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cerca de la cama. El monstruo caminó lentamente y el hocico se abrió en espera del primer alimento en cien años. El niño en pijama y descalzo, con la cara blanca y los ojos grandes, sólo atinaba a murmurar: funcionó... funcionó...

      De la tristeza de algunos lavabos

      Cuando los lavabos se ponen tristes secretan todo tipo de líquidos extraños. Menos agua. A veces lloran un par de pequeñas y tenues lágrimas de color azul que se escurren confundidas —por el neófito dueño— con el tinte característico del jabón antigérmenes que han dispuesto para su higiene personal. Pero es cierto que los pobres lavabos lloran, pasan el día con el corazón roto y el alma henchida de melancolía.

      Los más viejos cuentan historias de antiguas tierras. Y de cómo por sus venas corre la mismísima agua con que algún antepasado sirvió a Jesús para lavarle los pies a sus asombrados discípulos.

      Una pequeña infección del oído medio

      Nada de qué preocuparse. Dijo el primer médico, y el segundo aumentó un poco el tono en preocupación y el tercero de plano dijo que había que hacer algo y pronto. Cuando del lado izquierdo dejó de escuchar por una pequeña infección del oído medio, toda la música del mundo empezó a ser extrañada por un hombre de menos de cuarenta años que temía lo peor. Aunque no estaba del todo mal. Había que voltear del lado correcto y hacerle caso a las cosas que otros gritaban para que él pudiera entender. Entonces llegó el silencio del lado derecho. Ahí sí que todo su mundo se cerró para nunca volver y empezó a escuchar sus voces internas, tanta claridad y tan mal discurso, la voz del diablo y la voz de algún diosecillo desconocido hasta ahora. Luego el agua en la regadera, tan potente corriendo por dentro formando canales ancestrales en su memoria, los cabellos rompiéndose con aquella avalancha de silencio, las puertas del alma abriéndose y las ventanas de los ojos cerrándose sin sentido, un zumbido, los recuerdos claros de maullidos que ya no están, la voz de su padre guardada para siempre en la distancia, el pasado caminando fuerte, el amor diciendo tonterías, todo sonaba ahora tan claro que tuvo que dejar de abrir los ojos y por fin poner atención a la única cosa que se le había escapado en la vida: su propia voz.

      Un hombre honesto

      Un hombre honesto muere al salir de su casa.

      Muere a manos de un hombre deshonesto que al salir de casa besó a su niña de seis años en la frente —después de que ésta le dijo: te quiero, papá—.

      Fue un beso honesto, pero el hombre deshonesto muere a manos de un policía honesto, cuya muerte posterior será grabada por un reportero deshonesto que venderá el video a un más deshonesto canal de televisión.

      Un hombre honesto mira las noticias y piensa en lo terrible que es el mundo.

      Sale de casa y es atropellado por otro hombre honesto; despistado, eso sí, que no se fijó al manejar.

      Los viejos hablan

      Cuando cae la noche, la tristeza se escurre por todas las paredes. Los viejos duermen —roncan— y sueñan con toda la algarabía que tuvieron en sus caras alguna vez. Arrastran recuerdos de fiestas tremendas bajo atardeceres fugaces. Orgías en la nieve. Noches de tormentas de besos. Revoluciones perdidas mientras le hacían el amor a una muchacha de ojos grises en el asiento trasero de un modelo cuarenta y dos. Los viejos hablan de antiquísimos compañeros de baile. De los días mejores cuando todo costaba un centavo y la música no era para ser bailada por monos de titiritero. Los viejos se pierden en un sueño donde viven su juventud otra vez. El asilo descansa en paz hasta que sale el sol. Bajo el calor de un sol extravagante, los jóvenes viven las vidas perdidas que parecen no tener fin. Una eternidad que los lleva de viaje por las costas húmedas de una mujer morena, de ojos de color del café de olla y ríen al ritmo de guitarras y danzan con los alebrijes como únicos testigos en el bosque. Los jóvenes no quieren irse a dormir, jamás. La noche llega y los convierte en viejos olvidados que sueñan. Que hablan. Que viven su vida una y otra vez.

