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o se reía o había preocupación.

      —¿Para qué sería? —preguntó tímidamente la voz al otro lado.

      —Don Chucho me encargó hacerle algunas preguntas a los empleados del club.

      —Solo tengo el turno de día. Por la noche se queda don Anselmo. Yo no tuve nada que ver, no estaba de turno cuando ocurrió el... robo —dijo «robo» como si no lo creyera o le costara reconocerlo.

      —Entonces, ¿usted no tiene ningún antecedente? —pregunté.

      —Le diré algo, aquí los empleados del club tienen un poco de miedo por lo que ocurrió.

      —¿Por qué?

      —Dicen que el predio tiene fantasmas. Han escuchado galopar a un caballo las últimas noches.

      —¿A qué hora ubico al guardia de la noche?

      —Al pobre viejito, después del robo, lo despidieron del trabajo, le echaron la culpa a él. Aquí todos querían mucho a don Anselmo.

      —¿No sabe dónde vive?

      —En los libros de registro aparece una dirección, si quiere la busco —hizo una pausa y se escuchó cómo pasaba las páginas. —Acá está. La dirección es en Peñalolén.

      Anoté los datos y colgué el teléfono. Preferí dejar a León mirando una película en el cable. Salí de la casa y caminé hacia Avenida Grecia, pero el Negro Molina me detuvo. Tenía cara de cebra. Antes de saludarme, dijo:

      —Cuéntame, Quique, no me dejes así.

      —La Gertru se vuelve loca por ti, Negro, lo que pasa es que con sus clases de actriz finge indiferencia —le mentí.

      —Sabía que era eso, yo le gusto —dijo con una media sonrisa.

      —Espera a que se le pase el enojo.

      El Negro pareció alegrarse:

      —Se le va a pasar —me dijo, y la cara se le encendió como una ampolleta. A mí me dio un poco de pena, pero continuó:

      —Ya vas a ver cuando me vea en el ¿Cuánto vale el show? —dijo.

      —¿En dónde?

      —En ese programa de la televisión donde buscan cantantes. El ganador graba un disco y lo convierten en estrella. Cuando gane el concurso, la Gertru va a estar orgullosa de mí.

      No creí mucho lo del programa. Sabía que el Negro siempre postulaba pero nunca quedaba. Tampoco tenía tiempo para escucharlo todo el día.

      —Tienes toda la razón, Negro, qué bueno —le dije, y me fui dejando que soñara con las luces de un estudio de televisión.

       7

      Peñalolén se encuentra en los faldeos de la cordillera. Allí se acaba la ciudad de Santiago de Chile y comienza, de pronto, la montaña. Hay barrios bonitos, algunos elegantes, con árboles en las veredas y jardines. Pero también hay poblaciones con casas pequeñas y estrechas. Las calles no están pavimentadas y las canchas de fútbol no tienen nada de pasto; hay muchas botillerías y las torres eléctricas se levantan en medio de las plazas. Los condominios elegantes y bonitos están muy cerca de las poblaciones pobres, separadas por murallas. Los de las casas bonitas no ven con buenos ojos a los del otro lado de la muralla. Viven juntos, pero separados.

      En un extenso terreno había un campamento donde vivían los más pobres, los que no tenían siquiera una casa. Dicen que la gente pobre es más alegre y feliz. Yo no estoy seguro. Escuchan radios bulliciosas y celebran las fiestas y cumpleaños todos juntos, pero la vida en un campamento es dura. El invierno pasado el colegio nos llevó a ayudar a ese campamento. Había temporal y las casas de cartón, con tablas delgadas de cajones de manzana y ventanas de polietileno, no resistían el viento y volaban por la noche. Ese día, los vecinos nos recibieron y nos agradecieron la ayuda. Mientras yo miraba esas viviendas frágiles, un tipo que debía tener cinco años más que yo, unos veinte, se acercó y me dijo con rabia:

      —Ahora te puedes ir tranquilo a tu casita donde tienes estufa, comida y tele.

      Así conocí al Bombo. Al principio nos caímos mal. Él era pobre y yo tenía más que él. Pero inmediatamente nos dimos cuenta de que teníamos algo en común: nos gustaba el mejor equipo de fútbol del país, Colo-Colo. Entonces, por arte de magia, todo cambió entre nosotros y el ser albos de corazón nos unió para siempre. Al Bombo lo llamaban así porque tocaba el bombo en el estadio, en medio de la Garra Blanca, la barra oficial del equipo. Un día, en una micro, le robaron el bombo y los barristas del otro equipo le dieron una paliza. Bombo salió en los diarios y fue un héroe durante meses, pero nadie le devolvió su instrumento. El sobrenombre no se lo quitaron. Comenzamos a ir juntos al estadio Monumental a ver al equipo, pero él no tenía el entusiasmo de antes; sin el instrumento se sentía inútil. Así y todo, y aunque él ya no lo hacía, Bombo me enseñó muchas groserías para gritar arriba del tablón del estadio. Cuando una vez le pregunté por qué había cambiado, me respondió: "Parece que crecí". En parte tenía razón. Recién acababa de ser padre y estaba obligado a trabajar para alimentar a su hija que, por supuesto, se llamaba Alba María. Cada vez que el Bombo se acordaba de ella, ponía cara de ñandú. Vivía con su mujer en una de esas casas frágiles del campamento, al frente de la casa de su mamá, atrás de la de su hermano y al lado de la de su padrino. El Bombo trabajaba en distintas ocupaciones temporales. Me había llamado hacía unos días para contarme que estaba feliz porque había sido contratado hasta fines de año en una viña en Quilín, al sur del campamento. El trabajo era relajado y por las tardes se desocupaba temprano. Por eso lo encontré enseguida cuando llegué esa tarde de invierno.

      Bombo le dio un beso a Alba María y bajamos juntos, buscando la casa de don Anselmo Cherino.

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