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Y como Dios y como las sombras también está allí, en la atmósfera húmeda de su cuarto, estirándose, encogiéndose, retorciéndose. Nada lo detiene. Gradúa sus pasos, al principio lentos y poco a poco acentuándose hasta que se vuelca en un torbellino sin sentido. Martiriza tanto que pierde su naturaleza. Se ahoga en su propia intensidad. Golpea aquí y allá, por todos lados remueve, destroza. Entonces ya no se puede llamar dolor. La palabra sale sobrando. Es algo inefable, traspasa los límites de la expresión, va más allá, al vacío, forma parte de lo eterno, como lo que pasa, como lo que se pierde y jamás se toca con el sentido del tacto ni se concreta.

      Dios, la noche y el dolor en su cuarto misérrimo. Él lo dijo: “Parirás tus hijos con dolor” y el apotegma no se detiene, se arrastra por su cauce, infinito, va de mujer a mujer, rueda por el tiempo sin división ninguna, con duración ilimitada. Y ese padecer, ese padecer cósmico, que no es materia, que no se puede ver ni tocar, tan abstracto como la noche, se la lleva, ella lo presiente. Su intuición más firme, esa que nunca falla porque se encuentra en la base, en lo que del ser nunca es destruido, se lo afirma. Es engendro de su misma esencia. Porque todo va perdiendo importancia. Porque aunque sus manos se deslicen por todo su cuerpo ya no se palpa ni el vientre hinchado, ni las caderas ensanchadas, ni las facciones de su rostro, ahogadas en sudor. Todo ello se ha vuelto amorfo, una sola masa torturada. Su carne se embrutece, envilecida por el suplicio. Ya no le habla de secretas cosas con el sigilo de lo que se mantiene oculto. Empequeñecida, desmoronándose su arquitectura vital, no dice nada, se hunde en un absoluto vacío. El mismo silencio enmudece, se cuaja en las paredes de adobe, se adhiere a las patas del catre maloliente.

      —Tu mujer, Julián, te digo que tu mujer...

      —Vete al diablo. Me importa él, lo oís, nada más que él. Sacalo como podas, arrancalo, escarbá bien porque lo quiero enterito. Enterito.

      Ya no son varios dolores divididos, son todos juntos, un solo dolor inmenso, indeterminado, rompiendo por dentro, deshaciendo, derrotando sus últimas facultades volitivas. Entonces, gritar más y más, con más fuerza, sin intención, sin deseo, pero se hace porque de lo contrario el cuerpo estalla, se revienta. Existe la necesidad de gritar, es imposible evitarla. Aunque las circunstancias no lo requieran así, porque en tal caso lo mejor es ahogarse en sí mismo, suprimir las manifestaciones de pena. Éstas deben guardarse, acumularse dentro, retenerlas allí porque finalmente se requiere mucha fuerza, mucha energía. Y cuando este final se tarda, cuando éste no llega, cuando no se apresura para matar de una vez todos los dolores, es necesario seguir pujando, pujando hasta agotarse, ya que el dolor no espera, hay que alcanzarlo con otra naturaleza que no es la de una, porque ésta se ha vuelto toda dolor.

      —Ya viene, ya le veo la cabeza. Pero, con razón, si es que tiene una cabezota. Debe ser varón...

      El momento crítico ha llegado. Toda la angustia, todo lo que se ha guardado se echa fuera con un grito único, insuperable.

      —Ya, ya está aquí. Pero... Pero, está muerto... está...

      —¿Muerto, muerto decís?... Nació en silencio el pendejo. Esa bestia —y señaló a la madre—, esa bestia no pudo ni siquiera parir bien.

      —Pero Julián...

      —¡Qué Julián ni qué santo pintado! Este cuarto apesta, hiede a matadero. ¡Me voy! Hiede a matadero...

      Otra vez el silencio, un silencio cargado de zozobras. ¡Nada! De nuevo el vacío, lo intangible, su soledad. Porque aquello que está a su lado, aquello no es de ella ni es de nadie. Tiene su propia soledad, su particular manera de existir, su rareza única e incompatible. No, no es de ella ni de nadie. Se pertenece únicamente a sí mismo, a la peculiaridad de su mutismo, a su naturaleza introvertida. Él no le pertenece porque está fuera de la singularidad de ella, con su esencia y propiedad características. Pensar en él es pensar en una tercera persona, muy distante de su yo, de su individualidad. Está a su lado sin un grito, sin un llanto, en su actitud hermética. No puede verlo ni tocarlo pero adivina su presencia, presintiendo la cercanía de su cuerpecito inmóvil.

