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los budistas carroñeros, nos la echaron al cuello.

      –Les alcanzamos, ya leo la matrícula.

      Acortamos distancia, la rémora del peso muerto que arrastraban trabajaba a nuestro favor; Pérez Atorrasagati nombró a los culpables sin bajar los prismáticos:

      –Es el Kautokieno, de Stavanger.

      Carroñeros vikingos, la madre que los parió, todos los noruegos son más peseteros que la Virgen del Puño, todos menos Birlita, pero se van a enterar de lo que vale un cuerno, como hay Dios que les meto sus cuernos vikingos por el culo, por Lolo y Carín que se los meto. Me puse fuera de mí, el furor de la venganza y la responsabilidad económica de la marea me espoleaban, envuelto como una gamba a la gabardina sería un inválido pero no un inútil, empecé a escupir órdenes. Veía la maniobra con la claridad fanática de un rayo exterminador.

      –¿Cuántas armas hay a bordo?

      –¿De fuego? Ninguna. Espera. Manu compró en Saint John’s un rifle para su padre, es un cazador empedernido.

      –Manu aquí, a mi lado, con la escopeta. El resto de los hombres con cocas y cuchillos de tronchar a lo largo de estribor, los abordaremos por estribor.

      A sangre fría puede parecer una decisión disparatada, pero con la furia que golpeaba en nuestros corazones, como el latir de un tigre, sonó tan natural que nadie osó discutirla. Manu se puso junto a mí, la escopeta era nada menos que un Winchester de repetición con mira telescópica.

      –¿Funciona?

      –De peli.

      –Le tiras al que yo te diga.

      –No fallaré.

      Repasé la fila de hombres, sus rostros curtidos, ofendidos, doloridos, jodidos, aguantaban estólidos los zarpazos del viento y mar dispuestos a cumplir lo que se les mandara. El oleaje no era peligroso para navegar pero sí para la aproximación que intentábamos, elegí tres voluntarios, los tres más jóvenes, los que supuse más ágiles.

      –Tú, tú y tú. Vais a saltar al Bidebieta, a cortar el cable de arrastre, ¿entendido?

      Ni rechistaron, provistos de hacha y sierra, escoplo y martillo, sobre el carel, parecían equilibristas angélicos, ángeles exterminadores, marinos valientes. Ninguno había cumplido los dieciocho años, el que fallara el salto no los cumpliría. El más crío, Paco, el chou, con quince abriles, me fijé en él mientras silbaba el agua entre los dos cascos con furia de turbina, flexionó las piernas al acecho de la ondulación más favorable, le vi tomar impulso en la cornamusa, improvisado trampolín, y saltar, le veo en el aire, se me detuvo el latir, lo veo ahora convertido en maquinista, un tipo con fibra, los tres con fibra, los veo a los tres en el aire. Levitaron como ángeles, de un casco a otro, en el más formidable de los abordajes. Las caras de asombro de los noruegos, les vigilaba acechando la mínima excusa que me permitiera meterles la retahíla entera del Winchester en su podrido cerebro de contable, pero no reaccionaron, nos dejaron hacer. Un suspiro de alivio al ver a los tres chavales corriendo alegres y furiosos hacia la roda del Bidebieta y descargar sobre el cable opresor hachazos de nervio y sollozos, un grito de triunfo cuando el cable roto saltó como un látigo hacia el Kautokieno.

      –¡Cobardes!

      –Así le dé a uno en los huevos.

      Si alguien ve al Kautokieno en apuros, por mí puede pasar de largo y si le apetece tirar de la cadena que no se prive. No sé cuánto tardé en recuperarme, en poder utilizar la cuchara sin derramarme la sopa sobre los pantalones, pero tardé mucho más en quitar de mis sueños los rostros de Lolo y Carín, sonriéndome, “non teño maus”, “ven por min”, desde aquel día hay sonrisas irónicas que no soporto, sonrisas de chicle que aplastaría a puñetazos. La cosa terminó en el diario de navegación con un escueto “y sin más novedades dignas de reseñar finalizamos la singladura”.

      –Firme aquí.

