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si le preguntara al Oriente

      Si tenía para mí una Mañana –

      Y él alzara purpurinos Diques,

      ¡Haciéndome añicos con el Alba!

      *

      Emily Dickinson vivió solamente 55 años, de diciembre de 1830 a mayo de 1886. Creció en la casa familiar en Amherst, con su hermano y hermana, y bajo la tutela de un padre abogado, riguroso –si bien no demasiado estricto– en cuanto a costumbres y ciertas observancias

      religiosas protestantes, típicas de la época en general y del estado de Massachusetts en par­ticular. Su madre era una buena y responsable ama de casa, limitada en muchos sentidos. Así le describe a T. W. Higginson ese cerrado núcleo, aunque no como queja, sino tal cual lo ve: “Tengo un Hermano y una Hermana –a mi Madre no le interesa el pensamiento– y mi Padre –demasiado ocupado con sus Expedientes– no distingue lo que hacemos –me compra muchos Libros– pero me ruega que no los lea– pues teme que me enmarañen la Mente”. Para completar esta descripción ofrecida a pregunta expresa de su mentor, he de añadir lo que, tiempo después, el propio Higginson le escribe a su esposa durante los pocos días que pasó en Amherst, cuando finalmente pudo visitar a la poeta y estar en su casa un par de horas. Ella da la impresión de preguntar y responder, aquí sí revelando oral y espontáneamente su necesidad de afecto: “¿Podría usted decirme qué es el hogar? Nunca he tenido una madre. Supongo que una madre es alguien a cuyos brazos uno corre al sentirse atribulada”. Sin embargo, cuando “se decide” que Emily no pasaría el segundo año correspondiente a su educación en Mount Holyoke, sino que volvería a casa, uno nunca tiene la certeza de si fue porque los padres distinguieron que le hacía daño tal exposición de conocimientos a su extrema sensibilidad, sobreestimulándola, o si ella misma echaba de menos el hogar de manera enfermiza. Lo cierto es que volvió y nunca más salió de ahí, pese haber reconocido en cartas a sus amigas que “siempre me enamoro de mis maestros”. En adelante los tendría por carta, con la excepción presencial de esa fugaz visita de Higginson.

      Entre los hermanos había una estrechísima relación; no sólo se querían entrañablemente: todo se consultaban, se entendían con la mirada. Así pues, si alguno decidía no regresar a la escuela, su decisión se respetaba. Austin ni siquiera fue a su graduación como abogado en Cambridge, porque tuvo que acompañar a su mamá a una cierta reunión: la familia, antes que nada. De la misma manera, cuando Emily decidió dejar de asistir a los servicios religiosos pues no “creía” ya, también recibió el tácito visto bueno. Todo mundo sabía que escribía poesía, pero nadie la veía poniendo manos a la obra: ella decidía en qué carta y con quién compartir algún poema. Después de su muerte, Vinnie se hizo cargo de esos “fascículos” en que había encuadernado sus poemas, así como de cumplir su deseo de quemar muchas de las cartas que

      había recibido.

      Todo indica que alrededor de 1860 se sentía ya madura como escritora, nel mezzo del cammin. Dueña de un espíritu crítico nutrido en lecturas indispensables (Shakespeare y Emerson al principio de su lista), necesitaba la opinión de un interlocutor respetable, con objeto de cerciorarse del peso de su palabra y así mejorar lo que consideraría su “carta al mundo”, sus poemas. Thomas Wentworth Higginson era un escritor renombrado, colaborador del Atlantic Monthly, que la familia Dickinson leía con asiduidad. En 1862, cuatro décadas antes de la carta de Rilke a un “joven poeta”, el famoso abolicionista y defensor de los derechos de la mujer publicó su famosa “Carta a un joven colaborador”. Emily Dickinson parece haberse armado de valor a partir de entonces. Decidió escribirle anónimamente (este texto se incluye en la presente selección), anexando una tarjeta suya en sobre aparte. Me imagino el asombro de este autor, que sólo fue capaz de replicar que su poesía “no era para publicarse”. Ella, lejos de sentirse ofendida, continuó buscando consejo y guía de quien con el tiempo se convertiría en su corresponsal y amigo. El lector se enterará, a través de las cartas, de la perplejidad que esta mujer le provocó, cómo quiso saber cuáles eran sus lecturas (ella sólo leyó a Whitman por encima, considerándolo “ignominioso”), el porqué de su desdén por los acontecimientos recientes: no hay que olvidar que el país estaba en llamas; había estallado la Guerra Civil, que para ella parece haber representado un enfado (su propio hermano Austin, cuando fue llamado al servicio militar, prefirió pagar 50 dólares para hallar un sustituto y no “apoyar” ninguna causa)…

