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a Levin sobre su vida en el pueblo. Él también se sentó, esperando que llegasen otros invitados con el fin de poder marcharse sin llamar la atención.

      Cinco minutos después entró la condesa Nordston, una amiga de Kitty, que se había casado el invierno pasado.

      Era una mujer de brillantes ojos negros, nerviosa, enfermiza, seca y amarillenta. Quería a Kitty y, como ocurre siempre cuando una mujer casada siente afecto por una soltera, su cariño se expresaba en su deseo de casar a la muchacha con un hombre como Vronsky, que respondía a su ideal de felicidad.

      A comienzos de invierno, la Condesa había encontrado frecuentemente a Levin en casa de los Scherbazky. No sentía simpatía por él. Cuando le encontraba, su placer más grande consistía en divertirse a costa suya.

      —Me gusta mucho —decía— darme cuenta cómo me observa desde la altura de su superioridad, bien cuando condesciende en soportar mi inferioridad o bien cuando interrumpe su charla culta conmigo considerándome una estúpida. Me encanta esa condescendencia. Me complace bastante saber que no me puede tolerar.

      Estaba en lo cierto: Levin sentía desprecio por ella y la encontraba completamente inaguantable en virtud de lo que ella consideraba sus mejores cualidades: el nerviosismo y la refinada indiferencia y desprecio hacia todo lo corriente y simple.

      Entre los dos se habían establecido, pues, esas relaciones tan habituales en sociedad, caracterizadas por el hecho de que dos personas sostengan, aparentemente, relaciones amistosas sin que por eso dejen de sentir tanto desprecio el uno por el otro que ni siquiera se puedan ofender.

      De inmediato, la condesa Nordston atacó a Levin.

      —¡Vaya, Constantino Dmitrievich! ¡Ya le tenemos nuevamente en nuestra pervertida Babilonia! —dijo, tendiéndole su pequeña mano amarillenta y recordando que, meses antes, Levin llamó a Moscú Babilonia—. ¿Qué? ¿Usted se ha corrompido o Babilonia se ha regenerado? —preguntó, mientras miraba a Kitty con cierto sarcasmo.

      —Condesa, me honra bastante que usted recuerde mis palabras —respondió Levin, quien, ya repuesto, se adaptaba instintivamente al tono acostumbrado, entre hostil e irónico, con que trataba a la Condesa—. ¡Debieron de impresionarla bastante!

      —¡Imagínese! ¡Hasta las anoté! Kitty, ¿patinaste hoy?

      Y empezó a hablar con la muchacha. A pesar de que irse en ese momento era una inconveniencia, Levin prefirió cometerla a quedarse durante toda la noche viendo a Kitty mirarle de vez en cuando y esquivar su mirada en otras oportunidades.

      Ya se iba a poner en pie cuando la Princesa, dándose cuenta de su silencio, le preguntó:

      —¿Va a estar mucho tiempo aquí? Lo más seguro es que no podrá ser mucho, pues usted es integrante del zemstvo, según tengo entendido.

      —Princesa, ya no me ocupo del zemstvo —contestó él—. Vine solo por unos días.

      «Algo le ocurre», se dijo la condesa Nordston mirando su cara concentrada y seria. «Es muy raro que no comience a desarrollar sus tesis... Pero yo le voy a conducir al terreno que me interesa. ¡Me encanta ridiculizarlo frente a Kitty!».

      —Por favor, explíqueme esto —le dijo en voz alta—, usted, que tanto pondera a los campesinos. Los aldeanos y las aldeanas de nuestra aldea de la provincia de Kaluga se bebieron todo lo que tenían y ahora no nos pagan. ¿Usted qué me puede decir de esto, usted que pondera siempre a los campesinos?

      En aquel instante entraba una señora. Levin se puso en pie.

      —Disculpe, Condesa; pero le puedo asegurar que no comprendo absolutamente nada ni nada puedo comentarle —contestó él, mirando a la puerta, por donde acababa de entrar un militar, detrás de la dama.

