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científica (Peirce, 1965). Quedan así sentadas las bases para la formalización del lenguaje y el uso de la lógica matemática para el análisis del mismo. Ahí están las coincidencias, no importa que la orientación filosófica de Peirce fuera pragmática y la de Greimas, estructuralista.

      ¿De dónde viene ese concepto reductivo y degradado del lenguaje? De acuerdo con Mayr, mientras que con Heráclito el lenguaje humano “era concebido como adaptación mimética a la esencia de la cosa simbolizada, como presentación del mundo-logos”, con Platón –en contradicción con su propio genio poético– comienza a ser reducido a “un medio de expresión de un pensamiento independiente del lenguaje y su interpretación de la debilidad e insuficiencia del medio lingüístico de expresión” (1994: 319-320). “La teoría aristotélica del lenguaje, entendida como una reflexión última sobre la cultura decadente de la polis, ya había orientado la predicación humana (kat-egoría: acusación) hacia el intercambio de mercancías y la actuación judicial” (1994:139). En una larga y penosa sucesión, nuevos pasos en ese sentido conducen a “la concepción de las ideas como presentación de la cosa”; “la pérdida creciente de los símbolos lingüísticos a favor de los signos precisos y formales”; “la fijación ahistórica del lenguaje en formas estándar que, desde el siglo xvii, llevan a cabo las academias; y el lenguaje sígnico de las matemáticas” (1994: 341-342). Gadamer constata este proceso señalando que

      Es forzoso reconocer que toda comprensión está íntimamente penetrada por lo conceptual y rechazar cualquier teoría que se niegue a aceptar la unidad de palabra y cosa.

      Pues bien, la situación es aún más complicada. Lo que se plantea es si el concepto de lenguaje, del que parten la moderna ciencia y filosofía del lenguaje, hace en realidad justicia al estado de la cuestión. En los últimos tiempos se ha alegado con razón desde el flanco lingüístico que el concepto moderno del lenguaje presupone una conciencia del lenguaje que es a su vez un resultado histórico y que no puede aplicarse para el comienzo del proceso histórico, en particular para lo que era el lenguaje entre los griegos. El camino iría desde la completa inconsciencia lingüística propia del clasicismo griego hasta la devaluación instrumentalista del lenguaje en la edad moderna (1999: 484).

      En ese sentido, resulta verdaderamente ingenua, por no decir irrisoria, la crítica que propone Greimas de las hermenéuticas de Durand y Lacan, poniendo en evidencia su profunda incomprensión de los problemas que plantea la interpretación de los símbolos:

      La misma inversión de la problemática del lenguaje se halla agravada en las especulaciones relativas a la naturaleza simbólica de la poesía, del sueño y de lo inconsciente: esta especie de asombro ante la ambigüedad de los símbolos, la hipóstasis de esta ambigüedad considerada como concepto explicativo y la afirmación del carácter “inefable” del lenguaje poético, de la riqueza inagotable del simbolismo mítico llevan a personas tan sagaces como J. Lacan o G. Durand a introducir en la descripción de la significación juicios de valor y a establecer distinciones entre palabra verdadera y la palabra social, entre un semantismo auténtico y una semiología vulgar […] todo lo que es del campo del lenguaje es lingüístico, es decir, posee una estructura lingüística idéntica o comparable y se manifiesta gracias al establecimiento de conexiones lingüísticas determinables y, en gran medida, determinadas. Llegaríamos tal vez a “desmitificar” a costa de esto ese mito anagógico moderno según el cual hay en el lenguaje zonas de misterio y zonas de claridad. Es posible –es ésta una cuestión filosófica y no ya lingüística– que el fenómeno como tal sea misterioso, pero no hay misterios en el lenguaje [sic] (Greimas, 1987 [1966]: 87-88 [cursivas en el original]).

      En primer lugar, Greimas demuestra la pobreza de su concepto de símbolo, su incomprensión de la poesía y su ignorancia respecto de los fenómenos del sueño y de lo inconsciente. En segundo lugar, cree que no hay misterios en el lenguaje porque lo reduce a sus estructuras formales analizables, pero el lenguaje es mucho más que eso. Se hace, así, evidente, la razón por la cual Durand demuestra que Greimas reduce el símbolo a signo (Durand, 1971 [1964] y 1993 [1979]). Y, si aun el signo lingüístico común (arbitrario, carente de toda motivación, totalmente adecuado y que remite a un significado que puede estar presente o ser verificado empíricamente) es, por definición, polisémico, es decir, interpretable; por su parte, el símbolo, que es concreto, motivado e inadecuado y cuyo significado está referido a abstracciones imposibles de presentar de manera empírica: es inagotable en sus posibles sentidos y siempre interpretable desde nuevas perspectivas, por tanto, sólo parcialmente cognoscible; ninguna de sus interpretaciones lo puede agotar.

      La hermenéutica filosófica ha demostrado que, inevitablemente, a la hora de interpretar un discurso o cualquier fenómeno social o natural, todo intér­prete proyecta sus categorías de pensamiento sobre lo interpretado, así, no existe ni puede existir un punto de vista “objetivo, neutral y desinteresado”. Heidegger ataca este prejuicio como el más pernicioso para la investigación, junto con el del encuadramiento sujeto-objeto, destaca que la pretensión de un observador exento de perspectiva “eleva la falta de crítica a principio, haciéndola figurar explícitamente entre las consignas de la en apariencia suprema idea de cienti­ficidad y objetividad, contribuyendo así a extender una ceguera radical […] La configuración de la perspectiva es lo primero en el ser” (2000a:106-107). El ser humano es siempre un ser situado en un mundo de vida específico y orientado por un tipo de pensamiento particular que es propio de su horizonte cultural, construido social e históricamente.

      Al prologar la segunda edición de Verdad y método, Gadamer nos dice que “la universalidad del problema hermenéutico va con sus preguntas por detrás de todas las formas de interés por la historia, ya que se ocupa de lo que en cada caso subyace a la ‘pregunta histórica’” (1999: 14). En tanto seres históricos, constantemente nos estamos planteando preguntas que queremos resolver, que necesitamos resolver en el curso de nuestras vidas, vidas que se dan en el tiempo, que se dan en situaciones históricas específicas. ¿No es eso algo universal? “La verdadera experiencia es así experiencia de la propia historicidad” (Gadamer, 1999: 434). Así, “Toda actualización en comprensión puede entenderse como una posibilidad histórica de lo comprendido” (Gadamer, 1999: 451-452).

      Acerca de las probables acepciones que, en cada caso, Gadamer le ha otorgado a su manera de entender la universalidad del problema hermenéutico, Grondin propone las siguientes:

      De hecho, Gadamer habla de la “universalidad del carácter lingüístico del entender”, de una “hermenéutica universal” que concierne a la comprensión humana general del mundo y también de la extensión de la hermenéutica a una “pregunta universal”.

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