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sonrisa en su intimidante rostro.

      Nunca, ni una sola vez.

      Julienne suspiró y volvió a comprobar su aspecto en uno de los espejos que cubrían todas las paredes y superficies, empeñados en reflejar lo que más le gustaba a los ricos y famosos, su propia imagen.

      Esa era una de las lecciones que más le había costado aprender: que la gente que frecuentaba esos lugares no tenía tiempo de mirar a los demás. Estaban demasiado ocupados mirándose a sí mismos. Pero ¿quién era ella para echárselo en cara, si se estaba mirando en un espejo por enésima vez, a pesar de saberse perfecta?

      A decir verdad, su perfección había sido parte del pago que Julienne ofreció a su benefactor cuando lo vio por primera vez. Pero no porque él se lo hubiera pedido, que no se lo pidió. De hecho, ni siquiera se dio por enterado.

      Todo fue cosa suya. Fue ella quien sacó a su hermana de su pequeño pueblo natal para alejarla de los familiares, vecinos y supuestos amigos que las habían traicionado y abandonado. Fue ella quien la llevó a Mónaco, gastándose su último puñado de euros en dos billetes de autobús. Fue ella quien robó un vestido atrevido en una boutique de Fontvielle y se pintó los labios, se puso unos zapatos de aguja baratos y se maquilló lo suficiente para ocultar su vergüenza.

      Al llegar al Grand Hotel, escondió a Fleurette en un callejón, entró en el edificio y se dirigió al mismo bar al que se dirigía ahora. Buscaba hombres ricos, personas capaces de comprar cualquier cosa, incluida una angustiada jovencita de dieciséis años que necesitaba dinero con urgencia.

      Tampoco se podía decir que fuera algo nuevo para ella. Ya había sopesado esa salida cuando estaba en el pueblo. El carnicero se había ofrecido a darle unas cuantas monedas a cambio de sus servicios, y Julienne no le había rechazado porque oliera a sangre y tuviera mala dentadura, sino porque no quería acabar como su madre, cuyas malas decisiones habían condenado a sus hijas a un futuro incierto.

      No, si tenía que seguir ese camino, no lo seguiría entre los crueles vecinos de una localidad que se había cruzado de brazos ante la desgracia de su madre y había permitido que se hundiera sin mover un solo dedo. Llevaría a Fleurette a la brillante Mónaco, aunque solo fuera para lo que parecía una espiral descendente, abocada al desastre, tuviera un poco de glamour.

      Por fortuna, Julienne ya no se parecía a aquella adolescente demacrada. Su pelo era una cascada de color caramelo, recogido en un moño aparentemente sencillo. Y ya no llevaba el vestido robado que había pagado años después a la boutique, adjuntando una nota de disculpa. De hecho no solía llevar vestidos. Prefería las faldas de tubo, las camisas de seda, los zapatos de tacones contundentes y los pendientes de perlas.

      Julienne se había convertido en una profesional. Y vestía como ellas, ni más ni menos.

      Pero eso también se lo debía a Cristiano Cassara. Aquel hombre le había dado la oportunidad de ser lo mejor que podía llegar a ser, de pagar las deudas que había contraído y de cambiar su mundo.

      Y ahora, lo iba a cambiar otra vez.

      Julienne se detuvo poco después de entrar en el lujoso y escasamente iluminado bar. Echó un vistazo a su alrededor, y pensó que los ricos y satisfechos hombres de las mesas eran iguales que los que había visto diez años antes. Pero luego se giró hacia la barra, y fue como si Cristiano Cassara lo hubiera planeado todo.

      Como si lo hubiera planeado y como si se hubiera acordado.

      Porque estaba allí, en el mismo sitio, apoyado en la misma barra brillante y suntuosa, frente a los mismos estantes de botellas perfectamente ordenadas que le habían arrancado un suspiro de admiración en su adolescencia, porque brillaban como joyas preciosas.

      Su corazón se aceleró como la primera vez.

      Pero no fue por miedo, sino por una mezcla de júbilo y arrepentimiento a la que se sumaba la fuerte dosis de sus propias expectativas.

