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repente, se escuchó un pitido que indicaba que alguien había cerrado un coche cerca de la casa. Paul se apartó rápidamente de ella. Unas voces femeninas se entrometieron en la niebla sensual que los había atrapado a ambos.

      Un segundo más tarde, alguien llamó a la puerta. Lia estuvo a punto de gemir de desilusión al reconocer la voz de Poppy.

      –¡Eh, Paul! ¿Estás ahí dentro?

      Paul apretó la mandíbula y miró la puerta con desaprobación.

      –Tengo que abrir.

      –Por supuesto –dijo ella. Se sentía expuesta por las sensaciones que le había producido el orgasmo. Necesitaba algo de intimidad para recuperarse antes de enfrentarse a las gemelas–. ¿Puedo utilizar tu cuarto de baño?

      –Está ahí –respondió él. Le indicó el pasillo mientras se dirigía a la puerta principal.

      En cuanto se miró en el espejo, Lia se encontró parpadeando para contener unas repentinas lágrimas. Se apoyó sobre el lavabo y se dejó llevar hasta que se fue sintiendo más tranquila.

      Lo que acababa de experimentar con Paul valía más que todas sus experiencias sexuales juntas. Eso le hacía preguntarse si se habría quedado en un lugar para siempre si hubiera encontrado algo así antes.

      Adoraba su vida errante, pero el tiempo que llevaba en Charleston le había dado la oportunidad de pensar en lo que quería para el futuro. ¿Iba a seguir viajando durante el resto de su vida o terminaría echando raíces en alguna parte? ¿Cuáles serían sus criterios para quedarse en un lugar? Había encontrado en Charleston muchas cosas que le gustaban, pero, ¿le parecía un hogar? ¿Se sentía atraída por el lugar, por la gente o por ambas cosas? La incapacidad de contestar le dijo que sería mejor que siguiera con su camino.

      Abrió la puerta y escuchó la conversación lo justo para recordar que se había comprometido a pasar la tarde con las gemelas.

      –Nos va a leer el futuro –le decía Poppy a Paul, refiriéndose a la promesa de Lia de sacar sus cartas de tarot y leérselas–. Que te las lea a ti también.

      –Todo eso son tonterías –replicó Paul.

      –Venga –insistió Dallas–. Voy a probar algunas recetas nuevas para la boda de Zoe y Ryan y habrá cócteles. Será divertido.

      –Por favor… –suplicó Poppy–. Ya no te juntas con nosotras…

      –Está bien. Ahí estaré.

      –Genial –dijo Dallas–. En media hora.

      –Y deja tu escepticismo en la puerta –apostilló Poppy–. El universo podría tener un importante mensaje para ti.

      Cuando las dos primas se hubieron marchado, Lia regresó al salón con una valiente sonrisa en el rostro para ocultar su desilusión por el cambio de planes.

      –Tiene razón –dijo–. Deberías venir con mente abierta. Las cartas tienen su manera de encontrar la verdad. Si uno abre el corazón, las respuestas brillan como el sol de mediodía.

      –Pero yo no hago esa clase de preguntas.

      Preguntas que podrían animarle a seguir su corazón y no su cabeza. Lia sabía que nada de lo que ella pudiera decirle lo convencería de lo contrario, por lo que ocultó su desilusión y se juró que solo le pediría lo que sabía que Paul podía darle.

      Paul estaba tomándose el segundo de los tres cócteles que Dallas había preparado para que los probaran. Aquel se llamaba poción de amor y con dos chorros de vodka y uno de bourbon mezclado con zumo de arándanos y de cerezas, pegaba muy fuerte.

      A pesar de que eran gemelas idénticas, con los ojos azules y el cabello rubio de su madre, Dallas y Poppy tenían personalidades muy diferentes. Dallas era ambiciosa y tenía la cabeza para los negocios de la familia. Desde su graduación, había trabajado en los mejores restaurantes de Charleston con el objetivo de abrir su propio local. Poppy, por el contrario, era estilista de un importante salón de Charleston y una activa bloguera. Era alocada y testaruda.

      –¡Eh, Paul! –exclamó Poppy–. Te toca a ti.

      –No me interesa.

      –¡Venga ya! Las dos lo hemos hecho –le dijo Dallas–. ¿De qué tienes miedo?

      –Además –añadió Poppy–, no es justo que tú hayas oído todos nuestros oscuros secretos y que nosotras no veamos los tuyos.

      –Yo no… Ya sabéis que estas cosas no me gustan…

      –Chicas, dejadlo en paz –comentó Lia. Recogió las cartas de Poppy y las juntó con el resto de la baraja.

      –Tiene miedo de enfrentarse a la verdad –observó Dallas.

      Durante la última hora, Lia había realizado predicciones bastante creíbles para las gemelas, pero Paul se había vuelto cada vez más escéptico por lo que veía. Aunque la habilidad de Lia parecía sincera, en opinión de Paul el concepto de poder predecir el futuro basándose en una carta no eran nada más que tonterías. Sin embargo, había permanecido en silencio porque Dallas y Poppy parecían estar divirtiéndose o, al menos, lo parecía. Algunas de las predicciones de Lia las habían dejado algo preocupadas, aunque las dos reían y se tomaban sus cócteles para disimularlo

      –No hay verdad a la que yo tema enfrentarme –afirmó Paul–. Solo veo que todo esto es una gran pérdida de tiempo.

      –¿Desde cuándo es una pérdida de tiempo divertirse? –le preguntó Poppy.

      –En lo que se refiere a Paul, desde siempre –afirmó Dallas.

      –Venga, Paul –insistió Poppy–. ¿Qué malo tiene que Lia te lea las cartas?

      Al ver que sus primas no iban a dejar de insistirle, Paul se terminó su cóctel y se dirigió a la silla que Poppy acababa de dejar vacía. Los ojos de Lia brillaron cuando le ofreció las cartas.

      –Mientras las barajeas, piensa en algo sobre lo que les quieras preguntar a las cartas –dijo ella.

      –De verdad que no hay nada.

      –En ese caso, deja que tu mente vuele.

      Paul barajó las cartas con indiferencia para demostrar que consideraba todo aquello una gran pérdida de tiempo. Sin embargo, mientras lo hacía, se encontró pensando en los deliciosos minutos que había compartido con Lia en su casa antes de que llegaran sus primas. Su sabor. El modo en el que se había entregado a él. En cómo pronunció su nombre al alcanzar el orgasmo.

      Su cuerpo se tensó y se rebulló con incomodidad en la silla. Entonces colocó las cartas sobre la tela de seda que ella había colocado sobre la mesa del comedor.

      –Ya sabes que no me creo nada de esto –musitó.

      –No crees y está bien, pero nunca se sabe. Podrías escuchar algo interesante. Ahora, corta –le instruyó ella–. Haz tres montones.

      Paul hizo lo que ella le había ordenado.

      –Ahora, escoge un montón –dijo Lia.

      –Este –respondió él indicando el montón de su derecha.

      Lia asintió, recogió las cartas y colocó el que él había elegido en la parte superior. Entonces, empezó a colocar las cartas en un orden particular y boca abajo, tal y como había hecho antes.

      –¿Listo?

      –Sí.

      Rápidamente, sus primas se acercaron a la mesa y se sentaron en las sillas que estaban vacías a ambos lados de Paul. Sentían mucha curiosidad.

      –Empezaremos con estas dos del centro –dijo Lia.

      Le dio la vuelta a la primera. Se trataba de un anciano

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