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ni paquetes de baterías de litio, ni paneles LED; lo que compran son ordenadores, tablets, automóviles, televisores y otros productos más o menos agradables y útiles para su vida. Los equipos de diseño de Palantir Technologies, que trabajan para que los Big Data sean accesibles a la comunidad intelectual, o Coursera que se ocupa de mejorar la experiencia educativa de sus MOOCs (sus cursos masivos en línea), tratan de problemas que no existían hace una década. En palabras del director de Google [x], “el diseño desbloquea muchas situaciones y plantea nuevas preguntas”.

      Cuando los diseñadores llegaron por primera vez a lo que más tarde sería Silicon Valley llevaron a cabo una especie de guerra de guerrillas para llamar la atención de los ingenieros. Sesenta años más tarde, los diseñadores de Google y Facebook suplican para que los dejen solos y puedan hacer su trabajo. Un tercer asunto, por tanto, se refiere al espectacular avance en la aceptación de estas prácticas: “Tenía que persuadir a los clientes del valor del diseño”, recordaba el director general de una de las consultoras más importantes del valle, pero “se ha ganado esa batalla. Hoy se reconoce al diseño una importancia similar a la de un plan de negocios para la supervivencia de una empresa”. Un síntoma de este cambio de rumbo es que en la actualidad es menos probable que los diseñadores aparezcan hablando con los estudiantes de la Industrial Designers Society of America que con los directores ejecutivos de la lista 100 de Fortune en la Conferencia TED. Tampoco es raro verlos entre Jefes de Estado en el Foro Económico Mundial en Davos, o charlando con la Primera Dama en la Casa Blanca. Tan es así, que algunos observadores se han atrevido a hablar del “ascenso de los DEO, los llamados Design Executive Officers”. (5)

      La integración de los diseñadores en el ecosistema de Silicon Valley fue cualquier cosa menos intencionada. Todo lo contrario. Como señalaba uno de mis interlocutores: “Nunca pude entender lo azaroso que era todo”. (6) Si se hubiera pedido a un observador informado a principios de los ochenta, que identificara los principales centros de diseño habría habido un fácil consenso: Milán, Londres, Nueva York y, tal vez, Tokio. La mención a la Bahía de San Francisco hubiera provocado algunas miradas atónitas. Hoy son más los profesionales del diseño que trabajan en Silicon Valley y sus alrededores que en cualquier otro lugar del mundo: allí podemos encontrar grandes consultoras como IDEO y Frog Design, estudios unipersonales como Monkey Wrench y Shibuleru, los departamentos de diseño corporativo de Apple, Amazon y Adobe; y programas académicos para formar a la futura generación de sus empleados. Por otra parte, son muchos los campos del diseño que tienen su origen en Silicon Valley y que han surgido como respuesta de la profesión a nuevos retos: los videojuegos, los ordenadores personales, los sistemas interactivos y otros productos híbridos, ya sean portátiles o instalables, deben mucho a la presencia de los diseñadores. Hacer que funcionen ha sido la tarea de siempre de la ingeniería, hacerlos útiles es el trabajo del diseño.

      Quizá sean necesarias alguna valoración y no pocas explicaciones. Aunque pudiera esperarse que este esfuerzo comenzara con alguna definición, he preferido dejar que tanto la geografía de Silicon Valley como el concepto de diseño surjan de la narración misma. Esta decisión se debe en parte al carácter de la profesión: a lo largo de sus sesenta años de historia, a los diseñadores se les ha pedido cosas tan dispares como hacer que un generador de señales VHF entre en una caja de chapa metálica o crear el botón Like en la página principal de Facebook. Han sido a un tiempo estrategas e implementadores, contratados y consultores, empleados y empresarios. La complejidad y heterogeneidad del propio proceso de diseño implica actividades que pueden desarrollarse de forma independiente, ya sea secuencial o simultáneamente. Sus practicantes pueden haberse educado en escuelas de ingeniería, en programas de doctorado de ciencias sociales, en escuelas de arte, pero también pueden carecer por completo de formación. Es posible que trabajen en laboratorios de grandes compañías, en consultoras independientes, en pequeños y sofisticados estudios, o en su propia casa de manera virtual. El interés de un diseñador de experiencia de usuario (UX) en un auricular con tecnología Bluetooth tiene que ver con el estilo de vida del usuario, mientras que el diseñador industrial tiende a una fijación algo enfermiza con la necesidad de adaptarlo físicamente al oído. Algunos diseñadores pueden despreciar una titulación MBA, mientras otros presumen de tenerla. Unos ven las asociaciones profesionales como defensoras de sus intereses, otros como sus enemigas; y para muchos no son más que anfitriones de las convenciones anuales a las que acuden. No parece que sea de mucha ayuda una definición que abarque a todos ellos.

