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es?

      –No me he fijado –contestó él. La mentira fue recompensada con una carcajada de su secretaria. Daniel se volvió para mirar a su hija, recordando lo guapa que era de niña e imaginando la hermosa mujer en que se convertiría cuando dejara de hacerse daño a sí misma–. Vamos.

      –No pienso volver al internado –dijo Sadie, obstinada.

      –No voy a llevarte al internado, pero tampoco pienso dejar que hagas lo que quieras en Londres. Si no quieres volver al colegio, tendrás que buscarte un trabajo.

      –¿Un trabajo? –repitió ella, sorprendida. Sadie había pensado que tenía la sartén por el mango, pero se daba cuenta de que no era así.

      –Si dejas el colegio, tienes dos opciones. Una de ellas es trabajar para mí. Aunque también puedes ir a la oficina de empleo, a ver si te ofrecen algo.

      –¿Y cuál es la otra opción?

      –Que llames a tu madre y le digas que te vas a vivir con ella –contestó Daniel. Lo último que quería para su hija era que viviera una existencia vacía y frívola como la de Vickie, pero tenía que ofrecerle esa posibilidad–. Supongo que ella no te obligaría a trabajar –añadió. La respuesta de Sadie no dejaba dudas sobre sus sentimientos. El desprecio que sentía por su madre hubiera encogido el corazón de cualquiera–. ¿No? Muy bien, no es demasiado tarde para que cambies de opinión.

      –Ya te lo he dicho. No pienso volver al colegio.

      –¿Te importa decirme por qué? ¿O vas a esperar a que reciba la carta de la señora Warburton? Porque supongo que me escribirá.

      –Sí –dijo ella, sacando un sobre arrugado de la cazadora que tiró sobre el escritorio. Se había puesto colorada, algo que a Daniel no le pasó desapercibido. No era tan dura como parecía y tuvo que hacer un esfuerzo para no abrazarla y decirle que no pasaba nada, que hiciera lo que hiciera él la seguiría queriendo siempre.

      Cuando Sadie pudo reunir coraje para volver a mirarlo, su padre estaba contemplando el garaje como si no tuviera otra cosa en la cabeza más que su flota de coches.

      –Prefiero que me lo cuentes tú –dijo con voz suave, aunque su corazón latía acelerado–. ¿Qué ha sido? ¿Alcohol, chicos? –preguntó, volviéndose hacia ella–. ¿Drogas?

      –¿Por quién me tomas? –exclamó ella, furiosa. Por una adolescente con una desesperada necesidad de llamar la atención para compensar el hecho de que su madre la hubiera abandonado a los ocho años, pensaba Daniel–. Me han expulsado durante una semana por teñirme el pelo.

      El alivio casi lo hizo reír.

      –¿Solo por eso? La señora Warburton no es tan dura. Dime la verdad –dijo Daniel, seguro de que no se lo había contado todo.

      Sadie se encogió de hombros.

      –Ya, bueno, cuando esa bruja me llamó a su despacho para decirme que «era una vergüenza para el colegio»… –dijo la joven, imitando el aristocrático tono nasal de la señora Warburton– le sugerí que se diera un tinte porque se le veían las canas.

      Daniel dejó la taza de café sobre la mesa y se dio la vuelta para que su hija no lo viera sonreír.

      –Eso no está bien, Sadie –dijo por fin.

      –Es una hipócrita.

      –Es posible, pero no tienes por qué ser grosera con ella.

      –No debería haber montado ese número solo por el pelo. Cualquier diría que me he hecho un agujero en la nariz o algo así.

      –¿Eso también está prohibido?

      –Todo está prohibido en ese internado.

      –Tu madre llevaba un agujero en la nariz la última vez que la vi.

      Sadie no dijo nada, no tenía que hacerlo. Daniel sabía que no haría nada que la hiciera parecerse a su madre más de lo que ya se parecía.

      –Bueno, ¿y cuándo empiezo a trabajar?

      Su tono era tan beligerante como su expresión, pero Dan lo sabía todo sobre la rebeldía adolescente; aquel no era el momento para exigir una disculpa. A pesar del numerito de chica dura, sabía que, tarde o temprano, Sadie volvería al colegio. No había que presionarla.

      –Ahora mismo. Venga, vamos a buscar a Bob.

      –Lo estoy deseando –dijo ella, irónica. Aquella iba a ser una semana muy larga, pensaba Daniel. ¿Debería haber intentado convencerla de que volviera al colegio?, se preguntaba. ¿Qué habría hecho su madre? No mucho. Vickie estaba en las Bahamas con su último amante, con el que había tenido un hijo unos meses atrás y Daniel dudaba de que agradeciera una llamada recordándole que tenía una hija. Su instinto le decía que lo mejor era obligar a Sadie a trabajar y confiar en que una semana enfréntandose con la vida real sería suficiente para que volviera a los libros–. ¿Y qué voy a hacer?

      –Como no sabes conducir, las opciones son limitadas.

      –Sé conducir –replicó ella–. Mejor que mucha gente.

      Eso era cierto. Él mismo la había enseñado. Su hija podía conducir una moto o un coche igual que un adulto.

      –No se puede conducir hasta los diecisiete años, Sadie. Para conducir, hay que tener un permiso –explicó Daniel–. Lo mejor será que hagas lo que te diga Bob.

      –Estupendo –dijo Sadie, mirando al techo–. Trabajar de botones.

      –Si piensas dirigir este negocio alguna vez, será mejor que te enteres de cómo funciona todo. Desde la limpieza de los coches hasta lo más importante.

      –¿Y quién ha dicho que quiero trabajar en esto?

      –Si no vas a la universidad, no tendrás más remedio.

      –¿Y para conocer el negocio tengo que limpiar coches? –preguntó ella–. Tú no empezaste limpiando coches.

      –Yo empecé con un coche, Sadie y te juro que no se limpiaba solo.

      –Muy gracioso.

      –Si no te gusta, puedes ir a la oficina de empleo a pedir trabajo.

      –Pero tú eres mi padre. No puedes obligarme a trabajar para… –empezó a protestar ella. La expresión de su padre la obligó a dejar la frase a medias–. Vale. Lo que tú digas.

      –Otra cosa, Sadie. Durante las horas de trabajo, no serás diferente de cualquiera de los empleados. Tendrás los mismos derechos y los mismos deberes. Eso significa que tienes que llegar a tu hora…

      –Puedes traerme tú –lo interrumpió ella.

      –Yo no traigo a mis empleados en coche. El único sitio al que estoy dispuesto a llevarte es al colegio el lunes por la mañana.

      –No te molestes. Hay un autobús.

      –Muy bien –asintió él. Había trabajado veinticuatro horas al día durante muchos años para montar aquel negocio. Por eso no se había dado cuenta de que su mujer buscaba compañía en otros hombres. O quizá había trabajado veinticuatro horas para no tener que soportar a Vickie. Daniel se volvió hacia su rebelde hija–. Y mientras estés aquí, harás todo lo que Bob te diga. Aquí tendrás desayuno, comida gratis en el café de al lado y un mono de trabajo limpio cada día.

      –Estás muy gracioso, papá.

      –Jefe, Sadie. Al menos, mientras estés en el garaje.

      –Lo dirás de broma, ¿no? –preguntó ella, furiosa. Daniel no se molestó en contestar–. Muy bien… «jefe». ¿Cuánto me vas a pagar por hacer el trabajo sucio?

      –El salario mínimo.

      –¿Y no me vas a dar dinero todas las semanas como antes?

      –¿Tú qué crees?

      Amanda

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