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el papel entre las manos y la cabeza baja.

      Luchaba en su interior con el deseo de olvidar a su miserable hermano y la convicción de que sería una mala acción actuar de aquella manera.

      —Da la impresión de que se propone ofenderme, pero no lo va a conseguir —continuaba diciendo Sergio—. Yo tenía la disposición de ayudarle con todo mi corazón; pero ya te puedes dar cuenta de que no es posible.

      —Sí, sí... —contestó Levin—. Entiendo y apruebo tu actitud... Pero yo lo quiero ver.

      —Bueno, ve si quieres hacerlo, pero no te lo recomiendo —dijo Sergio Ivanovich—. No es que yo le tenga miedo con respecto a las relaciones entre tú y yo: no va a lograr hacernos pelear. Sin embargo, creo que es preferible que no vayas, y de esa manera te lo aconsejo. No es posible ayudarle. No obstante, haz lo que te parezca más conveniente.

      —Tal vez no sea posible ayudarle, pero no me podría quedar tranquilo, sobre todo en este momento, si...

      —No te entiendo bien —contestó Sergio Ivanovich—, solo entiendo la lección de humildad. A partir de que Nicolás empezó a ser como es, yo empecé a considerar eso que llaman una «infamia», con menos dureza. ¡Tú ya sabes lo que hizo!

      —¡Es espantoso, espantoso! —decía Levin una y otra vez.

      Levin, después de obtener del sirviente de su hermano la dirección de la casa de Nicolás, tomó la decisión de visitarle inmediatamente, pero después, analizándolo mejor, prorrogó la visita hasta la tarde.

      Primeramente, para serenar su espíritu, necesitaba solucionar el asunto que le había traído a Moscú. Con ese fin se dirigió, pues, a la oficina de Oblonsky y, después de haber obtenido la información que necesitaba sobre los Scherbazky, tomó un coche y se fue al lugar donde le dijeron que podía encontrar a Kitty, la mujer que amaba.

      IX

      Levin, con el corazón palpitante, dejó, a las cuatro de la tarde, el coche de alquiler cerca del Parque Zoológico y caminó por un sendero hasta la pista de patinar, con la plena seguridad de encontrar a Kitty, debido a que había visto el carruaje de los Scherbazky en la puerta.

      El día estaba despejado, pero hacía bastante frío. Frente al Parque Zoológico se encontraban alineados coches de alquiler, trineos y carruajes particulares. Se veían, aquí y allá, algunos policías. Los asistentes, con sus sombreros que brillaban bajo el sol, se aglomeraban en la entrada y en los paseos ya limpios de nieve, entre filas de casetas de madera con adornos esculpidos y de estilo ruso. Los viejos abedules, inclinados bajo el peso de la nieve que estaba cubriendo sus ramas, parecían exhibir flamantes vestimentas de fiesta.

      Mientras caminaba por el sendero que conducía a la pista, Levin pensaba: «Debo estar calmado; es necesario no emocionarse. ¿Qué te sucede corazón? ¿Qué deseas? ¡Calla, imbécil!». De esa manera hablaba a su corazón, pero más emocionado se sentía, cuanto más esfuerzos hacía por tranquilizarse.

      Se encontró con una persona conocida que le saludó, pero Levin ni siquiera pudo recordar de quién se trataba.

      Se acercó a las montañas de nieve, en las que se escuchaban voces alegres, entre el estruendo de las cadenas que hacían subir los trineos. Se encontró, unos pasos más allá, frente a la pista y reconoció enseguida a Kitty entre los que patinaban.

      El miedo y la alegría inundaron su corazón. Kitty estaba en el extremo de la pista, conversando en aquel instante con una señora. A pesar de que no había nada de extraordinario en su actitud, para Levin sobresalía entre todos, igual que una rosa entre las ortigas. Todo alrededor de ella parecía iluminado. Era como una sonrisa que hiciera brillar todo lo que estaba en torno a ella.

      «¿Es posible que me pueda aproximar adonde se encuentra?», se preguntó Levin.

      Hasta le parecía un santuario inaccesible el lugar donde ella estaba, y tal era su inquietud que hubo un instante en que incluso decidió irse. Tuvo que hacer un gran esfuerzo sobre sí mismo para decirse que cerca de Kitty había bastantes personas y que él podía muy bien haber ido a ese lugar para patinar.