      Es una orden, deberían añadir en los centros de oficiales. La cosa terminó con otra novedad más grave, en la mar las desgracias se enredan como en tierra las cerezas, tuvimos que declarar y nos engañaron los burócratas, los administrativos, los abogados y los agentes del seguro, del Lloyd’s o quien fuera, los parásitos. Dijimos la vedad creyendo que además de un orgullo era un mérito y nos hicieron firmar para comernos la palabra. Lo ponían en la letra pequeña y estaban en su derecho, el seguro de accidentes cubría sólo hasta el paralelo 67 y Manuel y Ricardo se ahogaron en el 68, por lo visto nos pasamos en el cumplimiento de nuestro deber y por eso las viudas se quedaron sin cobrar su seguro de muerte.

      Hoy, como estaba previsto, llegamos a nuestra área de patrulla y permanecimos en ella todo el día. Ya estoy cansado de dormir. Tengo el sueño cambiado, me acostumbré a dormir por las tardes y en la noche estoy despierto. Como no podemos estar levantados cuando no es nuestro turno de guardia, sino permanecer acostados, para no cansarnos y para economizar oxígeno, ya no sabemos qué hacer en la cama. Ahora estoy en mi cucheta, desde ahí puedo ver a Olivero, está boca abajo, medio incorporado, con el peso del cuerpo apoyado en los antebrazos, un cuaderno sobre la colchoneta de su cama, y escribe, escribe, por momentos se detiene a pensar un poco, agrega alguna que otra palabra con lentitud y luego toma velocidad y escribe, escribe. ¿Será una carta?, ¿serán anécdotas para un diario personal?, algunos de los otros dicen que escribe poemas para las novias que tiene. Ahora ha tomado el cuaderno, ha girado su cuerpo hasta quedar boca arriba y está leyendo lo que ha escrito. Yo saco el libro que había dejado debajo de mi almohada y me pongo también a leer: el animal no soportó estar afuera de la guarida y terminó volviendo a su ciego mundo cerrado. Olivero desciende de su cucheta, camina unos pasos hacia popa y entra en la cocina. El animal del libro sospecha ahora que lo acechan, teme, y está todo el tiempo escuchando un ruido de algo que se aproxima pero que, desde la madriguera, no puede ver. Olivero regresa de la cocina con un par de botellas pequeñas que, de pie en el pasillo, deposita sobre su cucheta; corta prolijamente unas hojas de su cuaderno, son unas hojas escritas, seguramente las que ha terminado de escribir recién, pone una hoja sobre otra, las enrolla, desenrosca la tapa de una de las botellitas, introduce las hojas en ella, vuelve a tapar; repite la operación con otras tres hojas que le han quedado: las enrolla, las introduce en la botella, coloca la tapa. Se queda viendo las dos botellas acostadas en su cama por unos instantes, ahora se dirige a su taquilla y allí las guarda. Hasta que paulatinamente, dice mi animal, al despertarme del todo, llega la sobriedad, apenas comprendo las prisas, respiro profundamente la paz que reina en mi casa, y que yo he perturbado, regreso al lugar en el que reposo, y me duermo en seguida por el cansancio que me sobreviene. Olivero ha regresado a su cucheta, se ha tendido en ella, ahora cierra la cortinita negra, seguro se dispone a dormir.

      Están acostados los otros, cada uno en su cucheta, quietos, callados, con los ojos cerrados, tratando de dormir. Yo también estoy en mi cucheta, pero aún no duermo, me he quedado mirando hacia arriba, el fondo de la cucheta superior que es como un techo de la mía, o una tapa, miro hacia arriba y veo esa cucheta sabiendo que debajo está la mía y debajo de la mía a su vez hay otra, con alguien que también duerme o trata de dormir; todos apilados estamos, acaso todos muertos, un ataúd sobre otro, sólo que aún no nos hemos dado cuenta. ¿Podrá en verdad uno morirse y no saberlo?

      Me despierto sobresaltado, he tenido de nuevo pesadillas, algunos sueños se repiten, con leves variaciones son más o menos los mismos. Hay movimiento en el área del sonar; algo pasa. Me acerco a la cocina en busca de un café, Almaraz se está sirviendo en uno de los jarritos de acero y, en el momento en que el café va llegando a la mitad de la taza, llaman a puestos de combate. Desisto del café. Almaraz toma un trago de su taza, la deja en la pileta y sale hacia el compartimiento de control, está de planero de popa de combate. Me dirijo a sala de máquinas y, en el trayecto, veo a los tres sonaristas trabajando: Elizalde y Medrano sentados, con sus auriculares puestos, Cuéllar de pie, recibe los auriculares de parte de Medrano para confirmar algún rumor y luego se los regresa. En realidad no están ahí en el sonar, no están acá,

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