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postal. En su correspondencia, Gide, durante la ocupación alemana, llamaba a los demás escritores con los nombres de sus personajes de novela. Otras veces al escritor se le designaba con total transparencia como el tío G., y a Valéry con P. V. Pero había también quien, como Pavese, no se tomaba demasiado en serio aquella oposición veleidosa y escribía en una postal: «¿Cuándo te mandan al destierro a ti?». Por supuesto, el amigo, asustado, quemaba en el acto aquel provocativo mensaje.

      Durante la Primera Guerra Mundial un gran tráfico de postales unía a los soldados con la retaguardia. Malaparte se las mandaba a los conmilitones caídos para que fueran depositadas «sobre la fosa cubierta de nieve». En el dorso de las postales de propaganda contra el prusiano Guillermo II, Apollinaire describía un cuadro de la vida en la trinchera: «Me temo que no estaremos mucho tiempo en este sucio país lleno de moscas, declives baldíos y granadas. Cómo echo de menos el sector 59… Claro que aquí las noches son fabulosas, fantásticas». Pero había también quien, como Maccari, echaba de menos los tiempos de la marcha sobre Roma y a partir del 1 de octubre mandaba todos los días una postal a Flaiano con la frase: «¡El 28 de octubre se acerca!».

      Las escabrosas palabras de un desconocido podían herir a un autor en apariencia acorazado como Waugh: «Una crítica ha conseguido deprimirme: la postal de un hombre que me ha escrito: Su Retorno a Brideshead es una extraña forma de mostrar que el catolicismo es una respuesta a todo. Hace pensar más en el beso de la Muerte». Un típico lapsus freudiano hizo creer a Schnitzler que era anónima la postal en la que se le advertía que su amante lo traicionaba con un actor de la troupe. En realidad, la denuncia iba firmada por su padre.

      Y también la muerte encuentra su lugar en las postales, como en la que envió bajo nombre falso D’Annunzio a los diecisiete años, ansioso por llamar la atención, a la Gazzetta della Domenica, anunciando su propio fin después de una caída de caballo. El poeta astrólogo Max Jacob, en una postal a Camus, destinado a desaparecer en un accidente de coche, cometió un desliz memorable: «No sé por qué le dicen que va a morir usted de forma trágica». Pero la mejor postal es la que envió Hemingway, poco antes de suicidarse, a un amigo: «¡En cualquier caso nos lo hemos pasado en grande!».

      CASTILLO

      Hay muchos modos de retirarse del hacinamiento de la gran ciudad. El castillo, sin duda, es uno de los más deliciosos, un guarecerse sereno sobre sí mismos, una proclamación de autonomía. Allí el pasado tiende la mano a la naturaleza, la sociabilidad convive con la soledad.

      Montesquieu pensó a menudo hacer grabar sobre el frontispicio del castillo del siglo XIV de la Breda: «¡Oh, afortunado!». Si no lo hizo fue sólo por aquel natural sentido de la medida que lo alejaba dócilmente de los excesos. Leía y escribía en la inmensa biblioteca del «más bello lugar que conozco» o paseaba con un largo bastón por las viñas, charlando con los campesinos.

      Otro aristócrata envidiado por su inclinación a la felicidad, el príncipe de Ligne, incluso escribió un libro, Los jardines de Beloeil, para celebrar el verde telón de fondo de su castillo. Al morir su padre, que lo había moldeado, De Ligne creó una «aldea tártara», dos templos y una cascada, un jardín inglés y un jardín filosófico. «La estancia en el campo no es nunca tan agradable como cuando se ve de qué manera los bosques, los prados y el agua asumen por medio de nuestras manos una nueva forma cada día.»

      Para Buffon, nacido en una familia burguesa, el castillo era una meta y un refugio donde trabajar en la inmensa Historia natural, hacer experimentos e incluso crear una importante fundición. Tenía doce apartamentos lujosamente amueblados, pero él vivía con sobriedad y se levantaba cada mañana a las cinco. A las seis atravesaba el parque para encerrarse en el estudio situado en la torre del castillo. Caminaba con aire resuelto, absorto en sus meditaciones, con un bastón en la mano derecha y la otra en el costado.

      La relación del marqués de Sade con el pequeño castillo provenzal de La Coste era contradictoria. Por un lado se aburría y organizaba representaciones teatrales y orgías. Por otro, hacía plantar árboles, y desde la cárcel se hacía informar con todo detalle de sus progresos.

