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un joven universitario ve a su vecino, a quien el padrino político le consiguió un puesto. “Ese padrino tiene poder y conoce de memoria las gambetas y marrullas judiciales. Imagínese usted cómo actuará ese universitario, joven e inexperto, viendo semejante ejemplo, cuando deba decidir sobre un acto ilícito que le ocasiona grandes y rápidos dividendos”.

      Y como Colombia carece de esa medicina llamada sanción social, el doctor Burgos explica que aquel muchacho llegará fanfarrón a su barrio, con joyas y carro nuevo, “en el cual le ofrecerá llevar a la universidad a su condiscípulo, o darle una vuelta de paseo, y el otro acabará cayendo en lo mismo, en un circuito interminable”.

      —Entonces —le pregunto—, ¿qué piensan esos jóvenes cuando ven que a un corrupto que se roba la comida de los niños más pobres le dan la casa por cárcel?

      —Es esa impunidad la que genera miopía del futuro. Si el cincuenta por ciento de los culpables no paga cárcel, y un veinte por ciento más tiene lugar especial de reclusión, a las células cerebrales de los jóvenes estamos enviándoles el mensaje de que aquí no pasa nada.

       El billete mueve el mundo

      Es decir que aquí lo que vale es la cultura del avispado y que todo se negocia y se compra. Y entonces terminan repitiendo, como dicen ya los jóvenes en todo el país, que “el billete mueve el mundo”. Adónde iremos a parar.

      —Como sociedad —agrega el doctor Burgos—, los colombianos hemos saltado nuestras fronteras éticas: nos quedamos sin escrúpulos.

      Me siento tan apabullado por la profundidad de sus investigaciones, y por todo lo que ha ido encontrando, que le pregunto si es que los colombianos nos hemos adaptado ya, cerebralmente hablando, a vivir en la deshonestidad.

      —Debo decir con tristeza que nuestra conciencia colectiva está apagada. Y solo volverá a encenderse cuando cada colombiano escriba con la pluma de la ética la sanción social que merecen los corruptos.

      Entonces me asalta una inquietud: ¿el mal ejemplo de la corrupción afecta más a los jóvenes que a los adultos? El médico me responde que “los afecta a ambos, pero el niño o el adolescente son más vulnerables porque están en un proceso de maduración cerebral que dura, en promedio, hasta los veinticinco años, como se ha demostrado científicamente”.

       Alas y raíces

      Ante semejante panorama, y viendo lo que nos espera, le pregunto al neurocirujano qué es lo que tenemos que hacer, en medio de tanta podredumbre, para reencontrar el camino correcto.

      —Sueño para nuestros jóvenes lo mismo que quiero para mis hijos —me contesta—. Para empezar, que tengan raíces y se sientan orgullosos de sus antepasados, que transmitan nuestras tradiciones y costumbres. Que sus valores de escuela y familia tengan como prioridad la equidad y la justicia. Y deseo que tengan unas alas fuertes de responsabilidad social para que vuelen alto, pero subiendo rectos. Que no cojan por el camino fácil, sino por el de la perseverancia.

      El doctor se detiene un instante. Guarda silencio. Después dice:

      —No construiremos ciudadanos del futuro si no esculpimos desde la infancia su cerebro ético.

       De salud y en salud

      A punto ya de terminar, hablamos no solo de los jóvenes, sino de los adultos y la sociedad, su tolerancia ante la corrupción, la pasividad ante la injusticia. Le pregunto, entonces, si estamos ante un problema de salud pública.

      “De salud pública, sí, pero también en salud pública”, me responde, y la verdad es que al principio no le entiendo. Solo mientras habla voy comprendiendo la profunda ironía de su frase.

      —En primer lugar, es un problema de salud pública —me explica— porque la corrupción es una enfermedad que afecta la salud mental y el bienestar de los individuos. Pero, además, ahora es también un problema en salud pública porque, como lo hemos visto ya, se están robando hasta los dineros destinados a la atención de los enfermos: los de la hemofilia, los del SIDA, los del cáncer.

      Los números, que son testarudos y no cambian de opinión, ratifican las palabras del médico Burgos y le dan toda la razón: el gasto anual de Colombia en salud es de cuarenta billones de pesos. Y, según las investigaciones más recientes, la corrupción se lleva anualmente sesenta billones. La corrupción nos cuesta veinte billones más, cada año, que la salud.

       Epílogo

      “Aunque la corrupción es un acto individual –concluye el doctor Burgos de la Espriella–, hay una responsabilidad social que consiste en aceptarla o rechazarla. No se puede seguir aplaudiendo la riqueza súbita ni la prosperidad inesperada, ni las trampas de la justicia ni a los milagrosos que consiguen casa por cárcel”.

      Ni podemos seguir creyendo que el vivo vive del bobo y que por la plata baila el perro. Piense en su hijo, en su nieto, en su sobrino. Y no le quepa duda: la mayor miseria de este país, y la más ofensiva de todas, es la corrupción.

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