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si era simple? No era la respuesta que Daniel esperaba, pero era la que se merecía. Esa clase de comentario haría que cualquier chica se sintiera incómoda. No era forma de tratar a una cliente, aunque fuera otra persona quien pagara la factura.

      Además, su pasajera no era ninguna niña, era una mujer muy hermosa y segura de sí misma, demasiado madura como para contestar a una insinuación tan rústica. Tendría que ser original para captar su atención. Y se le ocurrió pensar que había pasado mucho tiempo desde la última vez que había conocido a una mujer capaz de captar la suya.

      –No sé si soy simple. Lo que sí sé es que, de niño, era un simple gamberro –sonrió.

      –¿En serio?

      –Sí. Pero ahora soy un ciudadano modelo.

      –Ya.

      Ese «ya» estaba lleno de dudas y Daniel soltó una carcajada. Flirtear era como montar en bicicleta; al principio uno se encontraba un poco incómodo, pero después resultaba fácil.

      –¿Y usted?

      «Bonitos dientes», pensó Amanda, mirando el reflejo en el retrovisor. Después se regañó a sí misma por fijarse demasiado.

      –¿Que si soy una ciudadana modelo?

      –Eso lo doy por supuesto. Después de todo, es usted una chica Garland, muy capacitada, muy eficiente y guapísima.

      Amanda sonrió. Las relaciones públicas de la agencia funcionaban. Era esa imagen de calidad la que pensaba explotar al máximo para sus planes de expansión.

      –La señorita Garland es una mujer muy exigente.

      –Las viejas insoportables suelen serlo –dijo él. Daniel observó por el retrovisor que ella estaba a punto de formular una protesta, pero pareció pensárselo mejor y sonrió como si, secretamente, estuviera de acuerdo con la opinión sobre su jefa, aunque no quisiera decirlo en voz alta–. ¿Cómo llegó a ser una de las famosas chicas Garland?

      Amanda sonrió de nuevo. Garland era el apellido de su madre y ella misma había sugerido que lo usara en lugar de Fleming, por si las cosas no iban bien con la agencia. Al principio, le había molestado su falta de confianza, pero poco después una periodista había usado el término «chicas Garland» para describir a las educadas, profesionales y cualificadas secretarias que ella entrenaba y el nombre había empezado a hacerse conocido.

      Aunque no pensaba contarle aquello a su sonriente chófer. Por muy atractiva que fuera su sonrisa, por muy bonitos que fueran sus ojos.

      –Estudié secretariado para ayudar a mi padre y, cuando él dejó de necesitarme, busqué trabajo en la agencia –contestó. Y era, en parte, verdad.

      –Supongo que si hay que trabajar para alguien, lo bueno es trabajar para el mejor.

      –¿Incluso si la jefa es una vieja insoportable? –preguntó ella, mirando los ojos del hombre por el retrovisor.

      –¿No tiene otras ambiciones, además de ser secretaria?

      –¿Usted siempre ha querido ser chófer? –devolvió ella la pregunta.

      Se lo merecía, pensaba Daniel. En realidad, los dos trabajaban para otros a tanto la hora.

      –En mi trabajo se conoce gente interesante.

      –En el mío también.

      Había algo en su voz, algo suave y cálido que le llegaba dentro. Volvió a mirar en el espejo, pero lo único que podía ver eran sus labios generosos, brillantes y muy besables.

      ¿Besables? Aquello se le estaba escapando de las manos. Daniel se puso unas gafas de sol y decidió que era más inteligente concentrarse en el coche que tenía delante.

      –A veces incluso me dicen su nombre –dijo, sin embargo.

      –¿Ah, sí? –Amanda se había preguntado cuánto tiempo tardaría en preguntarle su nombre y estaba deseando decirle: «Soy Amanda Garland, la vieja insoportable». Pero no lo hizo–. Me llamo Mandy Fleming.

      –¿No es ese el nombre de la vieja? –preguntó. Él sabía quién era, pensaba Amanda. Y le había estado tomando el pelo–. ¿No es el nombre de su jefa? Mandy es el diminutivo de Amanda.

      Amanda suspiró, aliviada. Aunque no sabía por qué.

      –Todo el mundo la llama señorita Garland –contestó. Excepto Beth, la primera secretaria que había contratado para su agencia y que pronto se había convertido en su mano derecha.

      –Nadie se atreve a llamarla Mandy, ¿eh?

      –En la oficina, no.

      Daniel dejó de hablar durante un rato y se concentró en salir de Londres a la mayor velocidad posible. Amanda encendió el ordenador y se dispuso a trabajar, pero le resultaba difícil concentrarse.

      Miró por la ventanilla el tedioso paisaje gris mientras pasaban por Chiswick. No había nada allí que la distrajera, de modo que volvió a admirar la espalda de Daniel Redford. No llevaba uniforme de ningún tipo. La empresa de alquiler de coches Capitol aparentemente vestía a sus conductores con caros trajes de chaqueta y corbatas de seda.

      Un traje que, a Daniel Redford, le quedaba perfectamente. Su pelo castaño claro estaba muy bien cortado y tenía un bonito perfil. Mandíbula cuadrada, pómulos altos y nariz imperfecta, pero muy masculina. Sus manos eran grandes, de dedos largos y uñas cuidadas. Sujetaba el volante con ligereza, pero parecía un hombre capaz de controlar cualquier cosa que tocara…

      –¿Trabaja para la compañía desde hace mucho tiempo? –preguntó, para cambiar la extraña dirección que estaban tomando sus pensamientos.

      –Veinte años.

      –¿De verdad? –preguntó. El hombre sonrió. Era un rompecorazones, de eso estaba segura–. Debe de gustarle mucho su trabajo.

      –Sí. Además, se reciben buenas propinas. El otro día me dieron dos entradas para el nuevo musical que se acaba de estrenar en el teatro.

      –Eso sí que es una buena propina. He oído que las entradas están a precio de oro –dijo Amanda. Enseguida pensó que parecía que lo estaba animando a invitarla. Y quizá lo estaba haciendo….–. ¿Y qué tal, le gustó?

      –No tengo ni idea.

      –¿No le gusta el teatro?

      Quizá era a su mujer a quien no le gustaba. No llevaba alianza, pero Amanda dudaba de que un hombre tan atractivo como él estuviera soltero.

      –Las entradas son para la semana que viene –contestó él–. ¿A usted le gusta el teatro?

      –Me encanta –contestó. Daniel empezó a hablar sobre una obra que había visto el mes anterior–. Yo también la vi. Un montaje estupendo, ¿verdad?

      Hablaron durante un rato sobre el teatro y Amanda se dio cuenta de que sus gustos eran muy similares. Sería un ex gamberro, pero parecía un hombre educado.

      –Fui al concierto de Pavarotti en el parque el año pasado –dijo él poco después–. Estuvo lloviendo toda la tarde, pero mereció la pena. ¿Le gusta la ópera?

      –Sí. Yo también estuve en ese concierto. ¿Y el ballet?

      Él arrugó la nariz.

      –No. Lo siento. En la ópera hay pasión, en el ballet…

      –Quizá no ha visto el ballet adecuado –dijo ella.

      –Es posible. ¿Le gusta el fútbol?

      –Prefiero el ballet.

      –Quizá no ha visto el partido adecuado.

      Touché.

      –¿A su mujer también le gusta?

      No había querido preguntar eso. Le había salido sin darse cuenta.

      –¿Mi

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