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y observaba débilmente los brotes de hierba que crecían y cómo el verdor se extendía sobre las ramas de los árboles. A lo lejos, en el jardín de un vecino, había un melocotonero. Abby podía verlo.

      —Acabo de ver aquel melocotonero de allí —le susurró a Sarah una tarde. Estaba lleno de flores rosadas—. Es el primer árbol que veo florecer este año. ¿Crees que el árbol de Abby florecerá?

      —Supongo —dijo Sarah—. Está dando brotes.

      Abby pareció habitar en la floración del árbol de Abby. No dejaba de hablar de ello. Una mañana vio que algunos cerezos del jardín contiguo habían florecido y llamó a Sarah con impaciencia:

      —Sarah, ¿has mirado a ver si ha florecido el árbol de Abby?

      —Pues claro, ¿por qué lo preguntas?

      El rostro de Abby estaba radiante.

      —Ay, Sarah, quiero verlo.

      —Bueno, espera hasta la tarde —dijo Sarah, con la voz temblorosa—. Después de cenar te llevaré hasta la puerta de la habitación de delante para que lo veas desde ahí.

      La gente que aquella mañana pasaba por allí se quedaba mirando a Sarah Arnold realizando una extraña tarea en el patio delantero. No había ni una sola flor en el árbol de Abby, pero el árbol de Sarah estaba blanco. Sus delicadas ramas enguirnaldadas se agitaban suavemente y emanaban un aroma dulce. Las abejas zumbaban en torno a ellas. Sarah había colocado la escalera en el lado del camino, entre todas las flores y el dulzor, y cortaba y arrancaba las ramas blancas. Después cruzaba al otro árbol con los brazos llenos. Dejaban un rastro sobre el suelo verde, caían sobre sus hombros como bayonetas blancas. El aire a su alrededor estaba repleto de pétalos voladores. Parecía un ángel primaveral casero. Después ataba las ramas y las ramitas al árbol de Abby por el lado que daba a la casa. Trabajó mucho y rápido. Aquella tarde cualquiera que mirase al árbol desde la ventana se confundiría. Aquel lado del árbol de Abby estaba repleto de flores.

      Sarah llevó a Abby en su silla hasta la habitación delantera.

      —¡Ahí lo tienes! —le dijo.

      —¡Oh! ¿No es hermoso? —dijo Abby.

      Las ramas blancas se agitaban frente a la ventana. Abby se sentó a mirarlo con una pacífica sonrisa en el rostro.

      Cuando volvió a su lugar de siempre en la sala de estar, miró a Sarah con los ojos iluminados.

      —No hay por qué preocuparse —dijo—, el árbol de Abby siempre florece.

      Sarah de pronto gritó:

      —¡Ay, Abby, Abby! ¡Qué voy a hacer! ¡Qué voy a hacer! —Se lanzó sobre la silla de Abby y colocó el rostro sobre sus delgadas rodillas—. ¡Ay, Abby, Abby!

      —Pero Sarah, no debes… —dijo Abby.

      —No —dijo Sarah de inmediato. Se puso en pie y se enjugó las lágrimas—. Sé que estás mejor, Abby, y que pronto saldrás. Solo que has estado tanto tiempo enferma, que me ha afectado un poco y me ha venido todo de pronto.

      —Sarah —dijo Abby, solemne—, lo que tenga que pasar, pasará. Tienes que ver las cosas desde un punto de vista razonable. Somos dos y una tendrá que irse antes que la otra; siempre lo hemos sabido. No será tan malo como te imaginas. La señora Dunbar vendrá a vivir aquí contigo. Ya lo he arreglado todo con ella. Es muy fuerte y puede hacer fuego y sacar agua y traer los cubos. Tienes cincuenta años y vivirás unos cuantos más. Pero tarde o temprano me iré, de la noche a la mañana. Puedo aceptarlo. Hay caminos que se han abierto antes y ahí delante hay gente con linternas, por así decirlo. Tú…

      —¡Oh, Abby, Abby! ¡Para! —la interrumpió Sarah—. Si tú supieras. ¡No lo sabes! ¡No lo sabes! No he sido buena contigo, Abby. En absoluto. He estado ocultándote algo.