      Entonces, entró en la pista, tratando de no mirar a Kitty sino a largos intervalos, igual que lo hacen los que sienten temor de mirar al sol de frente. Sin embargo, como el sol, la presencia de la muchacha se sentía incluso sin mirarla.

      Ese día y a esa hora iba a la pista gente de una misma posición, todas conocidas entre sí. Allí se encontraban, luciendo su arte, los maestros del arte de patinar; los que estaban aprendiendo sujetándose a sillones que empujaban delante de ellos, deslizándose por el hielo con movimientos torpes y tímidos; también había niños, y ancianos que practicaban el patinaje por motivos de salud.

      A Levin todos le parecían personas felices porque podían estar cerca de «ella». No obstante, los patinadores pasaban junto a Kitty, la alcanzaban, le hablaban, se separaban nuevamente y todo con indiferente naturalidad, entreteniéndose sin que ella entrase para nada en su alegría, disfrutando de la excelente pista y del buen tiempo.

      El primo de Kitty, Nicolás Scherbazky, vestido con unos pantalones ceñidos y una chaqueta corta, descansaba en un banco con los patines puestos. Cuando vio a Levin, le gritó:

      —¡Cómo está el primer patinador de Rusia! ¿Desde cuándo se encuentra usted aquí? El hielo está muy bien. Vamos, póngase los patines.

      —Es que no traigo patines —contestó Levin, sorprendido de la libertad de maneras de Scherbazky frente a «ella» y sin perderla de vista ni un instante, a pesar de que tenía puesta la mirada en otro lado.

      Sintió que el sol se acercaba a él. Kitty, deslizándose sobre el hielo con sus pequeños pies calzados de altas botas, al parecer, un poco asustada, se aproximaba a Levin. Detrás de ella, inclinándose hacia el hielo y haciendo gestos desesperados, iba un joven vestido con el traje nacional ruso que la estaba persiguiendo. Kitty patinaba muy insegura. Sacando las manos del pequeño mango sujeto por un cordón al cuello, las extendía como para asirse a alguna cosa ante el miedo de caer. Vio a Levin, a quien reconoció de inmediato, y sonrió tanto para él como para ocultar su miedo.

      Cuando llegó a la curva, Kitty, con un impulso de sus pequeños y nerviosos pies, se aproximó a Scherbazky, sonriendo, se cogió a su brazo y saludó con la cabeza a Levin.

      Estaba todavía más bella de lo que él la imaginara. La recordaba toda cuando pensaba en ella: su pequeña cabeza rubia, con su deliciosa expresión de bondad e inocencia infantiles, colocada de una manera tan admirable sobre sus graciosos hombros. Esa combinación de gracia de niña y de hermosura de mujer ofrecía un fascinante conjunto que impresionaba profundamente a Levin.

      Sin embargo, lo que más le impresionaba de Kitty, como algo siempre nuevo, eran sus ojos tímidos, sinceros y tranquilos, y su sonrisa, esa sonrisa que le trasladaba a un mundo encantado, donde se sentía complacido, feliz, con una dicha plena como únicamente recordaba haberla sentido durante los primeros días de su niñez.

      —¿Cuándo llegó? —le preguntó Kitty, mientras le daba la mano.

      En ese momento el pañuelo se le cayó del manguito. Levin lo recogió y ella dijo:

      —Gracias.

      —Llegué hace poco: ayer... quiero decir, hoy... —contestó Levin, a quien la emoción le impidió entender bien la pregunta—. Iba a ir a su casa...

      Y recordando repentinamente el motivo por el que la estaba buscando, se turbó y se enrojeció.

      —Ignoraba que usted patinara. Y patina bastante bien —agregó.

      Ella le miró con atención, como intentando adivinar la razón de su turbación.

      —Aprecio mucho su halago, debido a que usted se le considera como el mejor patinador —dijo finalmente, sacudiendo la escarcha que se formaba sobre su manguito con su pequeña mano enfundada en guantes negros.

      —Sí; anteriormente, cuando patinaba apasionadamente aspiraba a llegar a ser un patinador perfecto.

      —Da

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