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no sólo del modo de producción capitalista, sino de las sociedades modernas como tales. En efecto, en la medida en que los procesos sociales se vuelven más complejos, el mercado y la organización se presentan como las dos únicas formas de coordinación social capaces de relevar los acuerdos discursivos inmediatos. Ciertamente, en El Capital Marx acertó al describir la modernidad como el lugar en el que ambas mediaciones entran en contacto, sin embargo, como vimos, lo hizo apelando a una secuencia que nos llevaría de la sujeción mercantil a la emancipación en la organización planificada. En realidad, la modernidad sólo puede ser pensada en términos teóricos como la co-imbricación, en el dominio económico, y la co-implicación, en la esfera política, del mercado y la organización. Aunque de formas distintas, el mercado siempre está imbricado en procesos de organización jurídico-políticos y la organización política siempre está implicada en procesos mercantiles donde se distribuyen los recursos económicos. De manera que el “presupuesto” “puesto” de la estructura social moderna no se agota en la lógica de producción mercantil, sino en la articulación del mercado y la organización como las dos formas de coordinación social que supuestamente prolongan los acuerdos discursivos inmediatos entre personas libres e iguales.

      Sin embargo, la “metaestructura” no expresa la constitución real de las sociedades modernas, sino su referencia, la declaración de aquello que pretenden ser, su ficción de Razón. El acierto de Marx consistió en mostrarnos que en las sociedades capitalistas esta Razón se encuentra instrumentalizada por la lógica del capital. No obstante, habría que mostrar que no sólo es el mercado el que se vuelve un instrumento para la obtención del plusvalor, sino también la organización. De ahí que en el capitalismo ambas mediaciones se vean transformadas en “factores de clase”. En ese sentido, la representación de la sociedad moderna como una sociedad dividida en clases sigue siendo esencial para el análisis de la modernidad. Sin embargo, la constatación del poder de “competencia-y-dirigencia” en la organización nos lleva a concluir que la clase dominante o, en otras palabras, la clase de los que “están arriba” en la jerarquía social, se compone de dos polos definidos por el tipo de privilegio al que tienen acceso sus representantes: el polo del poder del capital y el polo del poder de “competencia-y-dirigencia”.

      Del otro lado, la clase fundamental o la clase de los “sin privilegio”, tampoco es homogénea, se divide en distintos grupos y en estratos que se definen según la posición ocupada en las adquisiciones sociales, los derechos obtenidos, etc., o de acuerdo a factores como el género o la raza, los cuales no dejan de establecer diferencias significativas. Sin embargo, si se puede hablar de una clase fundamental es porque, a pesar de sus enormes diferencias, sus miembros carecen de los privilegios que provienen del control del poder del capital o el poder de dirigencia.

      Todavía más, por paradójico que pueda parecer, las clases no participan en la lucha de clase, quienes lo hacen son grupos que se desarrollan en su interior (la patronal del sector minero, los obreros de la gran industria, etc.). En realidad, las clases no son identidades políticas en sí mismas, sino escisiones definidas por la capacidad o incapacidad de acceder a los privilegios del capital y la “competencia”. De tal forma que la clase fundamental no es un sujeto político, la constitución de grupos con mayor o menor fuerza para intervenir en la lucha de clase depende de la elaboración de estrategias, de la consolidación de formas de organización más o menos efectivas, de la construcción de hegemonía, etc.

      Con todo, la ficción de Razón moderna opera como el plano de fondo de las luchas sociales modernas. De un lado, la clase dominante afirma que, tal como se estructuran actualmente, el mercado y la organización materializan las aspiraciones de libertad e igualdad. Del otro lado, la clase fundamental o, mejor dicho, los grupos que se organizan en su interior, suelen compartir esta referencia a la igualdad y la libertad, pero como aquello que “debería ser” y “no es”, aquello por lo que hay que luchar. Bidet denomina a esto la “anfibología de las sociedades modernas”, pues la “metaestructura” opera como una referencia compartida por ambas clases, aunque su significado se encuentra en una disputa permanente.