      Emily Dickinson enviaba poemas aislados a su tutor y a otras personas, pero nunca con afán de que se dieran a conocer. Uno de los que envió al doctor Holland –quien los consideraba “demasiado etéreos”– comienza así: “La publicación es la subasta / De la mente del hombre”. Como el estilo y el ritmo de las cartas, al irse consolidando, se reconcentran, a veces el lector no distingue dónde termina la misiva y comienza el poema. Su sensibilidad –supongo que la intensidad de sus emociones– se convirtió en una especie de discapacidad, un desamparo que la comunicación epistolar subsanaba en parte. Con razón lo explica así: “La renuncia es una virtud punzocortante…” Sí, pero virtud al fin. Obviamente, no estamos ante un ego minusválido. Poseía una envidiable seguridad intelectual que incluso le daba con qué proteger lo que sentía. De otra manera no habría expresado por escri- to que “hay una cosa por la cual estar agradecido: que uno es quien es, y nadie más”, autorretrato de quien se ha observado con franqueza, sin autocompasión o lamentos.

      Arriesgo una interpretación a manera de secuela a esta selección. El aliento de Emily Dickinson oscila entre exhalación e inhalación. Exhala en gritos de joven y fresca emoción amorosa por el anónimo “Maestro”, probablemente el reverendo Charles Wadsworth (a quien, en mi traducción, le habla de tú), y amor maduro por el juez Otis P. Lord (a quien le habla de usted y de tú), con quien contempló seriamente contraer matrimonio, pero la muerte de él lo impidió. Inhala a fondo en la amistad poética de T. W. Higginson y la amistad hermanada de la señora Holland, con quien compartió los dolores de sus pérdidas, incluso de manera simbólica, pues ella era capaz de ocupar su lugar y acercarse a la tumba de sus seres queridos, cortar ramilletes de tréboles que crecían encima, y enviárselos a su doliente amiga. Ella y Higginson fueron testigos de su paulatino entierro entre líneas.

      Al aproximarnos al núcleo de esta autora, ya sea por vía de su poesía o de sus cartas, siempre nos quedamos cortos en la descripción. Es “epigramática, tersa, abrupta, sorprendente, inquietante, coqueta, salvaje, metafísica, provocativa, blasfema, trágica, graciosa, atractiva”, según Helen Vendler. Sí y no. El edificio de los adjetivos se erige babélicamente, y se desmorona. Emily Dickinson se escribe, en el sentido de quien se conforma al escribir, y en el sentido de quien a sí misma dirige mensajes.

      Quiero terminar con la última entrada a ese famoso diario que se halló en 1916 y se dio a conocer en épocas más o menos recientes, un siglo después de su muerte, porque el carpintero y sus herederos no se hacían a la idea de soltarlo. Dialogaban con ella a solas, casi se sentían posesos y poseedores. Ahora, después de los trabajos de Jamie Fuller, está a nuestro alcance. En él, esta poeta de incalculables alcances, entre abstracciones e imágenes de todo tipo, nos regala quizás la orilla biselada, que a ratos deforma la imagen, de su espejo interior. Dice: “Mi Vida es un exquisito secreto […] No concebiré hijos de la carne –pero conozco un sagrado Consuelo. Dios me ha dispuesto para la Concepción de una especie diferente. Mis hijos son de la Mente –mi Gestación es perpetua–, mi Éxtasis es del alma. Doy la bienvenida a las jubilosas labores que separan al poema de su creador; como Partera, ¡sólo lo divino! Que las épocas tomen la medida de la Fecundidad, y que el Futuro juzgue si esta elección –si lo es– fue acertada. Yo le explicaría estas Cosas a mi Padre –si pudiera– pidiéndole paciencia por la Cosecha”.

      Pura López Colomé

      Cartas al Maestro (a un desconocido recipiendario)

       A un desconocido recipiendario circa 1858

      Querido Maestro

      Estoy enferma,

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