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fenómenos que había presenciado.

      —¡Condesa, por Dios: lléveme, por favor, a donde pueda ver algo de eso! —dijo Vronsky, sonriendo—. Pese a lo mucho que siempre lo busqué, nunca me he encontrado con algo extraordinario.

      —Entonces, el próximo sábado. ¿Y usted cree en ello, Constantino Dmitrievich?

      —¿Para qué me está preguntando eso? Sabe de sobra lo que le voy a responder.

      —Quiero conocer su opinión.

      —Está bien, opino que todo eso de los veladores confirma que la sociedad culta no está mucho más por encima de los aldeanos, que creen en hechizos, brujerías y el mal de ojo, mientras que nosotros...

      —¿Usted no cree, entonces?

      —No, Condesa, no puedo creer.

      —¡Pero si yo misma lo he presenciado!

      —Las campesinas también cuentan que también han visto fantasmas.

      —Es decir, ¿que lo que digo no es cierto?

      Y sonrió de manera forzada.

      —Macha, no es eso —intervino Kitty, sonrojándose—. Lo que Levin dice es que él no cree en eso.

      Más irritado todavía, Levin trató de contestar, pero Vronsky, con su sincera y jovial sonrisa, acudió para desviar la charla, que estaba amenazando con tomar un desagradable cariz.

      —¿No acepta la posibilidad? —dijo—. ¿Pero por qué no? De la misma manera como aceptamos la existencia de la electricidad y no la conocemos, ¿por qué no puede existir una fuerza nueva y desconocida, la cual...?

      —Al descubrirse la electricidad —contestó Levin enseguida— se pudo comprobar el fenómeno y no su causa, y antes de llegar a una aplicación práctica pasaron siglos. Los espiritistas, en cambio, parten de la base de que los espíritus les visitan y los veladores les transmiten comunicaciones, y es posteriormente cuando añaden que es una fuerza desconocida.

      Como hasta entonces, Vronsky escuchaba atentamente a Levin, visiblemente interesado por lo que estaba diciendo.

      —Muy bien; sin embargo, los espiritistas sostienen que la fuerza existe, a pesar de que no saben cuál es, y agregan que actúa en determinadas situaciones. Descubrir el origen de esa energía le corresponde a los sabios. No veo por qué no debe existir una nueva fuerza que...

      —Porque —interrumpió otra vez Levin— en la electricidad se produce el fenómeno de que siempre que se frote resina con lana se da cierta reacción, mientras que en el espiritismo, en las mismas situaciones, no se producen iguales efectos, lo que significa que no es un fenómeno natural.

      La conversación se hacía demasiado seria para el ambiente del salón y Vronsky, entendiéndolo, en lugar de responder, intentó cambiar de tema. Entonces, sonrió alegremente, y se dirigió a las damas.

      —Princesa, podíamos probar ahora —dijo.

      Sin embargo, Levin no quiso dejar su pensamiento incompleto.

      —Soy de la opinión de que es bastante desacertado el intento de los espiritistas de explicar sus fenómenos por la existencia de una fuerza no conocida. La cuestión es que hablan de una fuerza espiritual y desean someterla a pruebas materiales.

      Todo el mundo estaba esperando que completase su idea y él lo entendió.

      —Pues, usted sería un excelente médium, a mi entender —dijo la condesa Nordston—. En usted hay algo de... extático...

      Levin abrió la boca para contestar, pero enrojeció y se quedó callado.

      —Ea, probemos, vamos a probar lo de las mesas —insistió Vronsky. Y hablando con la madre de Kitty, preguntó—: ¿Nos deja hacerlo? —al tiempo que miraba a su alrededor, buscando un velador.

      Kitty se puso en pie para ir a buscarlo. Cuando pasó ante Levin, sus miradas se cruzaron. Ella le compadecía con todo su corazón. Le compadecía por el sufrimiento que le ocasionaba.

      «Discúlpeme, si puede», le dijo con los ojos. «¡Soy tan dichosa!».