      Un escritor

      Lo más triste de sentirse atacado por un puñado de libros era que todos habían sido escritos por él. Apilados con parsimonia en tres libreros de roble, ahora saltaban uno a uno hacia el cuerpo indefenso de aquel hombre que no podía hacer nada. Los más grandes, apilados con destreza, le sujetaban los brazos y piernas mientras los otros cumplían el objetivo trazado días atrás: asesinarlo. Antes de sentir la garganta cercenada, pudo ver a tres ágiles y jóvenes libros de poesía surcar el espacio de la habitación entera en perfecta armonía, cual aves de combate que dejaron caer tras de ellas el letal cargamento de principios burdos, finales infelices, malas historias y personajes mal creados que cortaría la cabeza de un sólo tajo; nunca más soportarían vivir bajo la tutela y mirada de aquel mal escritor.

      Ni uno más.

      Un lector

      Despertó con un extraño sabor a tinta en la boca. Eran las siete de la mañana de un lunes. El año ya no importaba. Aquel día el mar amaneció en el cielo y su melancolía gritando desde un cajón. Su cama se sentía tan insegura como un barco en la tormenta, tenía la sensación de flotar, naufragar, caerse en algún precipicio al que parecía haber llegado por voluntad propia. Si bien el cuarto no daba vueltas, sus pensamientos sí. Su cabeza era una tempestad que anegaba la habitación. El viento rompía frenéticamente el librero y lanzaba al vacío los libros que se oponían a su danza incontenible.

      Quiso dar dos pasos alejándose del lecho pero trastabilló. Sus piernas se sentían como un par de letras mal escritas, quizá dos eses torpemente garabateadas por algún bufón todopoderoso. El cuerpo ardiente como un molde de imprenta dejó de responderle. Singulares tatuajes en forma de caracteres invadían su piel. Cayó al suelo envuelto en un antojo de ternura. Pensó en los brazos de su amada. Tuvo tiempo para un sueño triste antes de abrir los ojos a su realidad. Ya no tenía miedo.

      Eran las siete y cinco de la mañana cuando se perdió para siempre en una página de aquella vieja edición del Quijote. Su cuerpo transformado en un punto y coma sonrió levemente, dejándose llevar por el vientecillo fresco de un cambio de página. Y se supo libre de toda razón humana al arrullo de aquella canción de cuna que le sonaba tan familiar: En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…

      El payaso debe morir

      El plan era llegar hasta la puerta del departamento y meterle el susto de su vida. Pinche payaso. En cuanto saliera, Omar le daría con el bate en la cabeza y yo lo picaría con el tenedor enorme que sirve para sacar la carne asada del asador. Estas cosas bien planeadas siempre salen bien, pensé. La verdad es que los policías mexicanos no dan una y no tienen equipos como los del ci-es-ai para dar con los pillos. El problema de vivir en edificios como estos es que nunca falta una vieja chismosa. Pero el payaso vive en el último piso y enfrente nomás está el doctor, que nunca está por aquí, y además tenía la luz apagada y la fiesta de las viejas locas del tres desviaba toda la atención. Pero el plan era hacerlo allí mero, afuera de su casa, con los sombreros y las medias en la cabeza para que no nos reconociera y se espantara todavía más.

      Desgraciado payaso. Si de verdad andaba con mi mujer lo iba a pagar caro. Es el colmo que te engañen y que además sea con un payaso que se llama Winki. El hijo de perra payaso Winki. Con su vocho del ochenta pintado de amarillo y azul. El winkimóvil. Rines cromados, llantas anchas, estéreo con reproductor de diez cedés e interiores de cuero. ¿Se andará fajando a muchachas allá adentro? Desgraciado. No lo dudo. Y desde que lo he visto rondar por mi edificio pensé que algo no estaba bien.

      El payaso debe morir, dice Omar. Y estoy de acuerdo. Por eso el plan era meterle el susto de su vida y ante la sorpresa romperle la madre a golpes. En el suelo de su sala. Que lo encuentren allí tirado, lleno de sangre, con esa estúpida sonrisa en la cara y una botella de cerveza en una mano. “Payaso asesinado en su propia casa: la última risa”, pregonará el diario.

      Y mientras el payaso agonice yo entraré sigiloso a su departamento y me

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