      Muchos años después preguntaba: «¿Y mi pobre parque, se reconoce todavía en él algo de mí?». Para salvar los mirlos del castillo de La Coste, amenazados por la ira de los revolucionarios, había dirigido, en 1792, una habilidosa carta resonante de sentimientos patrióticos al Ayuntamiento del pueblo, suscitando el entusiasmo de los destinatarios.

      Más pobre, Diderot pasaba mucho tiempo en el castillo de Grandval, propiedad de su amigo el materialista barón d’Holbach, el primer mayordomo de la filosofía, como lo apodó el abate Galiani por su hospitalidad. Por la tarde, los huéspedes daban un largo paseo, disfrutando del espectáculo de la naturaleza. Se recogían sólo hacia las siete, para descansar, y jugaban a las cartas hasta la hora de la cena. Luego, una vez abandonada la mesa, se lanzaban a audaces e interminables discusiones.

      «Quiero un castillo renacentista con un pabellón gótico en medio de un lago. El parque deberá ser a la inglesa, con cascadas.» «¡Pero señor Dumas, no es posible! Es una colina de arcilla. Las construcciones se deslizarán en el Sena.» Sobre el fastuoso castillo de Montecristo, así llamado en homenaje a las grandes ventas de la novela, campeaba el lema de Dumas: «Amo a quien me ama». No eran las únicas leyendas de aquella construcción, una indescriptible, fastuosa mezcolanza de estilos. «Es un monumento en versos», sentenció, admirado, un amigo. Sobre dos veletas de zinc estaba grabado el «grito» de la familia paterna, Davy de La Pailleterie: «¡La llama al viento! ¡El alma al señor!». En la fastuosa habitación morisca dos fragmentos del Corán coronaban las puertas: «La palabra es de plata y el silencio de oro» y el ya citado «Quien pega al perro golpea al amo». El excéntrico castillo no tardó en convertirse en el objetivo favorito de los haraganes parisinos. Dumas ofrecía sonriendo su gruesa mano a las turbas de desconocidos. Una noche, al hijo que le pedía que le presentara a uno de los comensales, le contestó imperturbable: «Para presentártelo, espero que me lo presenten primero a mí».

      El castillo más amado fue tal vez aquel modesto de George Sand. Allí la escritora trabajaba, coleccionaba mariposas y montaba espectáculos de marionetas entre amigos como Flaubert y Turguénev y amantes como Chopin.

      Otro grupo de artistas, el de Bloomsbury, encontró hospitalidad en la casona palaciega de Garsington, cerca de Oxford. Por aquellos muros pasaron Katherine Mansfield y Virginia Woolf, Eliot y Yeats, Lytton Strachey y Keynes, D. H. Lawrence, Russell y Huxley, que ironizó sobre aquella vida en «amarillo cromado».

      Fascinada por el artificioso clima del castillo, la Woolf se preguntaba: «¿En Garsington el atardecer es normal? No, yo pienso que hasta el cielo está revestido de seda amarillo claro y que, sin duda, los pepinos están perfumados». Pero el propósito de todo aquello era la conversación que fluía incansable entre los salones y el dormitorio de la excéntrica lady.

      Colette parecía no tomar en consideración CastelNovel, la fantástica fortaleza de su marido, Henri de Jouvenel. Sin embargo, aquel aislamiento dorado la ayudaba a concentrarse en la hija a quien antes había descuidado y, sobre todo, en el inmenso parque. Cuando a la niña le picó una avispa, la reprendió por haber provocado al pobre insecto. En aquel «castillo efímero perdido en la lejanía», en la actualidad hotel con restaurante, escribía especialmente en una vasta habitación del último piso, dominada por un desmesurado lecho.

      Cuando el nuevo baile que había inventado no arraigó, Valentine de Saint-Point se retiró a un castillo en un valle selvático de Córcega. Soñaba con fundar un centro internacional para los intelectuales, El Templo del Espíritu. Un visitante escéptico como el director de Le Figaro, habituado a todo tipo de excentricidades, se quedó asombrado ante su estilo de vida.

      En su voluntario exilio de Francia, Paul Morand alquiló a Vevey un delirante castillo neogótico del XIX. Por dentro parecía un gran caravasar muy poco suizo. Los Morand vivían acampados entre una aglomeración de objetos: baúles marroquíes y alfombras orientales, siempre bastante sucias por culpa del perro del escritor y los gatos de su esposa.

      La Sagan invirtió las ganancias del juego en el castillo del Breuil, cerca de Honfleur, donde trabajaba en su habitación

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