      «Detesto a todos, incluso a mí mismo y a usted», respondió la mirada de él.

      Y cogió el sombrero. Sin embargo, la suerte también le fue adversa en esta ocasión. En el momento en que todos tomaban asiento alrededor del velador y Levin se disponía a marcharse, entró el anciano Príncipe y, después de saludar a las señoras, dijo a Levin, alegremente:

      —¡Vaya! ¿Y desde cuándo está usted aquí? ¡No sabía nada! Me alegro bastante de verle.

      A veces, el Príncipe le hablaba de usted, a veces de tú. Le dio un abrazo y comenzó a conversar con él. No advirtió la presencia de Vronsky, que se había puesto en pie y esperaba el instante en que el Príncipe hablara con él.

      Kitty entendía que, después de lo sucedido, la gentileza de su padre debía resultar bastante dolorosa para Levin. También se dio cuenta de la frialdad con que el Príncipe saludó finalmente a Vronsky y cómo este le observaba con amistoso asombro, preguntándose, indudablemente, por qué se sentiría tan mal dispuesto hacia él. Kitty se sonrojó.

      —Príncipe: permita que Constantino Dmitrievich nos acompañe. Queremos realizar unos experimentos —dijo la condesa Nordston.

      —¿De qué se trata? ¿Qué experimentos son esos? ¿Con los veladores? Discúlpeme, pero, en mi opinión, el juego de prendas es casi más divertido —dijo el Príncipe mirando a Vronsky y adivinando que era él quien sugirió el entretenimiento—. Al menos, tiene algún sentido jugar a prendas.

      Más extrañado todavía, Vronsky contempló al Príncipe con sus ojos serenos. Después comenzó a conversar con la condesa Nordston del baile que se debía celebrar la próxima semana.

      —Usted va a asistir, ¿no? —preguntó a Kitty.

      Apenas el viejo Príncipe dejó de hablarle, Levin salió tratando de no llamar la atención.

      La expresión sonriente y feliz de la cara de Kitty al responder a Vronsky a su pregunta sobre el baile que se iba a celebrar fue la última impresión que retuvo de esa noche.

      XV

      Kitty contó a su madre, cuando todos se habían marchado, la charla que había sostenido con Levin. Se sentía complacida de que hubiese pedido su mano, a pesar de la compasión que él le inspiraba.

      Estaba completamente segura de haber actuado correctamente. Sin embargo, una vez que se acostó, tardó mucho en conciliar el sueño. La imagen de Levin, con los ojos bondadosos y el ceño fruncido, contemplándola afligido y descorazonado, al tiempo que escuchaba a su padre y miraba a Vronsky que conversaban juntos, no se quitaba de su cabeza, y las lágrimas acudieron a sus ojos, porque sentía mucha compasión por él. Sin embargo, después pensó en el hombre a quien había escogido, recordó su cara decidida y serena; la noble tranquilidad y la benevolencia que brotaban de su rostro, y se sintió nuevamente feliz y contenta.

      «Es muy triste, demasiado triste, pero, ¿yo qué puedo hacer? Yo soy culpable», se decía.

      Pero una voz dentro de ella le aseguraba lo contrario. No sabía si se sentía arrepentida por haber atraído a Levin o por no haberle aceptado, y su felicidad se amargaba por estas dudas.

      «¡Mi Dios, perdóname, perdóname!», repitió en su mente incesantemente, hasta que logró conciliar el sueño.

      Mientras tanto, abajo, en el despacho del Príncipe, se producía una de las habituales escenas que se originaban a propósito de esa hija tan amada.

      —¡Claro, eso es! ¡Ni más ni menos! —gritaba el Príncipe, gesticulando, al tiempo que se ajustaba su bata gris—. ¡No tienes dignidad ni orgullo! ¡Estás cubriendo de vergüenza a tu hija con ese absurdo y vil plan de matrimonio!

      —Pero, ¡por Dios!, respóndeme: ¿yo qué hice? —contestaba la Princesa, a punto

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