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sido llamados cuando ya estaba decidida la configuración básica, no pudieron hacer mucho más que empaquetar el aparato en una caja de chapa con agujeros que permitiera acomodar los controles. Si hubieran participado en el desarrollo del producto desde el inicio, el proceso habría sido más razonable. Comenzarían con un “análisis de funciones” que aclarase la relación entre las uniones constitutivas del instrumento; más tarde, agruparían los controles de frecuencia, modulación y atenuación en particiones formalmente lógicas y secuenciadas, cada una con su propia línea claramente delimitada; y por último, concretarían detalles como el etiquetado, el color, la colocación de las pantallas y la selección de tipos de mando. El resultado sería un instrumento cuyo panel frontal tendría, en consecuencia, un esquema visual de la electrónica que contuviera en el interior. (22) Los ingenieros electrónicos quedaron encantados y, al final de la presentación, la sección de microondas estaba lista para dar la bienvenida a su primer diseñador industrial.

      El papel de Inhelder en su departamento terminó de golpe un día en noviembre de 1964, cuando Ralph Lee entró en su oficina, le ordenó que recogiera sus pertenencias y lo ascendió a gerente de diseño industrial corporativo. En su nuevo puesto de dirección, Inhelder supervisó un departamento de nueve personas y otras seis que permanecían vinculadas a diversas áreas. Que su nueva oficina estuviera a poca distancia del despacho del irascible David Packard era un signo del estatus que el diseño había logrado dentro de la compañía. Solo unos años antes Packard había echado un vistazo a las ilustraciones con aerógrafo que Inhelder llevaba en su portfolio del Art Center y había comentado: “todo esto es muy bonito, pero aquí no lo necesitamos”. (23)

      Esta nueva sección corporativa sacó adelante cerca de cincuenta proyectos de diseño anuales durante los veintiocho años que Inhelder tuvo como misión preservar un lenguaje de diseño coherente en todas las áreas y categorías de productos de HP. Lo esencial de su trabajo era la idea de que no diseñaban productos individuales sino componentes de un sistema integrado, abierto y escalable. A veces esto limitaba su trabajo a hacer que fueran compatibles un plotter, una calculadora y el escritorio de aluminio extruido en el que ambos se colocaban. En el extremo opuesto, le correspondió rehacer un programa de identidad corporativa mal concebido que la compañía había encargado a Walter Landor Associates, una destacada firma de San Francisco con escasa experiencia en la realidad tecnológica de Silicon Valley. (24)

      Figura 1.1

      Antes y después: análisis del enlace de control y de las funciones relacionadas. Fuente: colección de Allen Inhelder.

      El personal de diseño industrial abordó su trabajo con precisión, rigor y profundidad. Ningún detalle era demasiado pequeño como para no prestarle atención; quitar un tornillo innecesario de un embalaje se convirtió en motivo de orgullo profesional, cuando no en un imperativo moral. A principios de 1964, Inhelder inició un estudio de dos años que justificó explicando la importancia de los detalles aparentemente insignificantes que se derivan del contacto físico entre un complejo dispositivo electrónico y su operador humano. Un comentario de William Hewlett al volver de una convención del Institute of Electrical & Electronics Engineers (“¿Por qué nos resulta tan difícil combinar dos tonos de gris?”), los llevó a poner en marcha un programa de investigación de un mes que incluía la ciencia y la tecnología de color, con la participación de consultores muy bien remunerados. Del mismo modo que un espectrofotómetro reemplazaba las partículas de pintura, y la soldadura ultrasónica hacía lo mismo con el pegamento, trabajaban como si estuvieran inventando el diseño de instrumentos en el invernadero de alta tecnología en que se había convertido aquella región. Algo que, por otro lado, no dejaba de ser cierto.

