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para encontrar los huesos o lo que quedara del caballo muerto. Era domingo y en la casa todo andaba extremadamente lento. Mientras comía en la cocina, llegó la Gertru y me llenó de preguntas que respondí evasivamente. Al final, ella miró hacia el techo, suspiró y dijo:

      —Ese Chucho Malverde es un playboy.

      No entendí en seguida lo que significaba ser un playboy. Parecía algo bueno, pero no decente. Mientras tanto, ella vació leche y chocolate en polvo en un vaso, batió bien y añadió un poco de crema. Me ofreció el vaso obligándome a beberlo; según ella tenía que alimentarme. Volvió a mirar al cielo de la cocina como si hablara a una cámara de televisión ubicada en lo alto y dijo que si yo seguía trabajando como detective privado, se moriría de los nervios. Ambos nos inscribimos en el curso de detective por correspondencia, pero ella estaba arrepentida.

      Igual aceptó ayudarme. Revisamos en la guía de teléfonos, pero además de la Sociedad Protectora de Animales, no encontramos nada como «Furia Verde». Si existía un grupo llamado así, probablemente mantendrían escondidos los huesos robados y los ocuparían para pedir un rescate o para hacerse publicidad más tarde.

      Entonces, a la Gertru se le ocurrió visitar a Conchita Ossa, su profesora de teatro, una vieja actriz que alguna vez apareció en la televisión, aunque según la Gertru nunca más la volvieron a llamar por motivos políticos. Conchita fue famosa en el teatro de los años cincuenta y en los inicios de la televisión en el país. Ahora vivía en una casa vieja de Ñuñoa, en una callecita corta y tranquila, casi al llegar a Pedro de Valdivia.

      Subimos a un colectivo que se fue recto y rápido por Avenida Irarrázaval. Diez minutos después, estábamos en la entrada de la calle Capitán Orella. Solo entonces me acordé del sobre que llevaba encima, la carta del Negro Molina para la Gertru. Cuando se la entregué ella abrió los ojos, pero no dijo nada y fingió indiferencia.

      —La leeré después, cuando tenga tiempo. El Negro no merece que gaste mis ojos en él —dijo Gertru con decisión.

      Golpeamos a la puerta de una casa de cemento, oscura y misteriosa, con enredaderas cubriendo algunas paredes. Nos abrió la empleada, una señora que, después supimos, venía de Iquitos, un lugar apartado del Perú. Hablaba bonito y tenía cara de gato. Nos llevó hasta un living que olía a cera de piso, con paredes llenas de fotografías donde aparecía, en casi todas y en diferentes épocas, la dueña de casa, Conchita Ossa. En una aparecía con Frank Sinatra, el cantante, tomados del brazo en una calle de Nueva York. Sinatra llevaba un divertido sombrero y sonreían a la cámara con esa mirada inmóvil del pasado.

      De pronto apareció Conchita Ossa, la misma de las fotografías, pero con un siglo más de vida. Llevaba un vestido largo y ancho, estilo árabe. Era teatral para hablar y moverse. Se parecía vagamente a esas fotografías clavadas en la pared. La Gertru la trató con respeto y cuando me presentó, la señora Conchita me apretó una mejilla con dos de sus dedos fríos y flacos.

      —La venimos a molestar, señora Conchita —dijo la Gertru—, queremos que nos dé algunos datos de una época pasada.

      —En eso soy experta —respondió ella—, soy un museo que camina, eso es lo que soy... —indicó la fotografía que yo había mirado en el centro de la pared—. Ahí estoy yo con Frank en New York City, los dos jóvenes, riéndonos de la vida. Les voy a contar un secreto: Frank todavía me escribe. Solo ustedes lo saben, porque su señora moriría de celos si se entera.

      Ni la Gertru ni yo le recordamos que Frank Sinatra llevaba muerto varios años. Como se estaba oscureciendo y la lluvia amenazaba con volver con más fuerza, la interrumpí y le pregunté directamente lo que quería saber.

      —¿Conoció usted a Alberto Larraguibel, un conocido equitador chileno de fines de los años cuarenta?

      Ella me miró como si hubiera visto una mosca en medio de una torta de novia.