      De esta forma, el proyecto de la clase dominante consiste en mostrar que la instrumentalización del mercado y la organización expresa los ideales de libertad, igualdad y racionalidad, propios de la modernidad. En cambio, el proyecto de la clase fundamental no sólo consiste en evidenciar la falsedad de esta posición, sino en proponer un régimen social distinto. Este régimen ya no puede imaginarse como el resultado de la sustitución del mercado por la organización, sino como el gobierno del mercado por la organización y de la organización por la palabra democrática compartida entre todos, con la finalidad de establecer condiciones de libertad e igualdad reales.

      Ahora bien, Bidet señala que la aproximación “metaestructural” debe ser complementada con una aproximación sistémica. Esto es así porque la estructura de las sociedades modernas no puede dejar de entrelazarse con la dimensión del Sistema-Mundo. Analíticamente, la estructura y el sistema hacen referencia a realidades distintas: el análisis de la estructura moderna de clase nos remite a un tipo de apropiación privada de los medios de producción, mientras que el análisis sistémico nos dirige a una forma de apropiación privativa del territorio por comunidades nacionales o de otro tipo. De hecho, en el plano del sistema no existe ninguna referencia “metaestructural” a los supuestos de libertad e igualdad, sino una lógica de guerra permanente; tampoco hay lugar para un relato que nos plantee la abolición de las relaciones de clase, sino la búsqueda simple y llana de un optimum, de un equilibrio más o menos racional entre las distintas fuerzas.

      Con todo, Bidet señala que en las últimas décadas hemos asistido a una transformación de época donde la estructura y el sistema se nos presentan como las dos dimensiones de un mismo proceso. Se trata de la tesis del Estado-mundo, una tesis que no alude a ninguna utopía (o, más bien, a ninguna distopía), sino a una realidad que actualmente se encuentra en curso. El Estado-mundo se constata en la emergencia de una institucionalidad supranacional entrelazada con un mercado global en un proceso que tiende a extenderse a todo el planeta. Como ocurre con los Estados-nación capitalistas, este Estado-mundo también se encuentra dividido en una clase dominante y una clase fundamental de carácter mundial. De esta forma, las mediaciones del mercado y la organización, instrumentalizadas como factores de clase, se hallan implicadas en la última escala territorial posible: el planeta entero. Nos encontramos, por tanto, en la era de la Ultimodernidad.

      Ahora bien, este Estado-mundo también debe ser pensado como una condición de posibilidad para la emergencia del régimen neoliberal. De hecho, lo que distingue al neoliberalismo del liberalismo tiene menos que ver con una diferencia de postulados teóricos que con su carácter mundial. En efecto, a partir de las décadas de 1970 y 1980, la crisis del keynesianismo, el ascenso de figuras como Reagan y Thatcher, la debacle de la clase obrera, y, sobre todo, la revolución informática, apuntalaron las condiciones para el cumplimiento del sueño liberal: la dictadura del capital como principio del orden mundial. De ahí que, para Bidet, la constitución del nuevo Estado-mundo sea una constitución neoliberal que se impone de a poco en los Estados-nación, los cuales se ven obligados a someterse a las normas de las instituciones supranacionales y a las exigencias del mercado global.

      Pero, al pasar del dominio nacional al mundial, tanto la capacidad organizativa de los grupos que constituyen la clase fundamental, como su fuerza para influir en la toma de decisiones se ven seriamente debilitadas. Lo mismo ocurre con el polo de los “dirigentes-y-competentes”, quienes, en el régimen del Estado social, habían logrado ejercer su poder de organización en una alianza siempre frágil y contradictoria con la clase fundamental (establecimiento de derechos sociales, regulación de los mercados financieros, limitación de los grandes capitales); sin embargo, ahora se encuentran supeditados casi absolutamente a las directrices del capital global.

      Con todo, en el Estado-mundo también se vislumbra la posibilidad de construir procesos locales que tengan resonancias globales. Las protestas contra la clase dominante de una nación repercuten al otro lado del mundo en una vinculación de clase que aún hace falta construir. En cualquier caso, la clase fundamental no sólo habrá de enfrentar a una clase dominante mundial, sino a un hecho nunca antes imaginado: el ecocidio planetario. La idea de la Ultimodernidad no sólo hace referencia al hecho de que más allá

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