      Lo esencial del Silicon Valley de entonces, y que aún perdura, es el ritmo del desarrollo de los productos en un entorno tecnológico sometido a un rápido cambio. Los circuitos complejos requerían una mayor accesibilidad; era necesario mitigar la interferencia eléctrica ya que la frecuencia de las señales digitales se aproximaba al nanosegundo, y la miniaturización de componentes electrónicos (en estricta coherencia a la Ley de Moore) seguía aumentando sin descanso. El diseño quedó en un segundo plano en Hewlett-Packard, y nunca hubo dudas de que la tecnología seguía siendo el motor fundamental de la compañía, pero esto se vio más como un desafío que como un impedimento. En opinión de Inhelder, “el enfoque esencial [en el System II] iba a ser ‘de dentro hacia afuera’, de manera que todas las necesidades de servicio, fabricación, electricidad, mecánica y térmica serían prioritarias, y después de ellas se consideraría la estética”. (25)

      Hubo una pequeña excepción a este papel del diseño industrial impulsado por la tecnología, lo suficientemente pequeña para caber en el bolsillo de la camisa de un ingeniero de HP, y que señalaría un cambio de mayor alcance. En 1970, el presidente ejecutivo Bill Hewlett autorizó personalmente un presupuesto de un millón de dólares para desarrollar el dispositivo en miniatura que sucedería a la exitosa calculadora científica de la serie 9100 lanzada cuatro años antes. En ese momento, el catálogo de HP contaba con unos 1600 productos, ninguno de los cuales vendía más de diez unidades al día. A los seis meses de su lanzamiento, en enero de 1972, la nueva HP-35 llegó a vender 1000 unidades diarias y, un año después, representaba un asombroso 41 % de las ganancias totales de la compañía. Mientras los estudiantes las compraban en las librerías de la universidad, los contables lo hacían en Macy’s. A pesar de sus prejuicios, Hewlett-Packard se aventuró a llegar hasta la frontera que separaba a la ingeniería del diseño de bienes de consumo. (26)

      A pesar de toda su popularidad, la calculadora científica HP-35 de treinta y cinco teclas seguía siendo un dispositivo ante todo técnico, y lo serían también los tres modelos que la sucedieran. William Hewlett lo veía como un artefacto para “ese ingeniero del futuro que esta a punto de llegar”. Con su precio de 395 dólares parecía un sustituto de la ubicua regla de cálculo, aunque no era un dispositivo práctico en el ámbito doméstico (y menos aún representaba un estilo de vida). Sin embargo, fue el primer producto tecnológico que quiso ir más allá de la comunidad de los ingenieros para buscar un público más amplio. El éxito sin precedentes de la HP-35 tendría importantes implicaciones, no solo para Hewlett-Packard, sino también para Silicon Valley y, en última instancia, para la profesión de diseño en general.

      Los diseñadores de la HP-35 tuvieron que apartarse de la ortodoxia “de dentro hacia fuera” que caracterizaba a la compañía, para cumplir con las condiciones impuestas por Hewlett. El requisito del tamaño implicaba que (en contra de la práctica corporativa de HP) la forma se ponía por delante de la función en el desarrollo de un nuevo producto. Edward J. Liljenwall, el graduado del Art Center al que se le asignó la responsabilidad del diseño de la calculadora, lo expresaba de esta manera:

      El diseño de la HP-35 fue inusual no solo para Hewlett-Packard, sino también para la industria electrónica en su conjunto. Por lo general, los componentes mecánicos de un producto se determinaban antes de diseñar su forma exterior. En cambio, con la HP-35 sucedió lo contrario. (27)

      El briefing del diseño, en otras palabras, no incluía criterios técnicos para permitir al usuario ejecutar funciones utilizando un algoritmo de pseudomultiplicación expresado en notación polaca inversa. Se definía, más bien, por el criterio físico de construir “una calculadora científica de bolsillo con cuatro horas de autonomía gracias a unas baterías recargables a un precio que pudieran pagar no solo cualquier laboratorio, sino también muchos particulares”. (28) Por primera vez, el diseñador no apareció en el momento de empaquetar los componentes electrónicos. Fueron los ingenieros, más bien, quienes tuvieron la humilde tarea de crear un producto que pudiera acomodarse en un chasis de 250 gramos de peso y unas dimensiones de poco más de 8 centímetros de ancho por 15 de largo. Sería demasiado afirmar que con la HP-35 el diseñador ocupó el asiento del conductor, pero tampoco sería exacto decir que era un pasajero de tercera clase relegado a la parte trasera del autobús.

      El equipo de diseño responsable del HP-35 tuvo que superar obstáculos técnicos, pero también otros derivados

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