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vendido –murmuró Amalie.

      Solo hacía dos meses, Pierre Gaskin, el propietario del Théâtre de la Musique o, mejor dicho, su antiguo propietario, había tenido problemas para pagar la calefacción.

      –Eso parece, chérie, pero ¿por qué lo ha comprado el príncipe Talos? No sabía que fuera mecenas de las artes.

      –No tengo ni idea –contestó Amalie.

      Notó un cosquilleo al oír su nombre y frunció el ceño al darse cuenta de que debía de ser la décima mentira del fin de semana.

      Era un jaleo.

      No le había contado a su madre lo que había pasado ese fin de semana, no había tenido fuerzas para aguantar su reacción además de todo lo demás, y solo le había pedido que utilizara todos sus contactos para saber si era verdad que el príncipe Talos Kalliakis había comprado el teatro.

      Ya sabía la respuesta.

      Talos no se había tirado un farol y, en realidad, ella tampoco había creído que lo hubiera hecho. Había acudido a su madre por la sensación de que tenía que hacer algo, no porque tuviera alguna esperanza.

      –Conocí a su padre, el príncipe Lelantos…

      La voz de su madre adoptó un tono soñador. Era un sonido que Amalie conocía porque había sido la confidente de su madre desde que tenía doce años.

      –Canté una vez para él, era… –su madre buscó la palabra adecuada–. Todo un hombre.

      –Mamá, tengo que dejarte…

      –Claro, chérie. Si vuelves a ver al príncipe Talos, dale recuerdos.

      –Lo haré.

      Amalie apagó el teléfono, lo dejó en la mesa y se llevó las manos a la cara. Solo podía hacer una cosa más, iba a tener que contarle la verdad a Talos Kalliakis.

      Capítulo 3

      CUANDO Talos llamó al timbre de la puerta, sabía que Amalie tenía que estar esperándolo. Ella la abrió casi antes de que él pudiera retirar la mano y lo miró sin inmutarse, como si no hubiera pasado nada entre ellos, como si ella no hubiera perdido la calma.

      La siguió hasta la cocina sin haberse cruzado ni dos palabras.

      Vio una bandeja de pastas y dos platos en la mesa, y olía a café recién hecho. Amalie se había vestido para representar su papel, se había puesto unos vaqueros negros que se ceñían a su esbelto cuerpo y un top plateado de cuello abierto. Se había recogido el pelo liso y oscuro en un moño que le cubría la delicada nuca. No se había maquillado lo más mínimo y la implacable luz que llegaba del techo le iluminaba las pecas.

      Él tuvo claro que había entrado en razón, como era natural. Era violinista profesional. No debería haber recurrido al chantaje.

      Estaba quedándose sin tiempo. La quimioterapia estaba debilitando mucho a su abuelo. Entonces, volvió a acordarse de que había previsto volver después de la audición del sábado y pasar el resto del fin de semana con su abuelo, pero, en cambio, se había visto obligado a comprar, deprisa y corriendo, ese edificio espantoso de París porque la única violinista que podía hacer justicia a la última composición de su abuela estaba poniéndose muy terca

      Nadie se ponía terco con Talos Kalliakis, absolutamente nadie. Que esa criatura esbelta le plantara cara…Sin embargo, había entrado en razón y eso era lo único que importaba en ese momento. Esbozó una leve sonrisa victoriosa y se sentó en la misma silla donde había estado sentado hacía seis horas. En ningún momento había pensado que no iba a salirse con la suya. Lamentaba haber tenido que recurrir al chantaje, pero esa vez había sido inevitable. Solo faltaba un mes para la celebración del cincuentenario, pero había tiempo para que ella aprendiera la parte solista y para que la orquesta aprendiera el acompañamiento. Quería que todo estuviera perfecto antes de que salieran al escenario del palacio.

