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hacerlo sufrir un poco, para que se reavivase su amor excitando su vanidad. Comprendiendo que un hombre puede encontrar otra mujer, de encanto físico más poderoso por ser más nuevo, recurrió a un nuevo medio: lo aduló y lo mimó.

      Por modo discreto y continuo lo rodeó de elogios, lo meció con su admiración, con el fin de que lejos de ella, aquellos homenajes le resultasen fríos e incompletos junto a los suyos. De esta manera, si otras podrían amarlo ninguna lo comprendería como ella. Hizo de manera que los salones de su casa, que él frecuentaba, fuesen un cebo para su orgullo de artista, tanto como para su amor de hombre, y el único sitio de París que Oliverio prefiriese porque en él satisfacía todas sus ambiciones. No solamente se dedicó a halagar todos sus gustos en aquella casa, haciéndole experimentar un bienestar irremplazable, sino que supo crearle otros nuevos en apetitos de todo género, morales y materiales, en pequeños cuidados, en afección, en adoración y halagos.

      Se esforzó en conquistar sus ojos por el espectáculo de la elegancia, su olfato por los perfumes, su oído por los elogios y su paladar por los manjares. Pero cuando la condesa hubo acostumbrado el cuerpo y es espíritu del soltero egoísta y mimado en fuerza de cuidados tiránicos; cuando estuvo segura de que ninguna amante tendría como ella el cuidado de mantenerlos para retenerlo con todos los goces de la vida, tuvo de pronto miedo al verlo aburrido de su propio hogar y quejándose sin cesar de vivir solo y de no poder ir a casa de ella sino guardando todas las reservas impuestas por la sociedad. Y cuando lo vio buscar en su círculo y en todas partes el medio de endulzar su soledad, tuvo miedo de que llegase a pensar en el matrimonio. Sufría en ciertos momentos tanto con este temor, que deseaba hacerse vieja para acabar con aquella angustia y descansar en un afecto que entonces sería sosegado y tranquilo.

      Pasaron, no obstante, los años sin desunirlos. La cadena que Any había forjado era sólida, y cuidaba de reponer los eslabones gastados. Siempre cuidadosa, vigilaba el corazón del pintor como se cuida de un niño que cruza una calle llena de carruajes, sin dejar de temer el acontecimiento imprevisto que parece amenazarnos siempre. Sin sospechas ni celos, hallaba el conde natural aquella intimidad entre su mujer y un artista célebre, recibido en todas partes con grandes miramientos, y a fuerza de verse aquellos dos hombres, habían acabado por habituarse primero uno a otro, y por estimarse al fin.

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