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que se es indigno de ellos, entonces su corazón verdaderamente ha conseguido el desprecio por la muerte, y con ello, él se trasciende a sí mismo y sus acciones rozan lo sublime. Por esto el verdadero guerrero no puede hablar de batalla salvo con sus hermanos que han estado allí con él. Esta verdad es demasiado santa, demasiado sagrada para las palabras. Yo mismo no me atrevería a darle voz, salvo aquí, ahora, con vosotros.27

      El discurso de Suicidio rompe el cofre que guarda el secreto que busca Dienekes. Es un discurso grandioso porque en él el escudero habla de algo que solo puede compartir con sus camaradas, con los hombres que van a morir junto a él. Pareciera que lo pronunciara incluso en voz baja para no romper el secreto que los une, ese pegamento del que habla. El guerrero llega a ese estado cuando lo único que le importa es la vida del hombre que tiene al lado y es el momento en el que más cerca está del valor y del coraje femeninos. Ahora ya no es un olvidarse de sí como antes y que era algo que respondía a criterios morales, ahora hablamos de un trascenderse a sí mismo cuidando con todo el ser del hombre que se tiene al lado, es una especie de alianza sagrada que alude a esa capacidad de darse y entregarse hasta el final que tienen las mujeres. Esa alianza sagrada es la que hace el pegamento que Suicidio ha aprendido a sentir.

      Dienekes tiene por fin su respuesta:

      —Tengo la respuesta a mi pregunta. Nuestros amigos: el mercader y el escita me la han dado.

      Su mirada se posó en las hogueras del campamento, las naciones de los aliados agrupadas por unidades, y sus oficiales, a los que veíamos acercarse como nosotros, procedentes de todas partes, a la fogata del rey, listos para responder a sus necesidades y recibir sus instrucciones.

      El amor, una entrega absoluta, un ir más allá en el que se acaba superando los propios límites, el yo, para desaparecer abrasado en el amor que el todo proyecta.

      Y eso es lo que dice Dienekes a sus hombres en la arenga final, justo antes de morir con ellos en la Termópilas:

      Poco antes de la batalla Jerjes preguntó a Demarato, el rey exiliado de Esparta, si los espartanos pensaban que cada hombre de los suyos valía por más de diez persas, dada la enorme diferencia numérica entre los dos ejércitos. Demarato le respondió la verdad, pero no toda la verdad. Le dijo que no, que uno a uno no eran superiores a nadie, pero que juntos eran algo más y distinto a la unión que surgía de los otros ejércitos. Eso no podía entenderlo Jerjes, porque era un concepto no hecho para entenderse, sino para sentirse, y por eso el rey persa los infravaloró.

      La andreia en el campo: la unión mística entre líneas

      Los hombres que fueron campeones de Europa en el 2004, debieron, en algún momento y salvando las distancias, barruntar esa sensación, la de una comunión que fue creciendo y que acabó llevándolos a la clave, a esa unión o ese pegamento que cimentaba al ejército espartano. Como dice Suicidio, dejaron de luchar para sí mismos y comenzaron a luchar para sus hermanos. Leónidas también nos da esa clave: se trata de olvidar todo y concentrare en el hombre que se tiene al lado. Defenderlo, sostenerlo y dar la vida por él, es lo único que importa en ese momento.

      Los futbolistas griegos también recorrieron ese proceso ascendente para llegar justo ahí, a una forma suprema de solidaridad futbolística. Los imagino en la final olvidándose de todo; de la gloria, de su patria, de sus amigos, de su familia..., solo sostenidos por la concentración absoluta en una única idea: defender a muerte al hombre que se tiene cerca, cubrir las espaldas al compañero que está al lado.

