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mi cabeza se apoyó en el colgante que llevaba siempre colgado en el cuello. Noté un cosquilleo y mi cuerpo sintió un hormigueo acompañado de un calor que, a día de hoy, todavía me cuesta describir.

      —Estás preciosa —me apartó cogiéndome por los hombros y me repasó de arriba abajo.

      —¡Dios santo! —exclamó mi abuelo—. Tiene el mismo parecido a ti cuando te conocí.

      —¡No digas tonterías, Eoin! —le regañó ella—. Maureen es más hermosa, y la mezcla española e irlandesa la hace más especial. Pero el encanto celta lo sigue manteniendo en sus venas —se enorgulleció.

      No había cosa en el mundo que le enorgulleciera más a mi abuela que la cultura celta. Ella nació en el norte de Irlanda, en Blacksod, en el condado de Mayo. Cuando mi padre se casó, recuerdo haber pasado allí unos días con ella y mi abuelo. Me contaron que, en cuanto mi abuela supo que la familia de mi madre era asturiana por muchas generaciones, no cabía en sí de alegría. Aquella tarde estaba tan guapa… Estaba tal y como la recordaba. Incluso su inseparable colgante de «hada» adornaba su esbelto cuello.

      —Bienvenida —se acercó John tímido, haciéndose paso entre la gente.

      —Gracias —le agradecí.

      No sabía lo que era tener un hermano. Me había criado sola toda mi vida, con apenas la compañía de mi abuela y su hermana soltera. Y, de repente, tenía una enorme familia: padre, madrastra, hermanastros, abuelos, tíos, primos…

      —Llevan días preparando tu llegada —me confesó en un rincón.

      —A muchos no los conozco. —Observé a la multitud.

      —Yo tampoco los conocía, pero los verás muy a menudo por aquí. Este es el centro de reuniones de la familia y de la zona.

      Las pintas de cerveza comenzaron a correr y la puerta no dejaba de abrir y cerrarse. Aquel ajetreo, pronto me daría cuenta, era la cosa más normal y formaría parte de mi monotonía diaria.

      —¿Cómo es? —le pregunté a John en la escalera, en un momento en que conseguimos estar a solas.

      —¿Cómo es quién?

      —Eh… —me costaba pronunciar la palabra, pero debía acostumbrarme—, papá.

      —Es… —pensó y se sentó a mi lado— reservado, observador y de pocas palabras, pero se puede hablar con él.

      —Pues a mí apenas me ha dirigido la palabra —le reproché.

      —Dale tiempo, él no es como Alison —bromeó.

      —¿Y ella? ¿Cómo es?

      —Es buena mujer. Quiere mucho a papá y todo lo que le rodea. Yo desconfié de ella cuando vine a vivir aquí, tanta amabilidad me confundía. Pero no se mete en mis asuntos y con eso me basta. Dice que para mis problemas debo recurrir a papá, porque son cosas de hombres. Pero que, si él no me hace caso, ella estará allí.

      —Es mayor que papá, ¿no?

      —Sí, pero se llevan bien. Desde que estoy aquí, no he oído nunca una riña entre ellos.

      —¿Por qué estás aquí?

      —Digamos que no le gusto demasiado a la pareja de mi madre, y ella como está locamente enamorada de él… Pues vine aquí—Suspiró mirando al suelo sin demasiada preocupación—. Que ella haga su vida y yo haré la mía. Fue la abuela quien, al sonsacarme mi situación en casa, me propuso venir. A papá lo veía de vez en cuando y siempre se preocupó por mí. Era él quien me contaba cosas de la familia y siempre te tenía presente. En cuanto llegaba una foto tuya, la colgaba en su rincón particular de fotografías. Pero siempre ha sido la abuela quien ha llevado la voz cantante en esta familia, por mucho que el abuelo crea que es él.

      Antes de comenzar el colegio, mis «padres» quisieron que me habituara a la casa y a la familia, para que no resultara todo tan drástico. Pasaba horas mirando la televisión, bajando al pub, aprendiendo cómo mi padre servía las pintas de cerveza, bromeando con mi hermano y mis primos, y comenzando a llevarme con mis hermanos pequeños. No fue fácil, la verdad, pero sabía que no habría marcha atrás.

