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parte. Por todos lados se aparecía el mar violeta, hinchado.

      No era triste, pero nos sentimos abandonados, olvidados para siempre y agobiados por nuestra decisión de quedarnos ahí, asidos de la mano, sintiendo desinflarse nuestra esperanza entre las miradas curiosas de la gente y el taxista que creía más conveniente gritar sin soltar la portezuela de su auto a acercarse a la mujer que se esforzaba por oírle desde la puerta del café.

      Ya otros extranjeros habían venido antes que nosotros, nos había contado el taxista en el camino. Pero no era un pueblo de turismo. No había restoranes ni hoteles como en Argostolión o en Sami. Ni los yates se acercaban a Fiskardo. Para qué, si no había nada. Con todo, este grupo de extranjeros volvía cada año en el verano y siempre ocupaban el faro abandonado que quedaba un poco apartado de la aldea. Eran jóvenes. Americanos, creía el taxista en su italiano atroz, pero nosotros tampoco hablábamos, de manera que ahí nos entendíamos con gestos y miradas, fingiendo comprender antes de tiempo.

      Extranjeros, en fin, ellos los mismos siempre. Ellas distintas cada vez, pero los extranjeros, se alzaba de hombros el taxista. En el pueblo los aceptaban bien. Habían ayudado a apagar un incendio. A veces trabajaban en la colecta de aceitunas. A cambio de comida porque eran pobres. Se vestían con harapos, vivían en el faro abandonado. Pero eran extranjeros, y el taxista nos miraba por el espejo y no nos preguntaba a qué veníamos.

      Toda esta historia nos había inquietado un poco. Más gringos. Más hippies.

      Nos trataba como a fuereños y no extranjeros y pensé que a lo mejor era porque desde el principio Enrique había especificado rudamente que éramos americanos.

      Alquilamos un cuarto. No era la casita maravillosa, aislada y toda blanca cuyas puertas se abrían al mar. No era la arena traslúcida y llena de silencios y caparazones nacarados que uno imagina cuando piensa en una isla desierta en Grecia. Era una casa bastante horrenda y llena de colorines, más apropiada para el suburbio frío de una ciudad sobrepoblada que para ese sol ardiente que nos caía encima sin darnos tiempo a nada. Como un panal. Cuartos llenos de puertas, de pasillitos, de carpetitas tejidas y fotos de familia. Objetos de plástico, recuerdos de bodas y calendarios de rubias voluptuosas, grotescamente exóticas con textos en griego al pie.

      Nuestro cuarto era pequeño, cargado de mesas y roperos y una cama enorme. Dos ventanas. Alquilamos también el uso de la cocina junto a la cual había un baño, hecho de mosaicos baratos y sin agua. Afuera, en la entrada, había una especie de plataforma de cemento en torno a un pozo. Ahí se bañaba todo el mundo cuando se bañaba. El agua era cristalina, pura. Helada. Alrededor de la casa, una pequeña huerta y más allá un gran terreno baldío, basura, maleza y moscas, ladrillos rotos y olivos polvosos separaban la casa del pueblo. Atado a uno de estos olivos había un perro que giraba incansablemente hasta enrollarse por completo y luego en sentido contrario. Cuando se aburría de este ejercicio, se trepaba al árbol con un certero salto y ahí parecía meditar largamente, ladrando de cuando en cuando y sin motivo especial. Hacía seis años que estaba ahí.

      Luego encontramos un cobertizo de madera en donde se guardaban las herramientas y con la autorización de nuestra casera que nos veía organizarnos un tanto sorprendida, hicimos una especie de estudio que con el tiempo fue convirtiéndose en observatorio de arañas.

      Así nos instalamos, sintiendo un optimismo casi histérico, y después bajamos a conocer el pueblo.

      Son tan transparentes los sitios la primera vez que uno los ve, tan desprovistos de tormentos e ironías, tan secundaria la manera en que el espacio está distribuido o los colores combinados. Tan inocentes las puertas y ventanas y los cuadros que cuelgan y los objetos que yacen por ahí con su aire de permanencia indiscutible.

      Pero es que además éste era un café conmovedor porque tenía un cierto aire de adaptabilidad a la vida que se iba desdoblando idéntica, cambiando solo por lo bajo, a causa de la distracción de alguien que sin querer había corrido con el pie la mesa de su sitio eterno o había olvidado una bolsita de papel marrón barato que quedaría ahí para siempre. Y no era solo que era diminuto, era que había latas enormes y polvosas de aceite de oliva que se iban acumulando, invadiéndolo todo, y que nuestra casera debía sacudir una a una cada vez para encontrar la única llena.