      —¿Qué me has estado ocultando, Sarah?

      Abby escuchó. Sarah habló. La hermosa boca de Abby siempre había mostrado un arco que le daba aspecto de dulce disfrute de la vida. Se mostró en su plenitud al final del relato de Sarah. Después se hizo más profundo. La pobre enferma se echó a reír, con un sonido encantador y alegre.

      Una mirada de asombro divertido asomó al rostro desesperado de Sarah. Se quedó en pie mirándola.

      —Sarah —dijo Abby—, ¡no me habría casado con John Marshall aunque hubiera venido de rodillas desde México a pedírmelo!

Sarah Orne Jewett

      Sarah Orne Jewett (1849-1909) nació en South Berwick, Maine. A los diecinueve años publicó su primer relato en la revista The Atlantic Monthly. En las décadas siguientes, llegó a ser una reputada autora, representante del regionalismo literario en Estados Unidos. Entre sus obras destacan Deephaven (1877), El marido de Tom (1882), A Country Doctor (1884), Una garza blanca (1886) y la novela La tierra de los abetos puntiagudos (1896, publicada en castellano por Dos Bigotes en 2015). Mantuvo una estrecha relación con la escritora Annie Fields, esposa del editor James Fields. Desde la muerte de este en 1881, ambas vivieron juntas en Boston, convirtiendo su casa en el lugar de reunión de grandes figuras literarias.

      Relato publicado en The Atlantic Monthly en octubre de 1897.

       Martha y su señora

      I

      Un día, hace muchos años, la vieja casa del juez Pyne tenía un insólito aspecto alegre y juvenil. El jardín tras la elevada valla brillaba con las flores de junio. En el gran patio delantero, a la sombra bajo los olmos, podían verse varias sillas colocadas juntas, como solían estarlo cuando toda la familia estaba en casa y la vida continuaba feliz, llena de charlas y placeres; cuando el anciano juez, el abuelo, solía citar a su favorito, el doctor Johnson, y les decía a sus niñas: «Sed energéticas, sed espléndidas y sed visibles».

      Una de las sillas tenía un chal de seda carmesí tirado despreocupadamente sobre el respaldo recto, y un paseante que mirase a través de la puerta entre los altos postes con sus urnas blancas, podría pensar que esta pieza de brillante color oriental era un enorme lirio que había florecido de pronto contra el arbusto de celindas. Había algunas ventanas que solían estar cerradas abiertas de par en par, y las cortinas flotaban libres con la ligera brisa de la tarde estival; parecía como si una gran familia hubiera regresado a la vieja casa para llenar sus mejores habitaciones y las hubiese encontrado de su agrado.

      Era evidente para todos en el pueblo que la señorita Harriet Pyne, por usar la frase del lugar, tenía compañía. Era la última de su familia, y no era, de ninguna manera, un vejestorio, pero al ser la última y estar acostumbrada a vivir con gente mucho más mayor, había adquirido todos los hábitos de una persona seria y provecta. Las damas de su edad, poco más de treinta, a menudo llevaban discretas capotas aquellos días, especialmente si estaban casadas, pero al ser soltera, la señorita Harriet se aferraba a la juventud en este aspecto, haciendo la única concesión de mantener su ondulado cabello castaño todo lo suave y enrevesadamente peinado posible. Había sido la compañera diligente de su padre y su madre en sus últimos años, todos sus hermanos y hermanas mayores se habían casado y partido, o muerto y marchado de la vieja casa. Ahora que estaba ella sola, parecía lo mejor aceptar su edad de una vez y dedicarse más resueltamente que nunca a la compañía del deber y a los libros serios. Era más severa y dada a la rutina que sus mayores, como en ocasiones ocurre cuando las hijas de las gentes de Nueva Inglaterra son educadas por completo en compañía de ellos. A los treinta era más reticente a encontrarse en una situación inesperada que su madre, y sin duda más que su abuela, que había conservado algo de la alegría heredada del regocijo y cosmopolitismo de la época colonial.

      Había algo en aquel chal de seda carmesí en el patio delantero que hacía sospechar que las sobrias costumbres de la mejor casa de un pueblo de la tranquila Nueva Inglaterra estaban siendo desafiadas. En cierto

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