      Respiró hondo y se dirigió hacia él, decidida.

      Cristiano Cassara no había perdido un ápice de su atractivo. Ya era un hombre impresionante cuando le conoció, por muy distante que fuera su expresión. Su rostro parecía esculpido en piedra, como las estatuas que adornaban el vestíbulo del hotel. Entonces era relativamente joven, aunque mucho más rico de lo que ella habría podido imaginar. A fin de cuentas, era el heredero de los Cassara.

      Sin embargo, Julienne no lo sabía cuando admiró sus anchos hombros, embutidos en un traje absolutamente exquisito. Solo sabía que miraba el mundo como si le perteneciera, y que no había ninguna duda de que tenía lo que estaba buscando: dinero.

      Pero, si le había parecido atractivo diez años antes, ahora le pareció abrumador. Se había convertido en un hombre intensamente varonil.

      Esa fue la razón de que no se atreviera a mirarlo fijamente. No estaba en una reunión de la junta de Cassara Corporation, donde siempre tenía tanto que demostrar que no perdía el tiempo coqueteando con un hombre que, en apariencia, solo veía cifras, beneficios y pérdidas. Su actitud era invariablemente fría e implacable, y sus elogios eran tan escasos que se habría sentido la mujer más feliz del mundo si alguna vez le hubiera dedicado uno.

      Y no se lo había dedicado.

      Mientras avanzaba, pensó que sus guardaespaldas estarían repartidos por todo el local, vigilando a un hombre tan inmensamente rico que muchas personas se habrían mareado al ver la cantidad total de su fortuna. Y, por supuesto, supo que las mujeres que le seguían a todas partes, seducidas por un fuego que las calentaba pero no las consumía, se lo estarían comiendo con sus hambrientos ojos.

      Pero la jovencita de dieciséis años que había sido no se había acercado a él por eso, sino porque era el que estaba cerca y porque era el único hombre del bar que no tenía barriga o un pelo cubierto de canas. Si iba a vender su cuerpo, prefería vendérselo a una persona sobre la que podrían haber escrito canciones, si es que no las habían escrito ya.

      Nunca olvidaría lo que pasó después.

      Se acercó, le puso una mano en el brazo y esperó a que apartara la vista de la copa que tenía en la barra, aparentemente sin probar.

      Y, cuando clavó la vista en ella, se sintió como si sus ojos la quemaran.

      La gente decía de él que era demasiado intenso, demasiado duro e innecesariamente frío para ser un hombre que se había hecho rico vendiendo dulces.

      Pero Julienne se dijo que tenía boca de poeta, por la promesa de eternidad de sus rectos labios. Y, aunque ni su negro cabello mostrara aún las huellas del tiempo ni su perfecta forma física hiciera otra cosa que aumentar su carisma, eso no le llamó tanto la atención como la energía que emanaba. Le pareció más grande y amenazador de lo que era, una especie de gigante oculto en el cuerpo de hombre.

      Tuvo la impresión de que la simple sombra que proyectaba podía tragarse a cualquiera que cometiera el error de acercarse.

      Sin embargo, ella no lo sabía cuando le puso la mano en el brazo.

      No tenía ni idea cuando la miró a los ojos y se sintió como si su corazón estuviera a punto de estallar.

      –¿Me invita a una copa? –acertó a preguntar, al borde del pánico.

      La frase ni siquiera fue espontánea. Sencillamente, era lo que había que decir, según le había contado Annette, su madre, una mujer de cuerpo frágil y carácter fuerte que, cada vez que iba a una de sus fiestas, volvía más débil que antes, como si algo o alguien le estuviera arrancando pedazos de su ser, dejándola cada vez más vacía. Había muerto cuando Julienne tenía catorce años, y todo el mundo dijo que había sido una bendición.

      Pero ella tenía intención de sobrevivir, por muy grande que fuera su vacío interior. Y, a diferencia de Annette, que nunca había sido una buena madre, estaba decidida a cuidar de Fleurette, que solo tenía diez años por entonces. Habría hecho lo que fuera por su hermana. Aunque le hubiera costado la vida.

      –¿Cuántos años tienes? –preguntó él en francés, con

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