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y su hermano, que sí entendía de negocios, se dividieron la administración de las empresas. De las obligaciones nuevas que adquirió, la única que le gustó fue hacerse cargo del Club Ecuestre en La Reina. La equitación y los caballos eran lo que más interesaba a Chucho Malverde. Todas las tardes subía al club a cabalgar, mostrando la montura inglesa que le regaló el príncipe Carlos, a quien él llamaba «Charles».

      El automóvil comenzó a subir por avenida Larraín, hacia la cordillera. La montaña era un gigante tremendo, manchado de nieve en la cima. De pronto, el automóvil dobló, enfrentó un portón que se abrió automáticamente y entró. En el interior, el terreno era plano pero con distintos niveles; había canchas de pasto y árboles por donde cabalgaban jinetes. Abajo se veía la ciudad de Santiago cubierta por el smog.

      —Quiero mostrarte algo —dijo Chucho cuando bajamos del auto. Caminamos por detrás de una casa hacia otros patios llenos de jardines. Nos detuvimos en una placa de cemento. En el lugar, la tierra estaba removida y había una fosa apenas cubierta con una sábana de plástico amarilla. Chucho abrió los ojos, respiró profundamente, y luego de botar el aire dijo:

      —Desde hace tres días, esta tumba está vacía.

       3

      En ese momento tuve un pensamiento absurdo, de esos que solo se tienen cuando uno no entiende nada: me imaginé a Chucho Malverde enseñándole a bailar cueca al príncipe Carlos de Inglaterra. Chucho se dio cuenta de que yo estaba en la luna y trató de ordenar sus ideas para explicármelas mejor:

      —Hace cincuenta años, los equitadores chilenos eran muy buenos, respetados y famosos en el mundo. Uno de esos jinetes comenzó a entrenar a un caballo para una prueba especial de salto de altura. Se preparó durante dos años hasta que una tarde en Viña del Mar, en una prueba de equitación importante, intentó romper el récord mundial de salto a caballo. En el segundo intento, pasó los 2,47 metros de altura y logró el primer récord mundial para Chile y el único hasta el momento. El jinete era un capitán del ejército llamado Alberto Larraguibel y el caballo se llamaba Huaso. Los dos se hicieron famosos. En todo el mundo, hasta hoy, el récord no ha sido superado. El capitán siguió su vida deportiva, participó en competencias, incluso en las Olimpíadas y, finalmente, murió en 1989. Huaso, el caballo, también tuvo una larga vida; pasó a retiro y vivió descansando en los patios del regimiento de Quillota, donde murió en 1961.

      Chucho hizo una pausa y el pelo se le alborotó aún más con el viento cordillerano de esa hora de la tarde. Todavía no lograba entender por qué Chucho me contaba estas historias de caballos, ni por qué me había llamado. Pero sabía que lo más indicado era callarme y escuchar lo que tenía que decir:

      —Hace cuatro años, solo meses después de que yo volviera a Chile desde Inglaterra, me hice cargo del Club Ecuestre. Entonces, con el directorio del club decidimos que debíamos homenajear al caballo Huaso, el caballo más famoso del país. La mejor forma de hacerlo fue pidiendo permiso al Ejército y a las autoridades para trasladar los restos del caballo desde el cementerio de animales en el regimiento de Quillota. Los trámites tardaron mucho y, finalmente, dos años después, lo enterramos aquí mismo, debajo de esa placa recordatoria, con una ceremonia muy bonita —contó Chucho nostálgico.

      —Todavía no entiendo... —traté de decir algo.

      —Hace unas semanas comenzamos a recibir amenazas.

      —¿Amenazas de quién? —pregunté.

      —Cartas anónimas firmadas por un grupo de protección de animales llamado «Furia Verde». Alegaban contra el trato que le dábamos a los caballos aquí en el club. La amenaza no nos pareció importante, hasta hace tres días, alguien entró al club durante la noche, desenterraron los restos de Huaso y se los robaron.

      —¿Me está diciendo que se robaron los huesos de un caballo? —dije abriendo los ojos.

