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y comunes del complejo pedagógico y performativo del Estado-nación.q

      Una vez finalizado el desfile en el mismo punto donde empezó, se congregaron todas las delegaciones de las comunidades en la plaza central, donde se efectuaría el acto protocolario. Con el estrado del escenario en altos, ocupado por funcionarios del Ayuntamiento y del INAH, el acto comenzó como cualquier otro acto de carácter oficial: con el izado del “lábaro patrio” y la entonación del Himno Nacional Mexicano, se cantaron las diez estrofas enteras, como nunca me había tocado presenciar. Alberto, maestro de escuela y uno de los encargados del museo comunitario, replicó:

      Sobre todo es para los niños, están viendo los danzantes, las comunidades, que vean también la fortaleza del país aquí, en su propia comunidad […]. El museo y la escuela tienen que poder decirnos esto. Rescatar la diversidad de México en la unión de todo lo bonito que tenemos.

      La beldad y la historia

      Esta particular importancia otorgada a “lo bonito” expresada de esa manera, se repite en otras ocasiones donde “museo” y “escuela” se reúnen. En el xviii Encuentro Nacional de Museos Comunitarios en Altzayanca, Tlaxcala, en octubre de 2013, la escuela pública del poblado también fue el escenario central de las discusiones, y el museo se encuentra justo enfrente de esta.

      José de Jesús Paredes, el presidente municipal de Atzayanca en ese entonces, dirigió un discurso especial a los niños presentes y uniformados, y a las diferentes comunidades de México, cuyos representantes portaban sus estandartes (muy similar al encuentro de Jamapa un año antes).

      Aquí hay algo importante. Ese mismo año 2013, uno de los encargados del museo comunitario de Atzayanca, Omar, refería en una entrevista algunos puntos que me parecen cruciales sobre la relación entre Estado-nación, comunidad, etnia y “patrimonio”:

      A partir de estos fragmentos quisiera responder parcialmente las preguntas que formulé páginas atrás. El argumento central de este texto es el siguiente:

       en comunidades mestizas que se consideran herederas de una presencia

       indígena soterrada (y además alentada a autorrepresentarse así), el papel de la escuela en conjunción con el museo comunitario es crucial para reforzar dos premisas implícitas:

      1 Lo que Michel de Certeau llamó “la belleza de lo muerto” (De Certeau, 2009).t Para producir la “belleza del muerto” fue clave no sólo inaugurar el régimen preciosista de lo mexicano en el referente prehispánico despojado de todo conato de violencia, sino fundamentalmente cambiar el régimen de la mirada: si lo que había sido desincorporado en la Colonia regresa a la escena, la vieja nación afectada por ese borramiento (la nación india, originaria), lejos de ser reivindicada, es desbancada para siempre como sujeto de producción y de memoria. El argumento de De Certeau es claro: para “concebir” a la cultura popular hubo primero que ponerla en una vitrina, ordenarla, catalogarla, fijarla y, por ende, matarla. Sólo lo muerto, lo que no puede mutar en lo incierto, en lo disruptivo, es candidato a la belleza. La belleza de lo popular encarna algo muy diferente de la belleza “culta”. Esta está amparada en una noción eurocéntrica que usurpó el significante universal de “la” cultura pero que, además, imprimió en los países del sur una característica clave: la cultura sin adjetivos, sin necesidad de aclarar si es popular o masiva o selecta, “la” cultura tiene el rasgo inescindible de la blancura. El gesto de lo que Bolívar Echeverría llamó “la blanquitud” es fundamental para comprender la modernidad (Echeverría, 2010: 57-70). Es cierto, en México se reincorporarán los restos prehispánicos, ahora como ruinas. Pero estos pertenecen a la nación moderna, a México. Es México quien las mira y venera, quien la resguarda y conserva. Las ruinas son inmemoriales, pertenecen a la herencia atávica que borra temporalidades, sujetos precisos y violencias. Los niños miran, aprenden. México muestra su don de gentes, su costado bonito, su lengua como estampa (nadie dijo, por ejemplo, que nunca se entendió el saludo ni por qué). Los campesinos (no se los mencionó como indígenas, “donan” piezas —pero no su conocimiento sobre ellas—. Son el museo y la escuela los que hablarán de ello. Volveré sobre esto.

      2 Se insiste también en que la escuela refuerce, a partir del museo, la noción de cultura como reliquia. En el sentido más literal y cristiano del término: lo que en tanto resto de un pasado magnificente, es digno de veneración. También como lo fragmentario que “queda de un cuerpo” pasado, pero en definitiva “es” presencia de ese cuerpo en el presente.y Si pensamos en México, la exhibición que el Estado-nación procura de “el” huichol, “el” mixteco, etc. (en fiestas conmemorativas, en las estrategias de promoción turística, en la mayoría de las exhibiciones museográficas) es en efecto una mostración de que aún existen en esa metonimia que expresa un carácter exhibido (un cacharro, un traje, una pieza de artesanía). Ahí están. Incluso cuando los actores sociales hacen una labor de apropiación de esa exhibición con estrategias locales, particulares y con aditamentos de la memoria local, los agentes de estatalidad (promotores locales, agencias delegacionales, ayuntamientos) intentan que eso sea vehiculizado como la grandeza de una parte del todo mayor: la nación mexicana.

      Lo importante es poder analizar cómo los niños se convierten en espectadores de esa imagen que es, en realidad, una exposición, en el sentido que Didi-Huberman le da en su trabajo Pueblos expuestos, pueblos figurantes (Didi-Huberman, 2014). Didi-Huberman plantea que justamente como los pueblos están

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