      Un café en donde todo era azul añil y luego mil colores despedazados por todas partes. En donde había que blanquear el piso periódicamente con una escobilla rala y tiesa porque las manchas no salían pese a las vigorosas lavadas diarias. No obstante, un implacable olor o la amenaza de un olor a trapo siempre húmedo, de aceite mil veces recalentado, persistía y poco a poco acababa por asociarse con el hambre.

      Nuestra casera, Irini, era una mujer bajita de color saludable. La cara redonda y ojos muy azules. La cacique del pueblo, prácticamente. Durante cuarenta años había trabajado sin descanso, nos contaba entusiasmada esa primera noche, aceptando nuestra sonrisa cortés, llena de buenas intenciones. Tenía dos hijas casadas y un hijo marinero que volvería un día. Y un marido. Enfermo. Un perfil largo y melancólico, inverosímilmente apuesto, que observaba el mar apenas respondiendo a los saludos de la gente que pasaba. Caminaba con dificultad, con una lentitud medio sensual, luciendo una sonrisa dulce y apartada que dejaba por fuera la actividad febril de su mujer.

      Era así, nos decía Irini con sus manos regordetas. No la podía ayudar gran cosa. Estaba enfermo.

      A Enrique lo invadía una curiosidad amable, dispuesta y optimista que le dictaba las preguntas. ¿De qué vivían? ¿Pescaban a diario? Más gestos que palabras y lo veía animarse, encariñarse con su nueva situación. Recordaba su cara ensombrecida de unos meses antes, la súbita idea de venirnos a Grecia y tratar de comenzar de nuevo. Veía, o por segunda vez descubría, como después de haberlo olvidado imperdonablemente, su calma envidiable y sospechosa, sus ganas de vivir a su manera. Valiente y al mismo tiempo hipócrita porque, decía con su mirada quieta, no concebía el estar sufriendo a causa de alguien cuando tenía tanto que hacer con esto de vivir. Sentirse atormentado resultaba fatigante.

      ¿Por qué lo llamaba hipócrita? La acusación se me salía al percibir su impecable honor y dignidad a la española y comprendía que le era imposible mentir, y si lo hacía, era porque tenía motivos muy precisos que convertían a la mentira en una opción noble, casi heroica.

      Esa manera suave de mirar, directa; entre pudor y ansia de distancia, que a veces, inopinadamente, dejaba evaporar permitiendo un asombroso contacto, real e ineludible que le era siempre agradecido. Increíble.

      Desde ese primer día conocimos a los gringos, que en realidad eran de todas partes, no solo gringos, hasta un brasileño había, pero en inglés, gringos, gringos, jugando a la bondad y al mensaje de paz todos. Un tenue imperialismo emotivo. Enrique se retrajo de inmediato.

      Nos miraron con curiosidad, pero no nos hablaron. Nosotros comíamos con la cabeza baja. Enrique hablaba de mil cosas, deslizaba frases inocentes sobre el sincretismo y la alternancia que él adora y fingía una naturalidad violenta y ambos jugábamos a estar en un café en cualquier parte del mundo.

      En ese momento teníamos miedo. Los dos. Su cara había vuelto a ensombrecerse y yo lo odiaba. Teníamos miedo de ver esfumarse ese alivio que habíamos creído sentir y quedar atrapados eternamente en la horrorosa incomodidad en que habíamos estado viviendo. Irini y Christos se convertían de golpe en implacables símbolos de lo ajeno y la muda clientela griega con su aire apacible y sus miradas indiferentemente fijas eran una burla despiadada.

      La desesperación me estaba sofocando. A Enrique no. Él simplemente se había cerrado a todo y se negaba a oír la música y las risas y esa alegría ruidosa y sentimental que había invadido el café. Era solo el primer día y ya sentía que odiaba al pueblo y a su gente y a ese tiempo largo y quieto que habíamos propiciado con tanta meticulosidad.

      Los celos son terribles. Capaces de llevarlo a uno hasta Grecia. Y cuando son justificados, peor. Son una afrenta personal. Y ese café por la mañana, el autobús siempre repleto, la espera interminable en una tienda porque el de enfrente de pronto debe averiguar cosas palpablemente inútiles. Por qué, a quién le importa si la marca de té que pide ha desaparecido. El odio es fatigante. Y luego el amor y la nostalgia, cuando uno precia tanto

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