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solo y sin azúcar.

      –¿Es leche de cabra? –preguntó May mientras levantaba la jarrita.

      –Sí.

      –Pues voy a probarla –bebió un poco y sonrió–. Perfecta. De hecho, todo me parece perfecto. Por lo que veo, no hay ninguna razón para que no podamos llegar a alguna clase de acuerdo.

      –Mamá... –comenzó a decir Rafe.

      Su madre le hizo un gesto para que se callara.

      –Quiero estar aquí, Rafe. Quiero formar parte del rancho y no veo ningún motivo por el que Heidi y Glen no puedan formar también parte de él. Hay espacio de sobra para todos.

      A Heidi le gustaba como sonaba aquello, pero se reservaba su opinión hasta que conociera todos los términos de aquel acuerdo. O hasta que pudiera devolverle a May el dinero. Aunque tenía la sensación de que eso podía llevarle mucho tiempo.

      –¿Qué tienes en mente? –preguntó Heidi.

      –Me gustaría hacer algunos arreglos –contestó May–. Hay que arreglar el establo y las cercas. Y la casa... –miró los electrodomésticos–. Todo esto estaba ya cuando yo vivía aquí. Odio ese horno.

      –Yo también –admitió Heidi–. Uno de los lados apenas calienta.

      –Sí, y tienes que estar girando continuamente la bandeja del horno. Habrá que pintar y posiblemente cambiar los suelos.

      –Paso a paso –le recordó Rafe–, cada cosa a su debido tiempo.

      May apretó los labios.

      –Lo siento, Rafe, pero llevo veinte años deseando volver a este rancho y por fin lo he conseguido. A mi edad, uno no puede permitirse el lujo de hacer las cosas despacio.

      –¡A tu edad! –Glen sacudió la cabeza–. Pero si apenas has dejado de ser una adolescente. ¡Es una pena que seas tan joven para mí!

      May agachó la cabeza.

      –Tengo cuatro hijos.

      –Sí, pero incluso viendo a Rafe aquí, me resulta difícil creerlo.

      Rafe apretó la mandíbula.

      –A lo mejor deberías hacer una lista –dijo Rafe.

      Todos se volvieron hacia él.

      –De lo que te gustaría hacer en el rancho –aclaró.

      –Sí, es una buena idea –se mostró de acuerdo su madre.

      –Hasta una ardilla ciega es capaz de encontrar una bellota de vez en cuando –musitó Rafe.

      Heidi disimuló la sonrisa tras la taza y pensó que a lo mejor se había precipitado al juzgar la falta de sentido del humor de Rafe. Por mucho que le gustara May, era consciente de que no era fácil tratar con ella. Aquella mezcla de dulzura y determinación podía llegar a ser explosiva. Y Glen no era más sencillo.

      May dejó la taza.

      –Rafe y yo deberíamos marcharnos. Quiero ponerme a hacer inmediatamente esa lista. ¿Sabéis que estamos alojados en el Ronan’s Lodge, verdad?

      –Así que os vais a quedar en Fool’s Gold –comentó Glen.

      Fue Rafe el que contestó.

      –Sí, hasta que no se arregle todo esto, no pensamos movernos de aquí.

      Era más una amenaza que una promesa.

      –¡Qué alegría! –Glen tomó la mano de May–. Estoy deseando volver a verte.

      –Yo también –susurró May en respuesta, mirándole a los ojos.

      Heidi no sabía si sería mejor dejar sola a aquella pareja o insistir en hacer de carabina. En cualquier caso, iba a tener una larga conversación con su abuelo.

      Estaba preguntándose si sería capaz de hacerle entrar en razón cuando descubrió a Rafe observando atentamente a Glen.

      Como si no tuvieran ya suficientes problemas, pensó sombría, segura de que Rafe continuaría intentando proteger lo que consideraba suyo. Lo único que esperaba era que esa casamentera le encontrara pareja pronto. Estando Rafe distraído, ella tendría más posibilidades de sobrevivir al desastre en el que se había convertido su vida.

      Heidi esperó a que se alejaran Rafe y su madre para regresar al cuarto de estar y sentarse enfrente de su abuelo. Glen se había sentado ya en su butaca favorita, dispuesto a ver la televisión.

      –No tan rápido –le advirtió Heidi, quitándole al mando a distancia–. Tenemos que hablar.

      –¿Sobre qué?

      Era todo inocencia, pensó Heidi con enfado.

      –De May Stryker. Tienes que dejarlo inmediatamente. Ya he visto lo que te propones.

      –Es una mujer atractiva.

      –Sí, y una mujer con la que no tienes que involucrarte bajo ningún concepto –se sentó en la alfombra, delante de él–. Glen, lo estoy diciendo en serio. No sigas. No compliques todavía más las cosas. Ya sabes lo que pasará. Te acostarás con ella unas cuantas veces, se enamorará de ti y tú perderás todo el interés.

      –Heidi, estás siendo muy dura conmigo.

      –A lo mejor, pero sé que es verdad. Y todo esto es muy importante.

      –Lo sé –se inclinó hacia ella–. Y no estoy tonteando con nadie.

      –Estás coqueteando con ella.

      –Porque me gusta de verdad.

      –Te gustan todas las mujeres.

      La expresión de Glen se tornó seria.

      –No, me gusta ella. Esta vez es diferente.

      Heidi fijó la mirada en aquel rostro tan familiar y se preguntó si sería capaz de hacerle entrar en razón.

      –No vas a conseguir convencerme de que esto puede llegar a ser algo más que una aventura. Durante toda mi vida te he oído decir que el amor es algo para tontos y débiles mentales. Que si siento que me estoy enamorando, lo que tengo que hacer es salir corriendo en dirección contraria.

      –¡Lo sé, lo sé! –alzó las dos manos–. Y tienes toda la razón al recordármelo. Pero estoy envejeciendo, Heidi. Hasta yo estoy dispuesto a admitirlo. Y envejecer solo está comenzando a convertirse en un error innecesario. Así que creo que estoy empezando a entender el valor de esa frase «hasta que la muerte nos separe», siempre que encuentre a la mujer adecuada.

      Heidi sacudió la cabeza.

      –No. No me creo que de pronto te hayas dado cuenta de que estabas completamente equivocado.

      –¿Por qué no? En otra época la gente pensaba que el mundo era plano y, sin embargo, no es cierto. Como te he dicho, es posible que estuviera equivocado. Y May no es como ninguna de las mujeres que he conocido. Eso es algo que no puedo ignorar.

      Heidi se tapó la cara con las manos.

      –¡No me hagas esto, te lo suplico!

      Glen se inclinó para darle un beso en la frente.

      –Eres una buena chica, Heidi, y te quiero. Lo sabes, ¿verdad?

      –Sí, Glen, yo también te quiero.

      –Entonces, confía un poco en mí.

      –Margarita con extra de tequila –pidió Heidi.

      Jo, la propietaria y camarera del bar de Jo, arqueó una ceja.

      –Tú no sueles beber tanto.

      –Esta noche, sí.

      –¿Tienes que conducir?

      Otras personas encontrarían aquella pregunta irritante u ofensiva.

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