      Por la misma razón, Silicon Valley ha dejado de ser una denominación geográfica significativa, en parte porque las actividades que connota se extienden desde Santa Cruz, en el sur, a Skywalker Ranch, a una hora en coche del Golden Gate. Además (como me han recordado más de uno de mis interlocutores) la historia del Silicon Valley no comienza en la Bahía de San Francisco (en el Norte de California), ni se limita a ella: no habría existido el PARC de Xerox sin la presencia de Bolt, Beranek y Newman en Cambridge (Massachusetts). Tampoco hubiera sido posible la creación del Augmentation Research Center sin la generosidad de J.C.R. Licklider, del ARPA en Washington. Ni hubiera existido Shockley Semiconductor sin los Bell Labs de Nueva Jersey, ni los laboratorios de investigación de Atari sin el Architecture Machine Group del MIT. Y no estaríamos enseñando diseño interactivo a los estudiantes de grado en el California College of the Arts, si no se hubiera llegado el movimiento del Arts & Crafts hace más de cien años. Por otra parte, espero que resulte obvio que mi decisión de escribir sobre la excepcional historia de Silicon Valley no implica que no haya fuera de aquí diseñadores innovadores, consultoras influyentes o start-ups de éxito; y que no existan importantes incubadoras de tecnología y excelentes escuelas de diseño en otras partes de Estados Unidos y del mundo. No hay nada, incluido el ecosistema de la innovación de Silicon Valley, que no forme parte de otro sistema más grande.

      Por último, he de subrayar que aunque los objetos seguramente juegan un papel en esta historia, los lectores no deben esperar un “libro de diseño”, en el sentido tradicional de fotografías bien hechas y productos listos para exhibirse en los museos. Me preocupan tanto las personas y las prácticas como las ideas y las instituciones, y me esfuerzo en rastrear los productos antes de que tomen forma en los laboratorios de investigación. Por ello me ocupo de seguir su pista hasta los clientes que los compran y los usan. A lo largo del camino, hago todo lo posible para evitar palabras a la moda como “contracorriente” y “convencional”.

      Cada obra histórica tiene que ver tanto con lo que trata como con lo que no trata, y este libro no es una excepción. Una crónica de la Guerra de Secesión no puede detenerse en una batalla concreta, en una estrategia, ni en la peripecia de cada soldado. La destreza del historiador se mide por su capacidad para hacer selecciones juiciosas, para conseguir que una cosa pueda representar a otras muchas. Su tarea consiste en mostrar temas amplios con suficiente detalle como para dotarles de sustancia y, a la vez, dar a los hechos singulares un contexto suficiente que les proporcione sentido. (7) Esto no siempre es fácil, y nadie es más consciente que yo de que no todas las personas con talento, ni todas las instituciones creativas, ni todos los productos innovadores reciben aquí la merecida atención. Detrás de cada empresa de las que me ocupo hay decenas de compañías; detrás de cada producto, cientos de artículos similares. Dado que mi planteamiento se ha centrado en lo que caracteriza a la región de Silicon Valley, algunas disciplinas, como la arquitectura, por ejemplo, tendrán que esperar mejor ocasión para un tratamiento individualizado. Sólo puedo esperar que viéndolo con distancia, los lectores tengan una imagen global rigurosa y adecuada.

      Muchas de mis decisiones derivan del esfuerzo por fundamentar este inventario, en la medida de lo posible, en fuentes primarias originales e inéditas. Esto incluye archivos universitarios, registros de empresas, correspondencia comercial y personal, dibujos y prototipos; pero, sobre todo, decenas de entrevistas a personajes del mundo del diseño de distintas épocas. Cuando trato episodios de los que he tenido una experiencia personal (el desarrollo de la informática de sobremesa en el SRI o en el PARC de Xerox, por ejemplo) lo hago desde la inusual perspectiva del diseño. Por el contrario, fenómenos tan peculiares como esas flores “increíblemente llamativas” que crecen de forma perenne en el jardín encantado de Apple, reciben menos atención de la esperada. Tanto ellas como su creador han estado muy arropados, no solo por el mundo de los negocios, sino también por la prensa especializada y los medios más convencionales. He tenido el privilegio

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