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      Érase una vez una niña tímida, a veces insegura, quien se entretenía creando mundos fantásticos, algunos mágicos y otros tan cercanos que parecían irreales. De su imaginario nacieron personajes entrañables, rebeldes, odiosos, a veces cargados de una bondad infinita, juzgados por ser diferentes al resto o rechazados por un pasado cuestionable. La niña se divertía perfilando sus caracteres, desarrollando sus habilidades y asociándolos con las diferentes personas que iban cruzándose en su camino. Así, una vez se tropezó con un curioso Bibolum Truafel, algo más estrafalario pero con el mismo semblante afable y de ojos comprensivos. También coincidió con Libélula, siempre atenta y hospitalaria, dispuesta a regalar sus consejos. Para su desgracia, muchos fueron los que encarnaron el papel de Lorius Val, mezquinos, egoístas y dispuestos a imponer su criterio sin tener en cuenta la opinión de los demás.

      Esa niña fue creciendo y, sin apreciarlo, fue maga, artesana y guerrera. Porque todos guardamos estos dones en el interior, preparados para ayudarnos cuando lo necesitamos. La maga crea, la artesana lo transforma en una realidad y la guerrera lucha para que nadie se interponga en su destino. Pero lo que jamás pensó la niña es que todo ese mundo orquestado en su mente con villanos, magos y guardianes entrara en miles de hogares conquistando sus corazones.

      Por eso mi eterno agradecimiento es para todos esos lectores que han depositado su confianza en mis pequeñas letras y se han emocionado con las aventuras de estas tres hermanas. Puede que la historia llegue a su fin, pero su magia vivirá para siempre en cada uno de ellos.

      Esa niña se convirtió en adulta y luchó por un sueño; un sueño que parecía imposible pero que fue una realidad gracias a mi familia de Editorial LxL. Angy, estoy segura de que seguiremos apartando los pedruscos del camino, nos remangaremos y empuñaremos la espada sin olvidarnos de que también obtendremos nuestra recompensa cuando llegue el momento. Y esto también va por ti, Merche, gracias por ser tan comprensiva ante todos los eventos extraordinarios que me asaltan cada día.

      Mi dulce Noelia, siempre siempre proclamaré a los cuatro vientos que fuiste la primera en creer en mí y que me brindó su apoyo hasta el final de los días. Gracias también a Marisa, porque, además de reírme contigo, me has enseñado los subterfugios de este mundo caótico.

      Por último, agradecer a mi familia, quien ha sufrido y celebrado a mi lado todos los desencuentros y las alegrías de esta nueva vida. Gracias a mi padres, Tomás y Siona, a mis hermanos, Anabel y Nico, y a mi compañero de viaje, Luca. También brindo por la amistad sincera de Elsa y Carolina. Gracias a todos por ayudarme a no desviarme del camino y a seguir esa estrella fugaz que en las noches más oscuras continúa guiando mis pasos.

      Gracias a todos esos niños inspiradores, quienes con su imaginación e inocencia consiguen que la magia nunca muera. Siempre serán mis guardianes.

      Un día atravesé un espejo, entre dudas e incertidumbre, que me señaló un sendero de baldosas amarillas para que pudiera soñar con los ojos abiertos. Solo deseo que este camino no tenga fin y me haga disfrutar como esa niña pequeña de nuevos mundos, nuevas emociones y un sinfín de aventuras.

      Entretanto, yo seguiré buscando a Aldin Moné entre todas esas personas que se cruzan en la calle conmigo. Puede que incluso localice a Onrom sentado en la barra de un bar o distinga la valentía de Coril en la mirada de un niño. ¡Todos nos merecemos soñar!

      Y colorín colorado, el final de este cuento está a punto de comenzar...

      Érase una vez una pequeña tienda de cuentos que recorría incansable las distintas ciudades del mundo en busca de guardianes: los herederos legítimos de los objetos mágicos, aquellos que una vez fueron arrojados a la Tierra con la esperanza de ser requeridos cuando la magia corriera peligro. Durante siglos, muchos humanos fueron reclutados y adiestrados por grandes maestros, aguardando el momento a que el equilibrio entre el bien y el mal se rompiese de nuevo. Algunos guardianes murieron sin conocer jamás la palabra «guerra» y gozaron de una estancia tranquila en Silbriar, disfrutando de sus bellos paisajes y adquiriendo un conocimiento único e inalcanzable para la mayoría de los humanos; otros participaron en alguna que otra escaramuza sin importancia, donde las reglas de la magia pretendían ser infringidas. Pero una nueva generación estaba destinada a luchar por el futuro del mundo mágico, por los seres que lo habitaban y por su propia supervivencia. Ese momento estaba acercándose.