      A los diez días comencé las clases en el colegio de la zona. Un colegio público donde yo era el nuevo weirdo (bicho raro). Diana perfecta de las bromas, la española recién llegada, la niña que le costaba seguir las clases por la falta de comprender el idioma al cien por cien. La que no se enteraba de nada en las clases de gaélico. En fin, no fue idílico que digamos. Niñas repelentes que me hacían el vacío, por ser la nueva y chicos que pasaban automáticamente de mí. Todos menos uno: Dylan Ronayne. Él fue mi amigo de escuela y a él también le hacían el vacío, por ser… diferente. Con «diferente», me refiero a que se corrió la voz por el tema de su homosexualidad y los demás chicos le daban de lado. Era una época donde la homosexualidad no estaba del todo aceptada en aquella sociedad.

      En fin, nos convertimos en besties a la fuerza y nuestros vacíos se unieron.

      Al principio, en casa les chocó bastante el tema de Dylan —a mi padre en concreto—. A Alison no le importaba, y mi hermano John, digamos que lo aceptaba, pero prefería mantenerse apartado, por si acaso. Una vergüenza. Yo lo veía de la manera más normal, al haber tenido como vecino en Asturias a un chico de la misma orientación sexual, y en el pueblo nadie le hacía de menos.

      Mi vida en Cork fue adaptándose, poco a poco. Las reuniones familiares, la vida entre casa, la escuela y el pub, las tardes de paseo con Dylan, el cuidado de mis hermanos menores y la aceptación por parte de mi hermano John de tener a una hermana adolescente. Los machaques de mi abuela con el gaélico los encontraba a veces excesivos. Alison estaba encantada con aquella vida familiar, y mi padre pasaba mucho tiempo trabajando en el pub, pero sin perdernos de vista. John y yo nos mirábamos siempre que lo sorprendíamos en los momentos en los que estábamos todos juntos y lo veíamos sonreír por cosas tan simples como el escuchar a Jake explicar lo que le había pasado en el colegio o simplemente mirando a Molly jugar con sus muñecas en su «hora del té».

      En la actualidad

      Pasaron cinco años y podríamos decir que estaba más integrada en el clan Hagarty de lo que la gente imaginaba.

      Una mañana, tuve dudas con un trabajo del instituto. Internet últimamente no funcionaba, y el rúter estaba en el dormitorio de John. Él se encontraba abajo trabajando y pensé que no le molestaría si entraba un segundo a intentar arreglarlo. John era muy celoso de su intimidad y siempre tenía la puerta cerrada. Nos llevábamos bien y habíamos hecho del desván nuestro propio territorio, pero eso no tenía nada que ver con sus cosas personales; eran suyas y debía pedírselas prestadas siempre que las necesitara.

      La verdad es que me daba pereza bajar para pedirle permiso acerca de unos simples botoncitos. Total, solo había que desenchufar y volver a enchufar. Así que me acerqué a la puerta, afiné el oído por si había alguien cerca y giré el pomo con cuidado para hacer el mínimo ruido posible. Si había alguien en el piso de abajo, podría escucharme. Abrí la puerta con cuidado y mi sorpresa fue que vi a alguien tumbado en la cama. Me paré en seco. Aquel no era John.

      Mi hermano era rubio como la cerveza y aquel cabello que asomaba era moreno. No sabía qué hacer, si entrar o salir con el mismo cuidado. Opté por lo segundo. Vaya, ¿quién sería? Conocía algunos amigos de John, pero por el cabello, no podía adivinar quién era. ¿Tom? ¿Silver? ¿Danny?

      Bajé al pub y me acerqué a él.

      —John, tengo problemas con Internet —le dije mientras él fregaba unos vasos—. ¿Me dejas intentar arreglarlo?

      —¿Tiene que ser ahora? —se fastidió—. Ha venido un grupo de la agencia y no puedo dejar esto.

      —Necesito presentar un trabajo

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