños para valerte de ellos, pero seguro que ya están perdidos —dijo ella, finalmente, repitiendo una frase que, probablemente, en esos tres días se había dicho a sí misma más de una vez.

      Le trató de tú. Oblonsky la miró, y se adelantó para cogerla de la mano, pero ella se alejó de su marido con repulsión.

      —Yo sí pienso en mis hijos, haría todo lo posible para protegerles, pero no sé cómo hacerlo. ¿Arrebatándoles a su padre o dejándoles al lado de un padre degenerado, sí, degenerado? Ahora, después de lo que pasó —siguió, alzando la voz—, respóndame: ¿cómo es posible que continuemos viviendo juntos? ¿Cómo puedo vivir con un hombre, el padre de mis hijos, que está enredado sentimentalmente con la institutriz de sus propios hijos?

      —¿Y ahora qué quieres que hagamos? ¿Qué debemos hacer? —respondió él, casi sin saber lo que decía, inclinando la cabeza cada vez más.

      —Usted me repugna, me da asco —gritó Dolly, más agitada cada vez—. ¡Sus lágrimas son pura agua! ¡Usted nunca me ha amado! ¡Ignora lo que es nobleza ni sentimiento!... A usted le veo como a una persona extraña, sí, como a una persona extraña —dijo, repitiendo con rabia esas palabras tan terribles para ella: una persona extraña.

      Atemorizado y sorprendido de la furia que se dibujaba en el rostro de su mujer, Oblonsky la miró. No entendía que lo que provocaba la rabia de su esposa era la lástima que le expresaba. Ella no veía amor en él, únicamente compasión.

      «Me detesta, me odia y no me va a perdonar», pensó Oblonsky.

      —¡Es espantoso, espantoso! —exclamó.

      En aquel instante se escuchó a un niño, que, probablemente, se había caído en alguno de los cuartos. Daria Alexandrovna escuchó con atención y, de repente, su cara se dulcificó. Durante un momento permaneció vacilante como si no supiera qué hacer y, finalmente, se dirigió rápidamente hacia la puerta.

      «Ama a mi hijo», pensó el Príncipe. «Basta ver cómo cambió de expresión cuando le escuchó gritar. Y si ama a mi hijo, ¿cómo no me va a amar a mí?».

      —Dolly, espera: solo una palabra más —dijo, caminando detrás de ella.

      —Si me sigue, voy a llamar a la gente, a mis hijos, para que todos se enteren de que usted es un villano. Ahora mismo yo me marcho de casa. Usted siga viviendo aquí con su amante. ¡Yo me voy en este momento de casa!

      Y, dando un portazo, se fue.

      Esteban Arkadievich exhaló un suspiro, se secó la cara y se dirigió hacia la puerta.

      «Mateo dice que todo se va a arreglar», reflexionaba, «pero no sé cómo. No veo la forma. ¡Y qué manera de gritar! ¡Qué palabras! Villano, amante... —se dijo, recordando lo dicho por su esposa—. ¡Ojalá no la hayan escuchado las criadas! ¡Es espantoso!», se repitió. Durante unos segundos permaneció en pie, se enjugó las lágrimas, exhaló un suspiro, y, levantando el pecho, salió del cuarto.

      El relojero alemán estaba dando cuerda a los relojes en el comedor. Era viernes. Esteban Arkadievich recordó su broma habitual, cuando, hablando de ese alemán calvo, tan puntual, comentaba que a él se le había dado cuerda para toda la vida con la finalidad de que él, a su vez, pudiera darle a los relojes, y sonrió. A Esteban Arkadievich le encantaban las bromas divertidas. «Tal vez», pensó nuevamente, «¡todo se arregle! ¡Arreglar: qué bella palabra!», se dijo. «También habrá que contar ese chiste».

      Entonces llamó a Mateo:

      —Mateo, prepara el cuarto para Anna Arkadievna. Dile a María que te ayude.

      —Muy bien, señor.

      Esteban Arkadievich se encaminó hacia la escalera, mientras se colocaba la pelliza.

      —¿El señor no va a comer en casa? —preguntó Mateo, que caminaba junto a él.

      —No sé; ya veremos. Toma, para los gastos —dijo Oblonsky, sacando de la cartera diez rublos—. ¿Será suficiente?

      —Suficiente o no, igual nos tendremos que arreglar —dijo Mateo, cerrando la puerta del coche y subiendo después la escalera.

      Mientras, Daria Alexandrovna volvió a su habitación después de tranquilizar al niño y comprendió, por el ruido del carruaje, que su marido se marchaba. Su alcoba era su único lugar de refugio contra las preocupaciones del hogar que, apenas salía de allí, la rodeaban. Ya en ese breve instante que pasara en la habitación de los niños, Matrena y la inglesa le habían preguntado con respecto a algunas cosas urgentes que había que hacer y a las que únicamente ella podía responder. “¿Qué se iban a poner los niños para pasear? ¿Les daban leche? ¿Buscaban o no otro cocinero?”.

      —¡Déjenme tranquila! —había respondido Dolly, y, volviéndose a su alcoba, se sentó en el mismo lugar donde antes había conversado con su esposo, se retorció las manos llenas de sortijas que se deslizaban de sus dedos huesudos, y empezó a recordar la charla que había tenido con él.

      «Ya se marchó», pensaba. «¿Cómo acabará la cuestión de la institutriz? ¿La seguirá viendo? Se lo debí preguntar.

      »No, no, la reconciliación es imposible... Incluso si continuamos viviendo en la misma casa, tendremos que vivir como extraños el uno para el otro. ¡Extraños para toda la vida!», repitió, acentuando esas palabras terribles. «¡Y cómo le amaba! ¡Cómo le amaba, mi Dios! ¡Cómo le he amado! Y en este mismo momento: ¿no le amo, y tal vez más que antes? Lo espantoso es que...».

      No pudo finalizar su pensamiento porque se presentó en la puerta Matrena Filimonovna.

      —Señora, si me lo permite, mandaré a buscar a mi hermano —dijo—. Si no, yo tendré que preparar la comida, no vaya a ser que los

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