      Amalie le rozó el brazo cuando dejó la taza en la mesa y a él le llamaron la atención sus dedos, como le había pasado antes, cuando los tenía en su mano. En realidad, lo que le llamaban la atención era las uñas que remataban esos elegantes dedos. Las uñas de la mano izquierda eran cortas y romas, pero las de la derecha eran mucho más largas y recortadas. Esas uñas lo habían desconcertado durante todo el día, también le había desconcertado su reacción cuando la había sentado en sus rodillas después de que ella hubiese dejado aflorar su rabia.

      Le gustaba estar con mujeres hermosas y a las mujeres hermosas les gustaba estar con él. Había mujeres hermosas que lo miraban a los ojos durante un rato más largo de lo normal. Cuando se enteraban de quién era, sus miradas no se apartaban y tenían un brillo… sugerente. No había conocido a ninguna mujer a la que no le hubiese gustado. No había conocido a ninguna persona, hombre o mujer y al margen de su familia, que le hubiese negado algo que él quería.

      Amalie Cartwright era una mujer hermosa a su manera. Su actitud desafiante con él le enfurecía e intrigaba. ¿Qué pasaría si le avivaba, en una situación más íntima, ese fuego que había vislumbrado esa mañana? ¿Qué tendría que hacer para que ese fuego de rabia se convirtiera en fuego de pasión?

      Había percibido el cambio en ella cuando se había quedado completamente quieta y se le había entrecortado la respiración antes de que se le hubiese cortado por completo. A él también se le había cortado la respiración. Había estado mirándole los dedos con desconcierto y, acto seguido, había sentido una excitación tan fuerte por todo el cuerpo que se había quedado sin aire.

      Jamás había tenido una reacción así.

      En ese momento, cuando la miraba sentarse donde se había sentado esa mañana, volvió a notar esa excitación que se adueñaba de él. El mes que se avecinaba prometía mucho.

      –Monsieur, antes apeló a mis mejores sentimientos…

      –Y a ti te dio igual –le interrumpió él.

      Ella bajó la cabeza, reconociéndolo.

      –Tenía mis motivos y voy a contárselos con la esperanza de poder apelar también a sus mejores sentimientos.

      Él la observó con detenimiento, pero se quedó en silencio para que ella dijera lo que pensaba. ¿No estaría intentado rechazar su oferta con otros argumentos?

      –Lo siento, pero le mentí. No tengo un compromiso previo –ella se mordió el labio inferior–, tengo miedo escénico.

      A Talos le pareció una idea tan absurda que sacudió la cabeza y se rio.

      –¿Tú? –le preguntó él sin disimular la incredulidad–. Tú, la hija de Colette Barthez y Julian Cartwright, ¿tienes miedo escénico?

      –¿Sabe quién soy?

      –Lo sé perfectamente –él se cruzó de brazos y se esfumó todo rastro de jovialidad–. Me he ocupado de saberlo.

      Ella entrecerró los ojos verdes con un brillo de indignación, el primer indicio de que la serenidad que aparentaba solo era una fachada.

      –Tu madre, francesa, es la mezzosoprano más codiciada del mundo. Tengo que reconocer que no sabía nada de tu padre, pero tengo entendido que es un famoso violinista inglés. También me he enterado de que tu padre tocó con mi abuela en el Carnegie Hall cuando empezó a tocar en solitario –él se inclinó hacia delante con la barbilla en las manos–. Se te consideró una niña prodigio hasta los doce años, cuando tus padres te apartaron de los escenarios para que te concentraras en los estudios. Te hiciste profesional a los veinte años, cuando entraste como segundo violín en la Orquesta Nacional de París, y sigues en el mismo puesto cinco años después.

      Ella se encogió de hombros, pero mantuvo una expresión tensa.

      –Lo que ha dicho es algo que cualquiera puede encontrar en Internet en cuestión de treinta segundos. Mis padres no me apartaron por mis estudios, eso fue lo que dijo mi madre, lo hicieron

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