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hoy no le producían la satisfacción tranquila y sutilmente irónica de otras oportunidades.

      Sin embargo, esa sonrisa alegre le recordó repentinamente su situación, y se puso muy serio y reflexionó.

      Se escucharon, detrás de la puerta, dos voces de niños, en las que pudo reconocer las de Gricha, su hijo menor, y la de Tania, su hija más grande. Los chiquillos acababan de dejar caer algo.

      —¡Ya te expliqué que los pasajeros no pueden ir en el techo! —gritaba la pequeña en inglés—. ¿Te das cuenta? Ahora lo tienes que levantar.

      «Todo está muy revuelto», se dijo Esteban Arkadievich. «Los niños juegan donde les da la gana, y no hay nadie que cuide de ellos».

      Se aproximó a la puerta y les llamó. Los niños entraron en el comedor, dejando una caja con la que estaban representando un tren.

      Tania, la preferida del Príncipe, corrió resueltamente hacia él y se colgó a su cuello, dichosa de poder respirar el peculiar aroma de sus patillas. Después de besar la cara de su padre, que la dulzura y la posición inclinada en que estaba la habían puesto roja, Tania se preparaba para salir. Pero el padre la retuvo.

      —¿Y qué está haciendo mamá? —preguntó, mientras acariciaba el suave y terso cuello de su hija—. ¡Hola! —agregó, sonriendo, dirigiéndose al chiquillo, que le saludó.

      Aceptaba que quería menos a su hijo e intentaba disimularlo y mostrarse igualmente cariñoso con ambos, pero el niño lo notaba y no correspondió con ninguna sonrisa a la fría sonrisa de su padre.

      —Mamá ya se levantó —respondió la niña.

      Esteban Arkadievich exhaló un suspiro.

      «Eso significa que no pudo dormir en toda la noche», pensó.

      —¿Y está alegre?

      La niña sabía que había ocurrido algo entre sus padres, que mamá no estaba feliz y que a papá le debía constar y no había de simular que lo ignoraba preguntando con ese tono de indiferencia. Se sonrojó, pues, por la mentira de su padre. A su vez, él adivinó los sentimientos de su hija y también se ruborizó.

      —No sé —respondió Tania—: mamá nos dijo que hoy no estudiásemos, que fuésemos con miss Hull a visitar a la abuelita.

      —Está bien. Ve, pues, donde tu mamá te dijo. Pero no, espera un momento —dijo, mientras la retenía y acariciaba la pequeña mano suave y delicada de Tania.

      Tomó una caja de bombones de la chimenea que había dejado allí el día anterior y ofreció dos a Tania, escogiendo uno de azúcar y otro de chocolate, pues sabía que eran los que más le gustaban.

      —Uno es para Gricha, ¿verdad, papá? —preguntó la niña, señalando el de chocolate.

      —Sí, sí... está bien.

      La acarició nuevamente en los hombros, le dio un beso en la nuca y dejó que se fuera.

      —Señor, el coche ya está listo —dijo Mateo—. Y está esperándole un visitante que le quiere pedir no sé qué cosa...

      —¿Está ahí desde hace rato?

      —Más o menos una media hora.

      —Mateo, ¿cuántas veces te he dicho que anuncies las visitas de inmediato?

      —¡Señor, lo mínimo que puede hacer es dejar que se tome su café con tranquilidad —contestó el sirviente con ese tono entre amistoso y grosero que no aceptaba réplica.

      —Muy bien, entonces que entre —dijo Oblonsky, con un gesto de contrariedad.

      La visitante, la mujer del teniente Kalinin, pedía algo imposible y estúpido. Sin embargo, Esteban Arkadievich, según su costumbre, hizo que entrara, la escuchó atentamente y, sin interrumpirla, le dijo a quién se debía dirigir para obtener lo que quería y hasta escribió, con su letra bella, grande y clara, una carta de presentación para ese personaje.

      Oblonsky, despachada la esposa del oficial, cogió el sombrero y se detuvo un instante, haciendo memoria para recordar si se olvidaba de algo. Sin embargo, no había olvidado nada, sino lo que deseaba olvidar: su esposa.

      «Sí, eso es. ¡Ah, sí!», pensó, y sus bellas facciones se ensombrecieron. «¿Voy o no?».

      Una voz dentro de él le decía que no, que nada podía resultar sino simulaciones, debido a que no era posible volver a transformar a su esposa en una mujer atractiva, capaz de enamorarle, como no era posible transformarle a él en un viejo incapaz de sentir atracción por las mujeres bellas.

      Entonces, nada podía resultar sino fingimiento y mentira, dos cosas que eran repulsivas para su temperamento.

      «Sin embargo, hay que hacer algo. No podemos continuar de esta manera», se dijo, intentando animarse.

      El Príncipe ensanchó el pecho, sacó un cigarrillo, lo encendió, le dio un par de caladas, lo tiró en el cenicero de nácar y después, con paso veloz, caminó hacia el salón y abrió la puerta que comunicaba con la alcoba de su esposa.

      IV

      Vestida con una bata muy sencilla y rodeada de prendas y objetos esparcidos por todos lados, Daria Alexandrovna se encontraba de pie ante un armario abierto del que estaba sacando algunas cosas. Con prisa, se había anudado sobre la nuca sus cabellos, ahora escasos, pero un día bellos y abundantes, y sus ojos, agrandados por la delgadez de su cara, tenían una expresión atemorizada.

      Cuando escuchó los pasos de su esposo, interrumpió lo que estaba haciendo y se volvió hacia la puerta, tratando inútilmente de esconder bajo una expresión severa y de desprecio, la turbación que le producía esa entrevista.

      En aquellos tres días, por lo menos diez veces había empezado la tarea de separar sus pertenencias y las de sus hijos para llevarlas a casa de su madre, donde pensaba marcharse. Y jamás lograba hacerlo.

      Se decía a sí misma, como todos los días, que era imposible continuar de esa manera, que había que solucionar algo, castigar a su esposo, humillarle, devolverle, aunque únicamente fuese en parte, el sufrimiento que él le había producido. Sin embargo, mientras se decía que tenía que irse, reconocía dentro de ella que era imposible, porque no podía dejar de considerarle como su marido, sobre todo no podía dejar de quererle.

      Además entendía que si aquí, en su propia casa, no había podido cuidar a sus cinco hijos, peor lo habría de hacer en otra. Ya el más pequeño había sufrido las consecuencias del desorden que reinaba en la casa y había enfermado debido a que tomó el día antes un caldo mal condimentado, y faltó muy poco para que los demás se quedaran sin comer el día anterior.

      Sabía, por tanto, que no era posible irse; sin embargo, se engañaba a sí misma simulando que estaba preparando las cosas para hacerlo.

      Cuando vio a su esposo, hundió las manos en un cajón, como si estuviese buscando algo, y hasta que lo tuvo al lado no se volvió para mirarle. Su rostro, que quería ofrecer una apariencia decidida y dura, expresaba únicamente indecisión y sufrimiento.

      —¡Dolly! —susurró él, tímidamente.

      E inclinó la cabeza, encogiéndose y tratando de adoptar una actitud dócil y dolorida, pero, pese a todo, se le veía lleno de lozanía y salud. Con una mirada muy rápida, ella le miró de la cabeza a los pies.

      «Está contento y es dichoso», pensó. «¡Yo en cambio!... ¡Ah, esa detestable bondad suya que los demás le alaban tanto! ¡Yo le odio más por ella!».

      Contrajo la boca y un músculo de su mejilla derecha tembló levemente.

      —¿Y usted

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