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Molly—. Aaron cree que soy la novia de Lori.

      —Gracias por eso, a propósito —dijo Lori.

      —Eh, él solito llegó a esa conclusión.

      El gesto de molestia de su amiga se transformó en una sonrisa.

      —Tal vez yo le indujera a pensarlo durante el invierno pasado, cuando no dejaba de venir por el garaje para verme cambiar el aceite de los motores.

      —Entonces, ¿por qué me has dado una patada?

      —¿Es que de veras crees que ibas a desanimarlo haciéndole que nos imaginara juntas en la cama?

      —No sabía que era un pervertido.

      Ben arqueó una ceja.

      —Eso no tiene nada de pervertido —dijo. Alzó la cerveza para hacer un brindis y se bebió la mitad justo antes de que Molly le diera una patada en la espinilla—. ¿Acabas de darme una patada?

      —Deja de ser un pervertido. Tú eres un agente de la ley.

      De repente, Molly comenzó a reírse.

      —¿Qué pasa?

      —Nada, nada. Solo estaba pensando en los agentes de la ley pervertidos.

      —¿Como quiénes?

      —Nadie. Solo un sheriff que conocía.

      «Y un cuerno», pensó Ben. «Está pensando en Cameron Kasten».

      Tomó la jarra de cerveza con ambas manos y la apretó. Miró fijamente a la mesa para contener el impulso de ordenarle a Molly que se lo contara todo en aquel mismo momento.

      De repente, un plato de frutas cortadas apareció ante él en la mesa y lo distrajo. Miró hacia arriba y vio a Juan.

      —Señoritas, parece que les gusta poner fruta en sus bebidas. Pensé que… tal vez… como siempre os coméis las naranjas y las cerezas y…

      Entonces se ruborizó intensamente.

      —¿Queréis otra copa? —preguntó tartamudeando.

      Ellas negaron con la cabeza, y él se dio la vuelta para marcharse. Helen Stowe se levantó a medias, pero después volvió a dejarse caer en la silla.

      —¡Gracias! —le gritó a Juan, que se alejaba. Después de unos segundos, miró la fruta y susurró—. Qué amable.

      Ben agitó la cabeza. Se le había pasado el enfado, pero no la determinación.

      —Bueno, ¿estáis listas para que nos marchemos ya?

      —Yo no necesito que me lleves —protestó Lori, pero Ben se encogió de hombros.

      —Pues tendrás que seguirme la corriente. Está todo helado, y tengo que mantener mi reputación, Safo —le dijo él. Terminó la cerveza y se puso en pie—. Vamos, os llevo. A ti también, Helen, si no tienes coche.

      —No, gracias.

      —¿Seguro?

      —Sí, no te preocupes. Creo que me… eh…

      —Va a quedarse un rato más —dijo Molly mientras se ponía el abrigo—. Hasta luego, Helen. ¡Hasta luego, Juan! —añadió, mientras iban hacia la barra.

      Ben abrió la puerta para que salieran y les cedió el paso. Casi había salido él también cuando un hombre le gritó:

      —¡Jefe!

      Era Wilhelm Smythe, un borrachín inofensivo, que se acercó a ellos corriendo.

      —¡Jefe! Jefe, ¿le importaría llevarme a mí también?

      Oh, Dios.

      —No, no puedo.

      —Me he tomado siete cervezas, Jefe, y no puedo conducir…

      —Pues ve andando.

      —Ahora estoy viviendo junto al risco sur. Es demasiada distancia.

      Ben miró hacia fuera. Lori no estaba a la vista, pero Molly se estaba agachando para arreglarse el zapato. Demasiado agachada. Dios Santo. Con una mirada asesina, le hizo un gesto a Wilhelm para que lo acompañara.

      —Que sea la última vez que sucede algo así, ¿entendido?

      El hombre asintió mientras seguía a Ben hacia la furgoneta, tambaleándose.

      —¿Dónde está Lori? —preguntó Ben.

      —Se ha ido andando a casa.

      —Vaya. Siento esto.

      —¡No, va a ser divertido! Es como si tuviéramos una cita en el instituto y tuviéramos que llevar al pesado de tu amigo a casa antes de poder besuquearnos.

      —¿Una cita? Esa es una gran palabra para describirlo, en realidad.

      —He dicho «como si tuviéramos una cita», Ben. Tú ni siquiera me has invitado a una copa.

      Él estiró el brazo para agarrarla y volver a entrar en el bar, pero ella se alejó riéndose.

      —No, no. Ya es tarde.

      —Estamos saliendo, Molly.

      —No. Se llama «ligar», Ben. Todos los chicos lo hacen.

      —Yo no soy ningún chico y, pese a tu aspecto de esta noche, tú tampoco eres una adolescente.

      —¿Y no te alegras de eso? —le preguntó ella con un ronroneo.

      Claro que se alegraba. Y mucho.

      —Yo sí me alegro —dijo Wilhem, que seguía junto al vehículo.

      Dios Santo. Se le había olvidado que tenían compañía. Otra vez. Estaba perdiendo el control de la situación.

      Ben rodeó la furgoneta, abrió la puerta y se sentó tras el volante.

      —Entra en el coche y no digas una palabra más —le ordenó a Wilhem.

      Wilhem obedeció y se sentó en el asiento trasero.

      —Gracias por llevarnos, Jefe Lawson. Es usted muy generoso —dijo Molly mientras se sentaba junto a Ben.

      Tenía que saber que la falda se le había subido tanto que estaba enseñando los muslos. Y cuando se giró para abrocharse el cinturón de seguridad, se le subió todavía más.

      —Te veo la ropa interior —le susurró Ben frenéticamente, pensando que hablaba en voz baja.

      —¡Oh, lo siento, Jefe! —dijo Wilhem desde atrás.

      La furgoneta se agitó cuando él elevó el cuerpo para abrocharse los botones de los vaqueros.

      Molly se tapó la boca con ambas manos para contener la risa y de paso, para enseñar más de sus braguitas color rojo.

      Medias negras, braguitas rojas. A Ben se le aceleró el corazón. Pensó en sus altos tacones negros y en el ribete negro de su sujetador. Recordó lo sexy que estaba ella la noche anterior con un sencillo pijama de algodón rosa y blanco.

      —¿Dónde demonios quieres que te lleve, Wilhelm? —le ladró a su pasajero.

      —A dos kilómetros y medio hacia el sur. Teddy me ha prestado su vieja caravana.

      Ben intentó no derrapar mientras tomaba la curva. Mantuvo la vista fija en la carretera y se concentró en la conducción. No había ninguna mujer con los muslos desnudos en el asiento de al lado, con la promesa de unas relaciones sexuales abrasadoras en los ojos. No iba a cometer un exceso de velocidad ni a conducir de manera temeraria, se dijo.

      Entonces, Molly le tomó la mano y se la colocó en el muslo izquierdo. Él notó que se le aceleraba el pulso, y apretó el acelerador.

      Era cálido e increíblemente suave… Acarició con los dedos la textura sedosa de las medias y rozó la piel de su muslo.

      Podría

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