      —¡Julián!...

      El nombre se le queda en la garganta. ¿Para qué llamar si nadie la oiría? Sin embargo...

      —¡Juliaaán!...

      Necesita sentirse apoyada aunque sea solo por el nombre. Lo repite con los más agudos llamados de su pensamiento, porque éste es más rápido, porque en éste las sílabas se alcanzan unas a otras sin que la palabra pierda su estructura. ¿Por qué se mantendría tan mudo, tan quieto? ¿Alcanzarlo? ¿Pero, cómo? Tocar sus miembros, su cabecita, sus piececitos fríos. ¿Fríos? “Está aquí, pero está muerto, muerto...” Ni angustia, ni congoja. Ningún sufrimiento. A veces también las penas son vacías, sin contenido. Él no le pertenece, no es de nadie. Está fuera de su singularidad, con su esencia y propiedad características. ¿Cómo llegar a él, cómo juntársele?

      Dios y la noche en su cuarto oscuro, tremendamente oscuro. Aunque afuera el sol se desparrama por sobre los tejados y las calles, por sobre la ciudad entera, allí adentro continúa la noche. Porque las resonancias forman parte de la luz, del día, de la felicidad. Su elemento es claro, burbujeante, bullicioso. Pero el sufrimiento es parte de la noche, de su silencio, porque los dolores también son mudos y oscuros, se van al vacío, forman parte de lo eterno, como lo que pasa, como lo que se pierde y jamás se toca con el sentido del tacto ni se concreta.

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      NADIE LLAMA DE LA SELVA

      MIRTA YÁÑEZ

      El perro había quedado atrás. Quizá no se llamaba Buck, aunque tampoco leía periódicos, así que no sospechó nada. La casa fue cerrada y el jardín se detuvo tras una cerca de dos metros de altura, cubierta a tramos por una enredadera. El perro estaba de pie en el portal, vigilante, con las orejas enhiestas y en actitud de espera. Desde la calle no se le podía distinguir mucho. Desde la ventanilla del ómnibus se veía no solo al perro, sino el sello oficial que clausuraba la casa.

      El perro era blanco, con algunos mechones oscuros en el pecho y en el lomo, de pelo corto y lustroso, bien cuidado. En los primeros días se afirmaba en las cuatro patas con seguridad y altivez. No olfateaba el viento ni se movía, simplemente esperaba. La casa era una de esas añosas de El Vedado, ya despintada y con aires de decadencia. Sin embargo, el jardín se notaba verdecido y daba muestras de haber sido podado en fechas recientes. El soplo de abandono que se iría posesionando de todos sus recovecos, todavía no había borrado la memoria de las manos que una vez lo atendieron.

      Al cabo de unos días, el perro continuaba en igual posición, al lado de la puerta principal. Sin duda no quería moverse para ser el primero en notar el regreso de quienes él sabía que tenían derecho a entrar en la casa y reanudar la vida, la única vida que el perro había conocido. Se mantenía en su sitio, con la misma expresión orgullosa, confiada, aunque su bella estampa comenzaba a deteriorarse. Podría pensarse que estuviera ya impaciente, había dejado de gustarle el juego, como broma ya bastaba.

      Una semana más tarde, el perro acusaba algún desconcierto. ¿Qué pasaba? ¿Qué podía haber hecho mal? ¿Por qué sus amos, sus dioses, no regresaban? Seguía de pie y mirando fijamente hacia el punto exacto por donde había visto a su familia por última vez, pero ya con cierta inquietud y fatiga, con toda certeza también hambre y sed. No le importaba mucho, en realidad, la falta de alimento. Ni tan siquiera no poder entrar a su cubil predilecto, hacerse un ovillo, suspirar y dormirse con el corazón en calma. Toda su pequeña cabeza estaba concentrada en entender a qué se debía aquel castigo que no creía merecer.

      El perro no había oído hablar de Buck, así que no se sentía un héroe. No había visto nunca nieves, ni trineos, ni ventisqueros, ni aquellas eran las heladas comarcas del Klondike. Nadie le había pegado nunca con un palo. Cuando paseaba por el barrio lo llevaban con unas cómodas correas que más bien lo hacían sentirse protegido y ni siquiera tenía idea de que otros perros como él podían matarse a mordidas. Esta era la casa donde había vivido siempre desde que lo trajeron como

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