      Prigmar, el viejo duende regente de la tienda, se aburría solemnemente aguardando a que el Libro de los Nacimientos se abriera y, con una letra pincelada en oro, le indicara que un guardián había despertado. Entonces, ponía rumbo a las coordenadas que le señalaba y hacía su aparición magistral en aldeas situadas en valles tortuosos, en playas agradecidas donde la brisa marina acariciaba sus mejillas sonrosadas aliviando su calor, en ciudades grises y lluviosas, o tan caóticas que apenas se atrevía a salir a la calle por miedo a ser atropellado por la avalancha constante de transeúntes. Así vivió durante años, viajando sin cesar a partes opuestas de un mundo que se le antojaba extraño y banal, anhelando que la llamada surtiera efecto y el humano elegido hiciera sonar la campanilla de la puerta anunciando su entrada. En ese momento, él le mostraba su sonrisa más afable y jugaba a anticiparse al objeto que escogería, analizando sus rasgos, sus gestos y su actitud en general. Debía admitir que se había convertido en un experto, ya que acertaba en un noventa y cinco por ciento de los casos.

      Esta era la encomiable misión que el Consejo le había encargado: asesorar al nuevo guardián e informar de su presencia al maestro pertinente. Una vida sencilla y sin sobresaltos, sin riesgos que correr y, sobre todo, una labor que ejercía para zanjar una deuda que había adquirido cuando un mago lo había salvado de una muerte segura. Ahora ese era su sino: regentar la tienda y hacer un primer contacto con los futuros guardianes. Sin embargo, pronto se jubilaría y por fin podría regresar a su amado Silbriar. Estaba seguro de que el Consejo encontraría a otro duende torpe al que asignarle esa «gran» tarea.

       Pero un día, sin previo aviso, sus aspiraciones se vieron truncadas. El Libro de los Nacimientos comenzó a escribir garabatos descontrolados y su tinta cambió a un color alarmante: rojo escarlata. No tardó en descifrar su significado: Lorius había conquistado Silbriar y el libro hacía grandes esfuerzos por localizar a las elegidas. Prigmar era consciente de que no podría retornar jamás a su hogar hasta que diera con ellas, por lo que, muy a su pesar, activó el escudo de protección que rodeaba la tienda, evitando así que el hechicero diera con su paradero y la destruyera. No tuvo más remedio que resistir confinado en ella sin mantener ningún tipo de correspondencia con su mundo. El viejo duende estaba preparado para esquivar los posibles rastreos mágicos a los que iba a ser sometido, ya que Lorius no tenía aún suficiente poder como para lanzar sus garras al mundo humano. Pero eso no impediría que sí enviase a emisarios para adelantarse en la búsqueda de las descendientes. Y él tenía ahora el cometido más importante de toda su vida, de él dependía la supervivencia de las diferentes razas silbrarianas. Tenía que encontrar a las elegidas.

      Nunca olvidaría el instante en el que las tres hermanas entraron en la tienda. Intentó contener su desbordada felicidad, pero su bigote saltaba eufórico sobre su boca y sus ojos cambiaban de color a una velocidad inquietante. ¡Estaban allí, ante él! Y aunque al principio le parecieran humanas corrientes y algo insulsas, percibía la llama de la valentía en sus corazones. ¡Él, un duende común, estaba presenciando un hecho histórico! ¡Las descendientes escogían delante de sus narices sus objetos! ¡Había esperanza para Silbriar!

      Sin embargo, un suceso fatídico lo había devuelto a la desgana, y ahora, sentado en su alto taburete, observaba cómo el libro teñía sus anunciaciones de negro. Decenas de guardianes estaban despertando al mismo tiempo, antes de la fecha prevista, sin que nadie pudiera evitarlo. Se acercó a la ventana y contempló desmoralizado un cielo en llamas. Las brechas se acumulaban en el universo y abrían paso a los devastadores jinetes. Lorius lo había conseguido: había trasladado la guerra a los diferentes mundos, y pronto la Tierra conocería su existencia.

      Ante la inminente catástrofe, había arriesgado su vida en dar un último salto en el espacio. La tienda no podría viajar en busca de todos esos guardianes

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