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que todos tienen hoy la intuición del color.

      Dio la vuelta en derredor de ella, aplanó la tela con las manos y arregló los pliegues con la punta de los dedos como quien conoce el tocado con la experiencia de un modisto o como artista que ha pasado su vida fijando con la punta menuda del pincel las modas tornadizas y delicadas que ponen de relieve la gracia mujeril cautiva en crespón de terciopelo y seda o bajo la nevada de los encajes.

      —Ya está —dijo—; le sienta admirablemente.

      Ella se dejaba admirar, satisfecha de ser bonita y agradar.

      No era una niña, pero si todavía hermosa; de regular estatura, bien constituida, fresca, con la morbidez que da a la carne de cuarenta años un sabor de madurez; parecía una de esas rosas que se abren indefinidamente hasta que cansadas de florecer se marchitan en una hora.

      Tenían sus cabellos rubios la gracia juvenil y despierta de esas parisienses que no envejecen nunca, que tienen en sí mismas inexplicable fuerza vital y provisión inagotable de resistencia, y que durante veinte años viven de este modo, indestructibles y victoriosas, cuidando ante todo el cuerpo y economizando la salud.

      —¡Qué! —dijo ella —¿nadie me besa?

      —He fumado...

      —¡Uff! —replicó ella.

      Luego ofreció la boca a Oliverio diciéndole: Tanto peor.

      Sus labios se unieron.

      Oliverio le quitó la sombrilla y la despojó de su capita de verano con vivo y movimiento pronto y seguro, propio de quien estaba hecho a aquella familiar maniobra.

      Se sentó luego ella en el diván y Oliverio le preguntó con interés:

      —¿Está bien su esposo?

      —Muy bien, y hasta puede que esté hablando en estos momentos en la Cámara.

      —¡Hola! ¿Y sobre qué?

      —Pues seguramente de la remolacha y los aceites de colza, como siempre.

      Su esposo, el conde de Guilleroy, diputado por el departamento de El Havre, había llegado a ser un especialista en las cuestiones agrícolas.

      Vio ella en un rincón un croquis que no conocía y atravesó el estudio preguntando:

      —¿Qué es esto?

      —Un pastel que he empezado; el retrato de la princesa de Pontève.

      —Ya sabe —dijo ella con seriedad —que si vuelve a hacer retratos de mujer le cerraré el estudio. Yo sé bien adónde lleva esta clase de trabajo.

      —¡Ah! —replicó Oliverio—. Es que no se hace dos veces un retrato de la princesa.

      —Así lo espero.

      La condesa examinaba el croquis empezado como mujer entendida en cuestiones de arte. Se alejó, se acercó otra vez, se colocó bien para ver la luz y acabó por declararse satisfecha.

      —Está bien —dijo—. Hace maravillosamente el pastel.

      —¿De veras? —preguntó halagado Oliverio.

      —Sí, es un procedimiento delicado y para el que se necesita distinción. No es para los pintores vulgares.

      Desde hacía doce años acentuaba la condesa su inclinación por la pintura distinguida, luchando con sus aficiones a la sencilla realidad.

      Por consideraciones de elegancia puramente mundana, la condesa empujaba suavemente a Oliverio hacia el ideal gracioso, pero un poco amanerado y ficticio.

      —¿Cómo es esta princesa? —preguntó.

      Oliverio tuvo que dar mil detalles de todo género, detalles minuciosos en que se complacía la curiosidad celosa y sutil de la mujer, pasando de las líneas de lo pintado a las reflexiones del propio espíritu.

      —¿Coqueta con usted? —preguntó de repente.

      Oliverio río y le juró que no.

      La condesa puso ambas manos en los hombros del artista y lo miró con fijeza.

      El ardor de la pregunta muda hacía temblar la redonda pupila en el centro del gris azulado de sus ojos, manchado de puntitos negros a modo de salpicaduras de tinta.

      —¿De veras no coquetea? —preguntó por segunda vez.

      —Muy de veras.

      Ella le retorció las puntas del bigote entre los índices y pulgares, y añadió:

      —Además..., estoy tranquila, no puede amar a nadie más que a mí. Esto ha acabado para las demás; es ya muy tarde para eso, amigo mío.

      Sintió Oliverio el ligero estremecimiento que sienten los hombres maduros cuando se les habla de la edad y murmuró:

      —Hoy como ayer y mañana como hoy, sólo tú vivirás en mi vida, Any.

      Ella le tomó del brazo, y volviendo al diván lo hizo sentar a su lado.

      —¿En qué pensaba? —le dijo.

      —Buscaba un asunto para un cuadro.

      —¿Cuál?

      —No lo sé, puesto que busco.

      —¿Qué ha hecho estos días?

      Tuvo Oliverio que enumerar todas las visitas que había recibido, las cenas, las reuniones, las conversaciones y hasta las habladurías.

      Por otra parte, ambos se interesaban por todas aquellas futilidades familiares de la existencia social. Las pequeñas rivalidades, las relaciones conocidas o sospechadas, los juicios mil veces dichos y repetidos sobre las mismas personas, los propios sucedidos y las mismas opiniones, todo invadía y llenaba sus espíritus en el torrente agitado que se llama vida parisina.

      Conociendo como conocían a todo el mundo en todas las esferas, él como artista ante quien se abrían todas las puertas, y ella como mujer de un diputado conservador, se hallaban ejercitados en aquella gimnasia de la conversación francesa, fina y vacía, amablemente malévola, inútilmente espiritual y vulgarmente distinguida, que da particular y envidiada reputación a aquellos cuyo idioma se ha afinado en esta charla murmuradora.

      —¿Cuando vendrá a comer? —dijo de pronto Any.

      —Cuando quiera. Señale el día.

      —El viernes; estarán la duquesa de Montemain, los Corbelle y Musadieu. Me acompañarán para celebrar el regreso de mi hija que llega esta noche; pero no lo diga porque es un secreto.

      —Acepto, acepto. Me alegraré de volver a ver a Anita después de tres años.

      —Cierto; tres años.

      Educada Anita primero en París, en casa de sus padres, llegó a ser el último y apasionado cariño de su abuela la señora Paradin, que estaba casi ciega y vivía todo el año en el castillo de Roncières, en el Eure, propiedad de su yerno.

      Poco a poco, la anciana había ido guardando consigo a la niña, y como los de Guilleroy pasaban casi la mitad de su vida en aquella propiedad a que le llamaban constantemente diversos intereses agrícolas y electorales, resultó que sólo iba la niña de vez en cuando a París, porque prefería la vida libre y movida del campo a la recogida de la casa paterna.

      Hacía tres años que no iba a París; prefería la condesa tenerla lejos para no crear en ella nuevos gustos del día fijado para su entrada en el mundo.

      La señora Guilleroy le había dado en el castillo, dos institutrices llenas de diplomas, y hacía frecuentes viajes para ver a su madre y su hija. La estancia de Anita en el castillo había llegado a ser indispensable para la anciana.

      Oliverio Bertin solía antes pasar seis semanas cada verano en Roncières, pero desde hacía tres años las reumas lo llevaban

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