      «Seguro es Vronsky», pensó Levin.

      Y, para tener la certeza de ello, miró a Kitty, que, ya habiendo tenido tiempo de observar a Vronsky, en este momento fijaba su mirada en Levin. Y Levin entendió en esa mirada que ella amaba a aquel hombre, y lo entendió con tanta claridad como si ella misma se lo hubiese confesado. Pero, ¿qué clase de gente era?

      Ahora ya no se podía marchar. Se tenía que quedar para conocer a qué tipo de hombre quería Kitty.

      Hay gente que cuando encuentra a un rival afortunado únicamente ven sus defectos, y se niegan a aceptar sus cualidades. En cambio hay otra clase de gente que solamente ve, aunque con mucho sufrimiento en el corazón, las cualidades de su rival, las virtudes con los cuales le venció. Levin pertenecía a este tipo de personas.

      Y era muy fácil encontrar atractivos en Vronsky. Era un joven moreno, de complexión recia, no muy alto, de cara simpática y muy bella. En su rostro y figura todo era sencillo y distinguido, desde sus cabellos negros, muy cortos, y sus mejillas afeitadas de una forma perfecta, hasta su flamante uniforme, que en nada entorpecía la soltura de sus gestos.

      Dejando pasar a la dama, Vronsky se aproximó a la Princesa y posteriormente a Kitty.

      Al acercarse a la muchacha, sus hermosos ojos brillaron de una forma especial, con una casi imperceptible sonrisa de vencedor que no abusa de su triunfo (de esa manera le dio la impresión a Levin). La saludó con una muy respetuosa cortesía, extendiéndole su mano vigorosa, aunque no muy grande.

      Después de saludar a todas y susurrar algunas palabras, tomó asiento sin mirar a Levin, que no apartaba los ojos de él.

      —Déjenme presentarles —dijo la Princesa—. El conde Alexis Constantinovich Vronsky; Constantino Dmitrievich Levin.

      Vronsky se puso en pie y, mirándole de una forma amistosa, estrechó la mano de Levin.

      —Creo que teníamos que haber coincidido en una comida este invierno —dijo con su risa espontánea y sincera—, pero usted se marchó a sus propiedades repentinamente.

      —Es que Constantino Dmitrievich aborrece y desprecia a la ciudad y a los ciudadanos —comentó la condesa Nordston.

      —Se nota que mis palabras le provocan a usted gran efecto, ya que las recuerda bastante bien —respondió Levin.

      Y se puso rojo al advertir que poco antes había dicho lo mismo.

      Vronsky miró a la condesa Nordston y a Levin, y sonrió.

      —¿Siempre vive en el pueblo? —preguntó—. Usted debe aburrirse bastante en invierno.

      —Si se tienen ocupaciones, vivir allí no tiene nada de aburrido. Y, además, uno jamás siente aburrimiento si sabe vivir consigo mismo —contestó Levin con brusquedad.

      —A mí también me gusta mucho vivir en el pueblo —dijo Vronsky, aparentando no haber notado el tono de su interlocutor.

      —Pero imagino que usted, Conde, habría sido incapaz de vivir todo el tiempo en una aldea —comentó la condesa de Nordston.

      Vronsky se dirigía a Levin y a Kitty al mismo tiempo, mirando de manera alternativa al uno y al otro, con ojos serenos y afectuosos. Se percibía que estaba diciendo lo primero que le venía a la mente.

      Y dejó sin terminar la frase al darse cuenta de que la condesa Nordston iba a hablar.

      La charla no decaía. Por lo tanto, la Princesa no necesitó usar las dos piezas de artillería pesada que reservaba para tales situaciones: el servicio militar obligatorio y la enseñanza clásica de los jóvenes. A la condesa Nordston, por su parte, no se le presentó ninguna ocasión de martirizar a Levin.

      Este quiso, varias veces, intervenir en la conversación, pero no se le ofreció

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