      —Conocí a todo ese grupo, a Larraguibel, a Izurieta, a Montti, a..., no me acuerdo del nombre de ese otro, pero a todos. Eran muy famosos en esa época y mi papá los invitaba siempre a la casa porque le gustaban los deportes menos el fútbol, porque lo consideraba indecente. Fíjense ustedes que...

      —Sobre el capitán Larraguibel... —traté de apurar la conversación.

      —Era un amor ese capitán, venía del sur, de Angol, era tímido, pero muy buen jinete. Se hizo famoso cuando saltó con un caballo. No me acuerdo del nombre del caballo...

      —Huaso.

      —Qué feo nombre para un caballo, ¿no creen? Pero, bueno, logró saltar una altura tremenda, el salto más grande del mundo en caballo y, desde ese día, se hizo famoso.

      —¿Se acuerda del salto?

      —Poco, yo era muy jovencita en esa época. Recuerdo que fue en Viña del Mar, porque mi papá asistió a esa competencia como espectador y llegó a la casa contando que ese caballo volaba al saltar. Al día siguiente la hazaña salió en todos los diarios. Me acuerdo de todo esto porque fue cerca de mi cumpleaños, a comienzos de febrero. Yo recién cumplía diecinueve años.

      —Y... —traté de hablar, pero Conchita me detuvo.

      —Antes de que se hiciera famoso, un año antes, hicimos una fiesta aquí en la casa. Debió ser enero de 1948. A la fiesta llegó todo el mundo, entre ellos, equitadores como Larraguibel, aunque en ese momento todavía no era famoso... —pareció acordarse de algo y, sin decir nada, se levantó del sillón, abrió un mueble cerca de la pared y eligió un álbum de fotografías con tapa de cuero que olía a remedio. Revisó las fotografías sin decir una palabra, concentrada. La Gertru me miró y se encogió de hombros, sin entender. Entonces, pareció encontrar lo que buscaba. Nos alcanzó el álbum para que pudiéramos ver mejor la fotografía que indicaba con un dedo. Aparecía ella en el centro, bonita, sonriente y muy joven, con el pelo largo, rodeada de cinco hombres, tres de los cuales estaban vestidos con uniforme. Todos la abrazaban y ella parecía disfrutar en medio de ellos. Uno de los equitadores de la fotografía, nos dijo, era Larraguibel, un poco más serio que el resto.

      La señora Conchita nos sirvió una taza de té. Escuchamos sus quejas sobre la televisión actual, donde no tenía cabida. Nos contó de su paso por Hollywood y de su pelea con una actriz llamada Dolores del Río. Luego se cansó de hablar y se quedó en silencio. Aprovechamos ese momento para despedirnos, agradeciéndole la información y la taza de té.

      De regreso en el colectivo, la Gertru comenzó a leer disimuladamente la carta del Negro Molina. Cuando caminamos por calle Juan Moya, pasamos cerca de la caseta de vigilancia, pero la Gertru desvió la mirada.

       6

      Al día siguiente, la Gertru se enojó conmigo porque le dije que el Negro estaba loco por ella. Me contestó que una cosa era que fuera mi nana desde que abrí por primera vez los ojos en este mundo y otra muy distinta, que yo defendiera al Negro. Sus asuntos con él los resolvía ella y no necesitaba mis consejos. Por último, me dijo que si quería seguir de detective, que lo hiciera solo, porque no estaba dispuesta a ayudarme. Y hasta ahí no más llegó la conversación.

      Como aún estábamos en mitad de las vacaciones de invierno, León llegó a almorzar a la casa y hambriento se comió dos platos de charquicán y un sándwich de tomate, pavo y mayonesa. León y yo éramos amigos desde el verano pasado. Le conté todo sobre mi nuevo trabajo de investigación y quedó muy impresionado, con ganas de ayudar. Nos echamos sobre la alfombra del living de la casa. Mi mamá estaba orgullosa de su alfombra persa, pero debajo de ella encontramos una pequeña etiqueta que decía «fabricado en Vicuña». Nadie en la casa se atrevió a decepcionar a mi mamá porque había pagado mucho por ella. La Gertru, que seguía enojada, se fue a mirar la teleserie brasilera de las tres de la tarde.

      Por más que pensamos, ni León ni yo supimos por dónde empezar a resolver el robo de los huesos del caballo. Para León, era simplemente el fantasma del caballo que se había escapado de su tumba.

      Marqué el teléfono del Club Ecuestre de La Reina. Después de hablar con

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