      Si Seitaridis subía la banda, Charisteas tapaba la derecha. Fyssas, sabedor de sus limitaciones no subía, sacrificado al grupo. Dellas, atrás, era el gigante que cerraba el muro con la ayuda de Kapsis, pero cuando se plantaba en el área rival para rematar una falta o un córner, como hizo para dar la victoria a su país en semis, alguien siempre ocupaba su lugar en defensa. Los hombres de medio campo: Zagorakis, Katsouranis, Bassinas, Karagounis o Giannakopoulos, multiplicándose en cada zona del campo para achicar agua y evitar el peligro. Zagorakis, capitán y mejor jugador del torneo, dejándose la piel en el césped, rompiendo las contras del equipo a base de faltas tácticas y llevando al mismo tiempo la manija del equipo. Katsouranis protegiendo a su capitán hombro con hombro al más puro estilo espartano y haciendo, a veces, de tercer central con el fin de ayudar atrás. Bassinas jugando algo más adelante, pero siempre robando y trabajando para el grupo, al igual que Karagounis y Giannakopaulos que, por lesión, jugó menos. Y, por fin delante, Vryzas y Charisteas, fajándose en vanguardia e intentando romper la línea rival, sin olvidar hacer el relevo al hombre que abandonaba su posición en un momento dado.

      En definitiva, un acordeón en el que había que tapar el movimiento del compañero al precio que fuera, y en el que cuando había que salir, no se dejaba a un hombre solo; las filas subían con fluidez, haciendo que ese acordeón funcionara.

      Puede que sea la manera más grande de comunión. Más allá de lo que esté en juego, lo único que importa es el pegamento. Todo lo que tú eres lo representa el hombre que tienes al lado.

      Estoy seguro de que los griegos se fueron sintiendo así conforme avanzó el campeonato, y entraron en una dinámica que por tradición llevan dentro y de la que nadie fue capaz de sacarlos.

      Tanto la experiencia de los hombres de Leónidas como la de los de Rehhagel, es una experiencia filosófica en toda regla. Steven Pressfield nos cuenta en su libro como Dienekes y sus hombres, dialogando a la manera socrática, trataban de buscar ese concepto en el que se fundamentaba la verdadera razón de su poderío militar; un concepto que, como vimos, era lo opuesto al miedo.

      Pero en el fondo, ese ejercicio era también un proceso dialéctico en sentido platónico. La Dialéctica de Platón debe mucho, como su nombre indica, al método de Sócrates: el diálogo. La dialéctica así entendida es un proceso ascendente en el que las hipótesis se utilizan a modo de peldaños en los que apoyarse para alcanzar la última idea que es la idea de Bien o de Belleza. Eso es exactamente lo que hace Dienekes con su gente, ensayan varias definiciones de coraje para superarlas, y desde ellas, sustentarse para alcanzar el concepto que con tanto interés estaban persiguiendo; lo opuesto al miedo: el amor.

      A su manera los futbolistas griegos también desarrollaron ese proceso ascendente. A buen seguro que fueron necesarias muchas horas de entrenamiento y de intercambio de opiniones para adquirir un grado de compenetración tan alto. Es lógico pensar que Rehhagel y sus hombres no realizaron ese proceso de manera consciente, y sin embargo, es evidente que tuvieron que jugar muchos partidos y superar innumerables errores, para comprender que era necesario llegar al pegamento espartano, a esa fuerza invisible e imparable a la vez por la que cada hombre siente que su única misión es proteger al que tiene al lado.

      La unión de la que estamos hablando no es, en modo alguno, una metáfora. En la falange cada hombre protegía con su escudo al compañero que tenía a su izquierda, de manera que si alguien fallaba en su trabajo, todo el sistema se venía abajo. Así mismo, los futbolistas griegos tenían que hacer el relevo al compañero y tapar el hueco que este dejaba, sino el sistema también se venía abajo.

      La dimensión filosófica de esta forma de luchar y entender el fútbol no se concreta solo en el proceso dialéctico del que hemos hablado, sino también y principalmente en cuanto que supone una aplicación meridiana y contundente de la teoría de las ideas de Platón.

      Ya dijimos antes que la filosofía en Grecia implica básicamente orden, es el paso del mito al logos. Las ideas, las esencias platónicas significan, entre otras cosas, justamente eso: la proporción,

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