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como si tuviera una caldera bullendo por dentro.

      Talos tomó su maletín y ella, por un instante, creyó que había ganado y que se marcharía. Hasta que lo dejó encima de la mesa y lo abrió.

      –He intentado apelar a sus mejores sentimientos y a su codicia. Le he dado muchas oportunidades para que lo acepte por las buenas… –Talos sacó unos documentos y se los dio a ella–. Son las escrituras del Théâtre de la Musique. Puede leerlas si lo desea. Comprobará que me confirman como el nuevo propietario.

      Amalie, muda por el pasmo, solo pudo sacudir la cabeza.

      –¿Le gustaría leerlas?

      Ella volvió a sacudir con la cabeza y miró los documentos que tenía en la mano antes de mirar su serio rostro.

      –¿Cómo es posible? –susurró ella intentando hacerse una idea de lo que supondría para ella y la orquesta.

      –El sábado por la noche hice una oferta y la compra se ha rematado hace unas horas.

      –¿Cómo es posible? –repitió ella–. Estamos en Francia, la patria de la burocracia y el papeleo.

      –Dinero y persuasión.

      Volvió a guardar las escrituras en el maletín y se inclinó hacia delante hasta que tuvo la cara a unos centímetros de la de ella. Casi podía notar su aliento en la cara.

      –Soy un príncipe –siguió él–. Tengo dinero, mucho dinero, y tengo poder, mucho poder. Haría bien en recordarlo.

      Entonces, él se dejó caer otra vez en el respaldo de la silla y se bebió el café mientras la taladraba con el rayo láser de los ojos.

      Ella agarró la taza con todas sus fuerzas como si, de repente, le hubiese dado miedo que se le cayera. Las consecuencias iban ordenándosele en la cabeza.

      –Ahora que soy el propietario del teatro, me preguntó qué voy a hacer con el edificio y la orquesta. Al anterior propietario le cegó tanto la codicia por la oferta que le hice que no puso condiciones… –Talos se acabó el café y empujó la taza hasta que quedó al lado de la de ella–. Acepta tocar en la gala, despinis, y meteré tanto dinero en el teatro que volverán las multitudes y tu orquesta será la más conocida de París. Recházalo y lo convertiré en un hotel.

      Ella dejó de darle vueltas a la cabeza. Las consecuencias quedaron clarísimas entre sirenas de alarma.

      –Está chantajeándome –replicó ella en tono tajante–. Mejor dicho, está intentando chantajearme.

      Él se encogió de hombros y empujó la silla hacia atrás.

      –Llámelo como quiera.

      –Lo llamo chantaje y el chantaje es ilegal.

      –Dígaselo a la policía –él le mostró unos dientes blanquísimos–. No obstante, le advierto, antes de que les llame, de que tengo inmunidad diplomática.

      –Eso es rastrero.

      –Puedo ser mucho más rastrero y lo seré. Verás, pequeño ruiseñor, puedo hacer que no vuelvas a tocar el violín profesionalmente. Puedo borrar tu nombre y el de todos los que tocan contigo de tal manera que no os llamará ni una orquesta aficionada de provincias.

      La caldera bullendo se le pasó a la cabeza y le pareció que el cerebro le hervía con veneno. Jamás había sentido un odio parecido hacia ninguna persona.

      –Márchese de mi casa.

      –No te preocupes, pequeño ruiseñor, voy a marcharme en este instante –él miró el reloj–. Volveré dentro de seis horas y entonces podrás darme una respuesta meditada.

      ¿Una respuesta meditada? Estaba dispuesto a acabar con su carrera profesional y la de sus compañeros y amigos y ¿quería una respuesta meditada?

      La caldera se desbordó, la abrasó por dentro y se levantó para ponerse a su lado. La diferencia física era evidente aunque ella estuviese de pie y él sentado. El miedo y la rabia hicieron que lo agarrara del brazo como si su fuerza de voluntad pudiera arrastrarlo fuera de su casa.

      –¡He dicho que se marche! –gritó ella tirando de su brazo aunque fuera tan inamovible como un peñasco–. ¡Me da igual que sea un ridículo príncipe y su inmunidad diplomática! ¡Márchese!

      Talos, con unos reflejos que harían palidecer de envidia a un gato, le agarró las dos muñecas con una de sus inmensas manos.

      –Vaya, de modo que hay fuego debajo de esa piel tan blanca –murmuró él–. Estaba preguntándomelo.

      –Suélteme inmediatamente.

      El pánico se adueñaba de ella y aumentó más todavía cuando él le dio un giro y la sentó en sus rodillas sin soltarle las muñecas. Amalie, instintivamente, levantó una pierna y le dio una patada. El talón de su pie descalzo conectó con su espinilla… y sintió un dolor lacerante.

      Para Talos, ella podría haber sido como un mosquito. No se inmutó lo más mínimo, se limitó a rodearle la cintura con el brazo que le quedaba libre para sujetarla mejor.

      –Me parece que te ha hecho más daño a ti que a mí –él le levantó las manos para mirárselas–. Qué dedos tan elegantes… ¿Serás una niña buena y te portarás bien si te suelto?

      –Si vuelve a llamarme niña buena…

      –¿Qué? ¿Me darás otra patada?

      Ella se revolvió, pero fue inútil. Era como si sus brazos fueran unas tenazas de acero.

      Sin embargo, no era acero, era un hombre y sus dedos se hundían en su cintura… y no era nada desagradable.

      –Está asustándome.

      Era verdad en parte. Había algo que la asustaba, que la aterraba.

      –Lo sé y te pido disculpas. Te soltaré cuando me asegures que te has serenado y que no volverás a atacarme.

      Asombrosamente, su voz grave tuvo el efecto deseado. La calmó lo bastante como para que dejara de resistirse. Apretó los labios y tomó aire, e inhaló un olor viril y sombrío, el olor de él.

      Tragó la saliva que le había llenado la boca cuando notó la calidez de su aliento en el pelo. Todos sus sentidos se habían avivado y no podía volver a tomar aire. El corazón le latía con tanta fuerza que podía oír su eco. En medio de silencio que se hizo, notó que él también se ponía rígido, desde los poderosos muslos en los que estaba sentada a las inmensas manos que la agarraban.

      Ya no podía ni sentir el aliento de él, solo podía oír el zumbido de la sangre en los oídos.

      Entonces, se soltó las manos, se levantó de un salto y fue hasta el extremo opuesto de la cocina con las piernas temblorosas.

      Ya podía respirar, pero tenía la respiración entrecortada y le dolía el pecho por el esfuerzo.

      Talos, por su parte, se puso tranquilamente el abrigo, se rodeó el cuello con una bufanda azul marino y tomó el maletín.

      –Seis horas, despinis. Respetaré tu decisión, pero tienes que saber que si tu respuesta sigue siendo negativa, las consecuencias serán inmediatas.

      El teléfono de Amalie vibró.

      –Mamá…

      –Chérie, he averiguado algunas cosas.

      Eso era típico de su madre, iba directamente al grano. No existía el más mínimo silencio que no pudiera llenar su madre.

      –No he podido hablar directamente con Pierre.

      Parecía indignada, como si Pierre Gaskin hubiese tenido que estar pegado al teléfono por si Colette Barthez, la cantante clásica más famosa del mundo, se dignara a llamarlo.

      –Sin embargo, he hablado con su encantadora secretaria y me ha contado que esta mañana había llegado tarde a la oficina, que les

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