      —Así fue —respondió tristemente Chucho—. Dejaron panfletos firmados por «Furia Verde». Imagínate el escándalo que habrá cuando los diarios se enteren. Los restos de Huaso son una reliquia histórica. Por eso te llamé a ti, para que los encuentres.

      Tragué saliva. El rompecabezas se armaba poco a poco.

      —A ver si le entiendo, don Chucho...

      —Chucho nomás, no estoy tan viejo.

      —¿Quiere que busque lo que queda de un caballo muerto para volverlo a enterrar?

      —No pues, no es cualquier caballo. Como te dije, se trata de una gloria del deporte nacional que no se puede perder.

      Siempre que aparecía Sergio Livingstone en la televisión comentando los partidos de fútbol, mi papá decía: «Don Sergio es una gloria del deporte nacional». A Livingstone, a pesar de la edad, le decían Sapo, no porque hablara demasiado, sino porque, cuando joven, era el mejor arquero del fútbol chileno. Livingstone siempre atajaba la pelota, y por eso se convirtió para siempre en una gloria nacional.

       4

      El chofer de Chucho Malverde me dejó al comienzo de la calle Juan Moya, donde estaba mi casa. Bajé caminando por la cuadra, pateando un tarro de café vacío, meditando todo lo que había ocurrido.

      Tenía un nuevo caso en mis manos.

      Antes de llegar a mi casa, el Negro Molina me detuvo alzando una mano, como los carabineros cuando detienen un auto en la carretera. El Negro era el guardia de la cuadra. A todos los vecinos les caía bien porque era trabajador, empeñoso y alegre. El Negro tenía su oficina en la esquina: una caseta de guardia de seguridad, estrecha, decorada con fotografías de Colo-Colo y de Rafael de España, su cantante preferido. Molina decía que estaba hecho para ese trabajo porque nunca dormía; tenía una enfermedad que solo le permitía dormir dos horas diarias. Trabajaba incluso la noche de Año Nuevo. Después de las doce, de los abrazos y brindis, los vecinos salían a saludar al Negro. Era flaco y atlético. Una vez contó que fue elegido «Míster Chile» en una discoteca de Horcones. El Negro era mi amigo, aunque un amigo interesado, porque su principal preocupación era, además de no quedarse dormido por las noches, Gertrudis Astudillo. No era tonto; ganándome tenía pavimentado el camino hacia la Gertru. Ambos lo sabíamos.

      —Momentito —me dijo. —Tienes que hacerme una paleteada, Quique, la última, te lo prometo—. De la camisa extrajo un sobre color verde con el nombre de Gertrudis Astudillo subrayado. —Para la Gertru, de parte mía.

      —¿Y por qué no se lo entregas tú? —lo dije solo para molestar.

      —No es lo mismo. La Gertru está enojada conmigo porque no la invité al cine el domingo pasado.

      —Está enojada porque te vieron en el cine acompañado de la enfermera del Policlínico de Avenida Grecia.

      —Cómo se te ocurre, nada que ver —dijo el Negro Molina, pero olía a mentira por todas partes.

      Aunque mujeriego, el Negro era una buena persona. No tuve otra opción y me llevé su carta de amor y arrepentimiento.

      Cuando recién llegó a trabajar como vigilante, la Gertru se derretía por el Negro Molina. Un 18 de septiembre, los vecinos cerraron la entrada del pasaje, instalaron bancos y mesas de madera y prepararon un asado. No recuerdo si alguien se lo pidió al Negro o si fue por iniciativa suya, pero cantó una canción de Rafael de España a todo pulmón. Tal vez no era lo más adecuado para cantar en un Dieciocho, pero nos sorprendió a todos. Su voz era impresionante y daba gusto escucharlo. Parecía que llevaba un parlante sintonizado en la garganta. Desde ese día, la Gertru tomó una decisión: se autoproclamó mánager artístico del Negro Molina. Intentaron presentarse en alguno de los canales de televisión, en concursos y festivales, pero no tuvieron suerte.

      El lunes de la semana anterior, le contaron a la Gertru que habían visto al Negro del brazo de esa enfermera. Fue suficiente. Gertru rompió la fotografía de Molina y dijo con una voz que daba miedo:

      —Al Negro lo borré de mi lista.

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